Doctrina social de la Iglesia y Globalización
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Doctrina social de la Iglesia y Globalización

Encuentro con la Comunidad de Santiago Pontificia Universidad Católica Santiago de Chile, 30 de Septiembre de 2008

Fecha: Martes 30 de Septiembre de 2008
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Cardenal Renato Raffaele Martino

Saludo

Excelentísimo Señor, D. Alejandro Goic Karmelic, Obispo de Rancagua y Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, apreciables hermanos y hermanas de la Comunidad de Santiago, reciban un saludo lleno de aprecio en Cristo. Agradezco a los organizadores de este Encuentro su atenta invitación para estar esta noche aquí con Ustedes. Con mucho gusto quiero presentarles una reflexión sobre la globalización y la doctrina social de la Iglesia. Ya Su Excelencia ha presentado, con grande sensibilidad pastoral, algunos de los desafíos que la sociedad chilena enfrenta en estos tiempos de creciente interdependencia. La reflexión que les presento quiere ser, ante todo, una propuesta general de principios que expone la perspectiva desde la cual la Iglesia mira el fenómeno de la globalización


Globalización, globalidad y globalismo

Con el término globalización se hace referencia, generalmente, a la interdependencia de todas las sociedades del mundo, a la densa red de relaciones sociales, políticas, económicas y culturales que atraviesa las fronteras de todos los países del mundo, provocando un proceso de condicionamiento e interdependencia, en virtud del cual el mundo se configuraría como un único sistema social (1). Distingo también aquí los conceptos de globalidad y globalismo. Por globalidad entiendo la realidad de la humanidad globalizada. Con la palabra globalismo me refiero a la ideología o ideologías que se disputan la dirección que hay que dar a la globalización. Está claro que la globalidad, es decir la construcción de una auténtica comunidad humana mundial, debería ser el criterio orientador para una globalización justa, o sea para las dinámicas y políticas globalizantes, y para la crítica de las diversas ideologías globalistas.

Hoy, la unidad del género humano parece más evidente que en el pasado. Los fenómenos vinculados con la globalización lo atestiguan cotidianamente. La creciente evidencia empírica de la interconexión entre los hombres y los pueblos corre el riesgo de esconder e incluso de anular el significado profundo, auténticamente humano, de la dimensión universal de la familia humana, limitándola sólo a los aspectos técnicos. La interconexión mundial, por un lado simboliza la unidad del género humano, pero por el otro lado puede esconderla a nuestra vista: interconexión, en efecto, no significa por sí misma comunión. Si permanecemos al nivel de los síntomas, de la fenomenología exterior, de los procesos verificables, debemos reconocer que el principal mecanismo desencadenante del proceso ha sido sin lugar a dudas la técnica. Cierto, no sólo ella. Pero si consideramos la fenomenología de la globalización y si nos limitamos a buscarle sus causas empíricas en el ámbito de los hechos históricos, es evidente la función central asumida por la técnica.

El problema fundamental es cuando a la técnica se le concede un valor absoluto, cosa que comporta una especie de «nihilismo de la técnica», porque la verdad se reduce al simple «poder hacer»: «Verum est factum». En el famoso discurso pronunciado en Subiaco, el 1º de abril de 2005, el entonces cardenal Ratzinger señaló el gran peligro que representa una razón funcional y técnica que pretenda considerarse absoluta y que, por lo tanto, rompa sus vínculos con el hombre y con Dios (2). El nihilismo de la técnica es el más reciente y refinado intento de la modernidad para vivir «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. Este nihilismo pienso que sea el desafío más comprometedor que debemos afrontar. De aquí nace la centralidad –y la fuerte tensión–, en todos los ámbitos de la moderna cuestión social, de la relación entre técnica y ética. Hoy, con respecto al pasado reciente, se discute mucho más de cuestiones éticas y, sobre todo, se discute mucho más de la relación entre técnica y ética. Este hecho se debe a la potencia de la técnica, pero sobre todo, a sus múltiples intentos de liberarse de la ética en modo total, transformando al hombre de «proyecto» en «proyectado». Desde mi punto de vista, pienso que el proceso de globalización interpretado sólo en sentido técnico ha contribuido a abrir espacios en los que la técnica busca afirmarse como absoluta. Al respecto piénsese por ejemplo en una concepción técnica de la política; en la laicidad entendida como neutralidad, sin valores ni absolutos; en la democracia entendida como mero procedimiento; en la financiarización de la economía, y vemos los resultados; en la visión relativista de las culturas, en la tecnificación del derecho y de los derechos humanos; en la visión autómata y únicamente estructural del desarrollo. Incluso el terrorismo y el crimen globalmente organizado, responden, en el fondo, al mismo esquema de la omnipotencia del hacer (3).

