Los deberes de la hora presente
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Los deberes de la hora presente

Fecha: Domingo 10 de Julio de 1960
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Obispos de la CECH

“El Señor ha sido servido de enviarnos una gran tribulación”.

Volvemos a emplear ahora las mismas palabras que el cronista español usara, el año 1575, para narrar una catástrofe similar en la región hoy desvastada.

Hace ya más de un mes que diez diócesis de Chile fueron asoladas por sismos y maremotos.

Transcurridos los primeros días en que la ansiedad y la angustia se mezclaron con las atenciones de urgencia que la catástrofe exigía, nos corresponde sacar ahora lecciones que este acontecimiento encierra.

1° Dios está siempre presente en la historia. Cambia tan solo el estilo de su presencia. Nuestro deber es descubrirla. Por eso los Obispos de Chile hemos creído necesario hablar. Nuestra primera palabra es la de aceptar con humildad la prueba con que hemos sido visitados. Sabemos que la sombra de la Cruz cubre todas las dimensiones de la vida. Sabemos que esa Cruz es redentora y sabemos, también, que el tránsito de la muerte a la vida -la Pascua de Resurrección- es el misterio central del cristianismo.

El dolor nos hace partícipes de la obra redentora de Cristo y colaboradores con El en la salvación de la humanidad.

San Pablo nos enseña que de esta manera cumplimos en nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col., 1, 24)

Chile es en estos momentos, en el mundo, un nombre de dolor y de redención. Estamos ciertos que nuestra cruz está labrando para la Iglesia y para la humanidad un mundo mejor. Aceptamos agradecidos del Señor esta dura y heroica tarea.

2° Presentes desde el primer instante en los dolores de nuestro pueblo, compartiendo con él sus lágrimas y angustias, somos testigos autorizados para proclamar los maravillosos ejemplos de entereza, esfuerzos y caridad cristiana que el pueblo chileno ha sabido dar en esta prueba.

Muchos bienes materiales se han perdido. Pasarán años antes que Chile pueda rehacerse. Pero, en cambio, cuántos bienes espirituales hemos ganado. Sentimos que ellos serán semillas de futura renovación.

Si el reloj de la historia marcó la hora del dolor de Chile marca también la hora de la esperanza.

Una voluntad firme de rehacerse, una capacidad ilimitada de sacrificio y una hermandad profunda han hecho ver una vez más el rostro auténtico de nuestro Chile.

Estrechado en el sufrimiento común, las barreras ideológicas y sociales se han borrado en la voluntad unánime de ayudar a los hermanos que sufren. Nuestra juventud -y especialmente la universitaria- ha dado un ejemplo que es, a la vez, testimonio y promesa.

Bendecimos al Señor por haber hecho florecer sobre esta tierra estremecida y convulsa un pueblo que no se abate con el infortunio y quiere superar con nuevos esfuerzos el desastre sufrido.

Bendecimos también a Dios porque en un mundo dividido y tenso, Chile ha servido de fraterno encuentro de todos los pueblos de la tierra.

Junto a él hemos visto emocionados la solidaridad mundial con nuestro dolor, mostrándonos las inmensas reservas de bondad que encierra el corazón humano.

Ha sido motivo de especial consuelo y aliento en esos instantes sentir junto a nosotros el afecto paternal del Padre Santo y la preocupación de nuestros hermanos en el Episcopado y de los cató1icos del mundo entero.

3° Pero, junto a esas cualidades y actitudes hemos visto con mayor claridad aún a través del desastre, la fragilidad de nuestros recursos y la miseria silenciosa de una gran porción de chilenos llevada a sus últimas consecuencias por el cataclismo. Los grandes problemas chilenos de la desnutrición, de la falta de casas suficientes, de la escasez de escuelas, de la carencia de trabajo, se han ido destacando con caracteres más nítidos.

El desastre nos llama a todos a trabajar para que esta situación, aún más grave que los sismos, por ser crónica, sea eficazmente remediada. Especialmente la familia necesita del espacio vital de una casa digna donde pueda florecer la vida de hogar. Es de suma urgencia el proveer a esa necesidad. Llamamos a la conciencia cristiana de nuestros fieles, especialmente a los profesionales y empresarios, para colaborar hasta el sacrificio en esta tarea.

