Esta afirmación del Concilio puede provocar sorpresa. Hay quienes tienen una imagen de la Iglesia que no es precisamente juvenil. La sienten, más bien, como refractaria al progreso, temerosa de los cambios, refugiada en su pasado, frenando o retardando la construcción del mañana. Hablan de la Iglesia, y espontáneamente la asocian con la Inquisición y Galileo. Sus dogmas les suenan como enemigos de la ciencia y opresores de la cultura, y no les resulta fácil identificar a sus miembros con las filas de vanguardia de las transformaciones sociales.
Y sin embargo el Concilio lo ha afirmado: la Iglesia es el fermento y garantía que permite al mundo renovarse, crecer, alegrarse en la esperanza, encontrar nuevas razones de vivir y amar.
Preguntemos a la Historia. Cuando la Iglesia se manifiesta públicamente al mundo -el día de Pentecostés-, ese mundo se muestra viejo, senil. Tiene los síntomas propios de la senilidad: intolerancia, desprecio por la vida (ajena), febril apego a la vida (propia), aislamiento, tristeza, desesperanza. Y en este mundo viejo, la Iglesia irrumpe con un golpe formidable de sangre nueva: la sangre de Cristo; y elimina las barreras, congrega a los dispersos, diviniza al hombre con una dignidad, una herencia, una esperanza que le hace decir con estupor: "Soy hijo de Dios. Y ellos también lo son”. Con la Iglesia, nace para el mundo, el Hombre Nuevo y la nueva sociedad. Por la Iglesia, el mundo descubre y recibe nuevas y profundas razones de vivir.
La Iglesia primitiva probó rápidamente con hechos que ella era y se sentía juventud del mundo. Los primeros cristianos vivían unidos solidariamente: todo lo tenían en común, entre ellos no había pobres, eran un solo corazón y una sola alma. Inauguraban así una nueva Ley o Vía, la única que podía salvar a un mundo que se asfixiaba por sus egoísmos de raza, de nación y de clase. Los primeros cristianos construyeron creadoramente: de su espíritu, de su vitalidad surgió una nueva cultura que derrumbó los muros del Imperio Romano y las estructuras viejas de la sociedad judaica. En el espejo de la humanidad, quedaba grabada para siempre la imagen de la persona humana, con su intocable dignidad de miembro de Cristo, rescatado por la sangre de un Dios, llamado a un destino terreno y eterno que nadie tendría el derecho de impedir o mutilar. La imagen, también, más que de una nueva forma, de una nueva conciencia social, expresada en esa Cruz que unía al Cielo con la tierra y a los hombres entre sí, en la que quedaba clavado y sepultado el egoísmo separatista, el orgullo dominador, la violencia fratricida que flagelaban al mundo desde el pecado del primer Adán.
Pero sobre todo los primeros cristianos supieron amar sobreabundantemente. Entre sí, entregando el testimonio atrayente y convincente de una concordia fraterna que hacía exclamar: “¡Miren cómo se aman!” Y también a los otros, a los indiferentes y a los hostiles. La actitud de Esteban, el primer mártir, que muere rogando al Señor por los mismos que injustamente lo apedreaban, muestra gráficamente en qué grado la Iglesia captaba y trasmitía una enteramente nueva manera de amar: nueva por su alcance, por sus motivos, por sus armas, por su fuerza. La Iglesia probaba que era posible y necesario amar al amigo y al enemigo, amar con las dimensiones de la paternidad de Dios y la redención de Cristo, amar con las armas de la verdad y la fidelidad, amar con la fuerza victoriosa de Cristo Crucificado y Resucitado.
Esta triple contribución de la Iglesia al mundo: la vocación y capacidad de unirse solidariamente, de construir creadoramente, de amar sobreabundantemente, no fue patrimonio exclusivo de los primeros siglos. Bajo formas de civilización siempre cambiantes, en medio de múltiples sistemas de organización política, dentro de un mundo en incesante prospección y conquista de horizontes nuevos, geográficos, científicos y culturales, la Iglesia siguió siendo fermento y garantía de juventud. Su predicación, su testimonio, sus espacios sagrados continuaron levantándose como signos de unidad, de tregua en las innumerables batallas, de asilo de los perseguidos. En sus claustros y monasterios, se incubaba una nueva cultura, se planteaban los gérmenes de la moderna universalidad, se plasmaba el arte que reflejaba una concepción grandiosa y sublime de un universo habitado por Dios y volcado hacia su Creador. Y permanecía encendida la llama del fuego nuevo, de ese amor generoso hasta la locura que, entre otras cosas, se ofrecía a entregar la propia persona a cambio del rescate de un cautivo.
No queremos presentar una historia acomodada, triunfalista de la Iglesia. No pretendemos que la Iglesia, o los hombres de la Iglesia no se hayan equivocado ni hayan nunca defeccionado. Si fuera así, la Iglesia no sería juventud del mundo; porque es propio de los jóvenes equivocarse y caer, para reconocer su error y levantarse a caminar con mejor ímpetu y dirección. Los mismos peligros que amenazan a la juventud han estado siempre presentes -de alguna manera- en la Iglesia: exceso de celo, vehemencia intemperada, demasiada prisa en caminar, pretensión de monopolizar la verdad. La Iglesia lo sabe y lo reconoce, y no deja por eso de definirse ella misma como juventud del mundo.
Nuestros jóvenes de hoy deben saberlo. Una mirada atenta y respetuosa a la Historia les permitirá descubrir, en la Iglesia, la concreción de lo que ellos mismos anhelan y están llamados a ser: unidad solidaria, construcción creadora, amor sobreabundante, ¿no son ésas, precisamente, las tres características que definen el alma juvenil? El auténtico joven se identifica sin recelos con la auténtica Iglesia. Sabe que en ella no perderá nada de su ineludible vocación. Sabe que en ninguna parte estará mejor garantido su derecho y deber de inyectar sangre joven a un mundo perpetuamente amenazado de senectud. Digámoslo con más precisión: la Iglesia necesita a los jóvenes; los jóvenes necesitan a la Iglesia. La Iglesia es el sacramento que significa y hace posible la vocación de los jóvenes; los jóvenes son el sacramento que recuerda y actualiza la misión de la Iglesia: ser juventud del mundo.
Por eso hemos querido, los Obispos, intensificar este diálogo y comunión que permite, a la Iglesia, renovar su semblante y espíritu, y estimula a los jóvenes a servir, en la Iglesia, las necesidades de un mundo que reclama rejuvenecerse. No queremos excedernos en palabras: los jóvenes ya han escuchado muchas y no creen, con razón, sino al testimonio de los hechos. Nuestra Iglesia desea y debe probar, con hechos, que cree en los jóvenes. Desea y debe abrirse mucho más todavía a las inquietudes y anhelos, a la voz, al lenguaje, al canto, a la audacia, a la alegría de empezar que caracterizan al mundo juvenil. Nuestra Iglesia debe y desea adjudicar prioridad al mundo de los jóvenes como objeto de su atención pastoral, pero sobre todo como sujeto opinante y actuante en las decisiones que le conciernen. Por eso los llamamos a nuestra última Asamblea y pusimos en sus manos la iniciativa, la conducción y concreción de los debates tendientes a delinear una pastoral de la juventud. Los hemos escuchado con respeto y con fruto. Nuestra confianza en ellos no ha sido defraudada.
Sólo quisiéramos que nuestros jóvenes puedan decirlo mismo de nosotros.
Abril de 1971