Pero con este razonamiento nos hemos dado cuenta que de la globalización hemos pasado al globalismo. Habíamos iniciando reconociendo que sobre el plano de la experiencia empírica el mecanismo desencadenante de la globalización ha sido la técnica y hemos concluido constatando que la absolutización de la técnica –o «nihilismo de la técnica»– representa hoy la forma más insidiosa de globalismo, o sea de ideología aplicada a la globalización. Animada por este principio, la globalización puede ser fuente de anulación de valores y tradiciones y causa de mortificación para el hombre. La técnica no puede crear comunidad, y el nihilismo de la técnica puede sin duda corroer la comunión e impedir un encuentro real entre personas y pueblos. La técnica puede hacernos más cercanos, pero no más unidos. Por esto decía al inicio que la técnica corre el peligro también de esconder y hasta de anular el significado profundo, auténticamente humano, de la dimensión universal de la familia humana.

La Iglesia y la globalización

La Iglesia no se interesa de la globalización para proponer un análisis propiamente sociológico o hipótesis de soluciones económicas o jurídicas. Ella lo hace para recordar que lo que se encuentra en juego es el bien esencial del hombre: la construcción de una verdadera comunidad mundial de hombres hermanos. La globalización es para la globalidad. En el significado plenamente humanístico y cristiano del concepto de globalidad está lo específico de la aportación del Magisterio de la Iglesia. Esto nos ayuda a contrarrestar o impedir el globalismo, que como afirmé antes es la ideología o ideologías que se disputan la dirección que hay que dar a la globalización. La interpretación errónea de la globalización pueden evitarse si al centro del análisis del fenómeno se pone al hombre. De la centralidad dada al hombre se deriva la tendencia a la inclusión universal, a la globalización de la responsabilidad y a la percepción de la complejidad. Ya que el hombre que la Iglesia defiende es el hombre concreto y no el abstracto de las ideologías, de la centralidad que le viene dada al hombre se derivan, en primer lugar, la atención a la concreta multiplicidad de las situaciones y a la consiguiente capacidad de evitar el reduccionismo ideológico en sus diversas formas.

El discurso de la Iglesia sobre la globalización se conduce a la luz de toda su doctrina social. Esta doctrina tiene un importante aspecto de historicidad, pero que al derivarse del mensaje de Cristo –el mismo ayer, hoy y siempre –, está en grado de «ver» también más allá de las contingencias históricas. Por este motivo la doctrina social de la Iglesia ha sido siempre capaz, por ejemplo, de ver la unidad de la familia humana, haciendo tesoro de la Revelación; incluso cuando la situación histórica no permitía ir más allá de un cierto ámbito de valoración de los problemas, en las encíclicas sociales subyacía a todas las observaciones y reflexiones contingentes, la idea de un destino común para todos los hombres y de una fraternidad universal, proporcionando a los documentos pontificios un respiro que ahora la globalización permite explicitar mejor. Se puede decir que con la globalización las condiciones históricas mismas se han adecuado a la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, abierta a una perspectiva universal.

La doctrina social de la Iglesia y la globalización

Si leemos con atención el Magisterio social, se nota sin duda un aumento progresivo de las reflexiones sobre la globalización. Pienso particularmente en tres encíclicas que han marcado un avance particular en este recorrido:

La Pacem in Terris de Juan XXIII (1963). Toda su reflexión sobre la dimensión universal de la cuestión social en orden al deseo de la paz se hace a partir de la persona y tiene como base la unidad de la familia humana (cf. n. 132): «Habida cuenta de la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin sobrenatural que vincula mutuamente a todos los hombres y los llama a constituir una sola familia cristiana (n. 122). El corazón de su mensaje es de tipo antropológico – teológico.