Para esto se impone en Chile un nuevo estilo de vida austera y sobria. Esto pide el patriotismo; esto mismo exige con apremio el Evangelio.

No tendríamos el sentido cristiano de la vida, ni mereceríamos llevar ese nombre, si no fuéramos capaces de transformar en hechos el mandato supremo del Maestro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat., 19, 19)

San Juan nos amonesta diciendo: “El que tuviera bienes de este mundo y, viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?” (S. Jn., 3, 17)

No caben el lujo y el derroche frente a la miseria y al dolor.

No cabe lo superfluo cuando tantos hermanos carecen de lo necesario.

No caben las excesivas desigualdades económicas y sociales frente a un pueblo que quiere y necesita surgir de sus ruinas.

Hay que procurar “un orden social mejor, más equitativo y humano, en el cual el bienestar no esté reservado a unos pocos afortunados, sino que pueda ser alcanzado por todos los ciudadanos” (conclusiones de la Cuarta Reunión del CELAM, Noviembre 8-15 de 1959, n.2)

“No se puede decir que se ha satisfecho la justicia social si los trabajadores no tienen aseguradas la propia sustentación y la de sus familias con un salario proporcionado a este fin, si no se facilita la oportunidad de adquirir una modesta fortuna, previniendo así la plaga del pauperismo universal, si no se toman providencias en su favor con seguros públicos o privados para el tiempo de su vejez, enfermedad o desocupación” (Encíclica Divini Redemptoris, n. 23 b, Col. de Encícl. Pon., Editorial Guadalupe, B. Aires 1958, T. 1, p. 1495)

Las restricciones económicas no pueden recaer, en consecuencia, sobre los que tienen apenas lo indispensable para vivir.

La economía tiene que tener un sentido eminentemente humano.

4° Pero, sobre todo, se necesita una verdadera reconstrucción moral. Junto a las ciudades que se levantan de sus ruinas, es menester restablecer los grandes valores morales del cristianismo.

Una reconstrucción llama a la otra. Un sentido de responsabilidad más hondo se precisa en todos los sectores sociales.

Es menester que la conciencia del deber triunfe sobre el capricho pasajero, el bien común sobre el individual, la caridad fraterna sobre el egoísmo.

Los derechos de la persona humana, la estabilidad y santidad de la familia y la acción moralizadora de la educación deben alcanzar su imperio.

La Iglesia ha visto abatirse en esas regiones gran parte de los edificios que requieren sus obras: Seminarios, escuelas, catedrales, parroquias, conventos, capillas, asilos, etc. No cuenta para reconstruirlos sino su inmensa confianza en Dios y la conciencia que los cató1icos de las provincias indemnes tienen para con sus hermanos del sur.

Es una labor impostergable, que no permite dilatación ni reducción. Yacen destruidas: Seis catedrales, 185 iglesias, 4 seminarios (dos interdiocesanos), 86 escuelas (primarias y secundarias), 65 casas parroquiales, numerosos conventos, obras asistenciales y edificios eclesiásticos de renta.

Pero, si es urgente y necesaria la reconstrucción material de sus edificios, si considera la Iglesia que es una exigencia imprescindible para continuar su labor, con mayor apremio todavía considera la reconstrucción espiritual que señala.

Es la hora del dolor. Pero es también la hora en que Dios llama.

Hay que volver a Dios, fuera del cual nada puede subsistir.

Hay que retornar a una vida auténticamente profunda.

Hay que encarnar en nuestra conducta personal y social los ideales de las bienaventuranzas evangélicas.

La Iglesia, que desde el primer momento de la tragedia estuvo presente con su aliento espiritual y con su socorro material, continuará fielmente al lado de sus hijos en esta etapa de reconstrucción.

No espera por ello ni reconocimiento público ni alabanza humana, sino la conciencia de ser madre común de todos y testimonio de la caridad de Cristo.

En medio de las angustias del presente, pide a todos sus hijos mirar con confianza el porvenir.

La Cruz es signo de esperanza y hermandad. Sobre las ruinas materiales, ella nos señala el camino hacia Cristo que nos repite su palabra eterna: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, vivirá”. (Juan, 11, 25)


10 de julio de 1960

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