La Populorum progressio de Pablo VI (1967), representa un notable paso adelante, su tema como es bien sabido –puesto que acabamos de celebrar su 40º Aniversario– es el desarrollo, y puede ser también considerada una encíclica sobre la globalización. partiendo del reconocimiento del hecho que «la cuestión social ha tomado una dimensión mundial» (n. 3), Pablo VI considera el desarrollo desde la perspectiva de la globalidad, indicando por primera vez la dimensión relativa a «todos» los hombres y a «todo» el hombre (cf. n. 14). Se trata de una indicación que permanecerá un ejemplo para toda la doctrina social sucesiva. Con la Populorum progressio, se inicia también un análisis particularizado de los mecanismos globales: el crédito internacional, los pactos bilaterales y multilaterales, la relación entre materias primas y productos terminados, las causas económicas de las distorsiones crecientes… La encíclica se caracteriza por una serie de propuestas a las relaciones internacionales y por la adhesión de la Iglesia al espíritu de los organismos internacionales. Se debe recordar la propuesta contenida en el n. 51, articulada y precisada en los parágrafos siguientes, de un Fondo Mundial finalizado a enmarcar las relaciones bilaterales y multilaterales en un contexto de colaboración global. Acerca de los organismos internacionales, vale la penar recordar lo que la encíclica afirma: «De todo corazón, nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta colaboración para el desarrollo, y deseamos que crezca su autoridad» (n. 78). Nótese que Pablo VI valora negativamente una gestión de la globalización no centrada suficientemente en las necesidades humanas y en la justicia, pero se augura la salida de los pueblos del aislamiento, de «acuerdos más amplios», de «programas concertados» (n. 77), en otras palabras de una «colaboración internacional a vocación mundial» (n. 78).

La Centesimus annus de Juan Pablo II (1991) no sólo adopta la expresión «economía planetaria» (n. 58), sino que realiza una reflexión sobre las novedades radicales iniciadas a partir del año 1989, al que dedica su capítulo central. El final del comunismo es un evento decisivo porque nos inserta en un mundo global, imponiéndonos repensar globalmente toda la problemática social. La caída de los sistemas comunistas no interpela sólo a las sociedades y a los regimenes de Europa oriental, sino a todos, particularmente al Occidente, cuestiona también de modo radical el concepto mismo de desarrollo. La Centesimus annus ha querido ser una nueva Rerum novarum y poner las bases para un repensamiento global de la construcción de una sociedad que, después de la caída del Muro de Berlín, se ha descubierto global. Juan Pablo II plasma también su reflexión sobre el proceso de globalización a la luz de la dignidad de la persona humana y subrayando con fuerza la centralidad del hombre. Es así que respecto a los procesos sociales y económicos, la encíclica explica el significado de esta centralidad en el contexto actual: «Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás» (n. 32). En la Encíclica se da un extraordinario realce, en relación con una economía mundial integrada, al recurso humano y a su única e irrepetible capacidad de relación significativa dentro de los límites de un país o entre países, sobre todo en el ámbito del análisis de las diversas situaciones de exclusión que golpean dramáticamente a los países más pobres del mundo: «En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos» (n. 33). Esto explica la importancia de adquirir habilidades y competencia profesional, así como formación permanente, especialmente para las personas que viven al margen de la sociedad y para las clases más desfavorecidas. A este respecto, son sobre todo las mujeres quienes, en el mundo global, llevan el peso de la pobreza material, de la exclusión social y de la marginación cultural. Quiero aclarar que la encíclica, a pesar de que alguien así lo pueda entender, no «bautiza» al sistema capitalista, o a cualquier otro sistema de organización social, económica o política: la encíclica trata de economía, pero no es un tratado de economía; habla de política, pero no es un manual de política. La encíclica es en realidad un «tratado de antropología» (4) , que reafirma el principio para juzgar cualquier sistema socioeconómico y político, es decir, la dignidad de la persona humana, de donde se deduce el criterio fundamental que debe guiar a toda institución, es decir, el servicio que debe prestar a todo el hombre y a todos los hombres, especialmente a los más pobres (5). Queda pues claro que a la Iglesia con su doctrina social «no competen tanto las expresiones organizativas concretas de la sociedad, cuanto los principios inspiradores que la deben orientar, para que ésta sea digna del hombre» (6).

El Compendio de la doctrina social de la Iglesia, presenta la globalización entre los grandes desafíos que la humanidad enfrenta hoy, y le confiere «un significado más amplio y más profundo que el simplemente económico, porque en la historia se ha abierto una nueva época, que atañe al destino de la humanidad» (n. 16).

Es evidente la presencia de los temas globales en la doctrina social de la Iglesia. Todos sus principios fundamentales encuentran el contexto más adecuado en la globalización o, para usar con mayor precisión algunas distinciones que expuse antes, en la globalidad construida por la globalización. Los principios de la doctrina social de la Iglesia están en grado de animar y orientar la globalización desde su interior y caminar con ella. Existe un vínculo muy íntimo entre globalización y doctrina social de la Iglesia cuya raíz última se puede precisar en los términos siguientes: la doctrina social, que echa sus raíces en el mensaje evangélico, posee un empuje unificador, que es el entero género humano. Un aspecto sin duda importante de la dimensión de globalidad de la doctrina social es el antropológico. Su visión cristiana del hombre es de totalidad, «al servicio de cada persona, conocida y amada en la plenitud de su vocación» (CA, 59). Esta visión mira a todo el hombre y a todos los hombres, no quiere olvidar o descuidar aspecto alguno de la vida humana. Ciertamente la globalidad de esta antropología es derivada porque la recibe de Dios. Esto es tan cierto que si se apaga o si se atenúa la referencia a Dios, también la visión del hombre sale perdiendo. Así pues, no es posible comprender al hombre cuando se considera alguno de sus aspectos sectoriales, sino hasta que se parte de la actitud que él asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios (7).

A lo largo de su Pontificado, una y otra vez, Juan Pablo II afirmó que el fundamento de la doctrina social es «la verdad sobre el hombre, revelada por Aquel mismo que conocía lo que en el hombre había (Jn 2, 25) […]. A la luz de esta verdad no es el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos procesos están ordenados al hombre y sometidos a él» (8). Pienso que este aspecto fundamental de su antropología, de su visión global del hombre, es el principal argumento para sustraer la doctrina social de la Iglesia del elenco de los globalismos, o ideologías de la globalización, para constituirse en un punto de referencia necesario para discernir y cuestionar las interpretaciones equivocadas de la globalización y dar a ésta una dirección hacia el bien común de toda la humanidad.

La globalización de la solidaridad

Juan Pablo II, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, afirmó que el desafío actual consiste en «asegurar una globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen» (n. 3). La solidaridad cristiana mira a todos, está destinada a todos, según la celebre definición de la Sollicitudo rei socialis, no es «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas», sino «la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos» (9). La encíclica la indica en una visión de reciprocidad en las relaciones, en las políticas para promover el compartir y la responsabilidad, en los planes de acción y en los criterios para coordinar los recursos a favor del bien común. La globalización vuelve todavía más evidente la perspectiva de una solidaridad universal y requiere un plan orgánico de movilización subsidiaria, concéntrica, de solidaridad.

Es posible indicar círculos concéntricos de empuje solidario, que la globalización nos pide potenciar y realizar ex novo. Muchos expertos, considerando con preocupación un cierto déficit de solidaridad en nuestras sociedades y la incapacidad –o imposibilidad– del Estado de promoverla adecuadamente, vuelven a poner muchas esperanzas en los recursos solidarios de la sociedad civil y en la capacidad que ésta posee de crear relaciones antes que sean absorbidas por la lógica económica del mercado y de la política del estado. Éste es un primer nivel de solidaridad que se debe potenciar, primero al interno de las naciones, porque la globalización produce un pluralismo social que el estado no está en grado de uniformar. Luego a nivel de la sociedad civil internacional. La tolerancia puede producir indiferencia, pero eso no sucede si valores morales compartidos emergen de la participación desde abajo, expresada en las formas de cooperación. En la comunidad internacional, dado que se procede hacia formas de autoridad política mundial, es paralelamente necesario que nazcan también una opinión pública madura y una sociedad civil internacional. En este marco es bien vista la cooperación entre las Agencias internacionales y las Organizaciones no gubernamentales, pero con la condición que éstas no busquen imponer visiones ideológicas o modelos de vida compartidos por segmentos particulares de las sociedades ricas como sucede, por ejemplo, en los ámbitos de la vida y de la familia, con la así llamada “salud reproductiva”.

Juan Pablo II, hablando sobre el respeto de los derechos humanos, indicó que todas las declaraciones de defensa de los derechos humanos resultan contradictorias si se legitiman atentados contra la vida humana, el Papa se pregunta en la Evangelium vitae «¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de “con-vivientes” a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?» (n. 18). La Santa Sede siempre ha considerado todo esto formas nuevas de colonialismo cultural y eugenésico inaceptables para los países pobres. Así pues, el Magisterio social de la Iglesia señala dos puntos débiles preocupantes para el gobierno de la globalización: el particularismo ideológico de los sujetos de la sociedad civil internacional y la escasa convicción por parte de la ONU de estar al servicio del bien común objetivo de la humanidad.

Otros círculos concéntricos de la solidaridad están constituidos precisamente por la movilización en la defensa de los derechos humanos y la promoción del desarrollo. La globalización ha producido sin duda una ampliación de la idea misma de derechos humanos, haciendo emerger nuevos “derechos de los pueblos” al lado de aquellos personales o familiares y, sobre todo, poniendo en escena derechos de nueva generación, como por ejemplo los vinculados con la biodiversidad, los derechos de los agricultores y ganaderos indígenas, frente a la patentación del patrimonio genético por ellos sapientemente cultivado a través de los años, y el derecho a conservar el propio patrimonio cultural y los estilos de vida heredados de sus tradiciones. Piénsese también en los derechos vinculados con la información: mientras que en las sociedades económicamente avanzadas se debate sobre el derecho a la privacy de los datos personales, en las sociedades pobres se lucha todavía por el derecho a un acceso mínimo a la salud, a la instrucción y a la información. Debe evitarse la fractura entre derechos humanos “avanzados” o de nueva generación, propios de los países opulentos, y los derechos mínimos todavía insatisfechos en los países de la indigencia. Juan Pablo II, al respecto, pronunciaba las siguientes palabras:«La persistencia de la pobreza extrema, que contrasta con la opulencia de una parte de las poblaciones, en un mundo que se distingue por grandes avances humanistas y científicos, constituye un verdadero escándalo, una de esas situaciones que obstaculizan gravemente el pleno ejercicio de los derechos humanos en el momento actual» (10). Una solidaridad conforme a la era de la globalización requiere tanto una consideración adecuada de los nuevos derechos que la globalidad hace emerger, como un compromiso incesante a favor del desarrollo.

Un tercer círculo concéntrico de la solidaridad, es el constituido por la solidaridad entre las generaciones. Ésta requiere que, en la planificación global, se aplique el criterio del destino universal de los bienes, ya que es ilícito bajo el perfil moral y contraproducente en el ámbito económico descargar los costos actuales sobre las futuras generaciones. Este comportamiento es inmoral porque no se asume las responsabilidades debidas y es contraproducente desde el punto de vista económico ya que la corrección de los daños es más dispendiosa que la prevención. Es claro que el criterio del destino universal de los bienes se aplica sobre todo – aunque no exclusivamente – en el ámbito de los recursos de la tierra y de la salvaguardia de la creación, un sector que se ha vuelto particularmente delicado a causa de la globalización. El aire y el agua, la biodiversidad y el medio ambiente son bienes comunes no sólo para los actuales habitantes de la tierra, sino también para las próximas generaciones.

Las rápidas consideraciones hechas a propósito de estos tres círculos concéntricos, ponen en evidencia que la globalización de la solidaridad es necesaria y posible, a la vez que impelente e impostergable debido a la globalización misma en acto, por lo tanto es urgente traducirla en mecanismos capaces de orientar la globalización hacia una justa dirección. La solidaridad, como la propone la Iglesia, es capaz de ello, es decir, es capaz de darle un rostro humano a la globalización, porque este principio, como el resto de los principios de la doctrina social de la Iglesia tiene su fundamento en una de las verdades más profundas sobre el hombre, aquella según la cual somos una sola familia humana. Porque todos tenemos el mismo origen y participamos de la misma herencia, todos tenemos la misma dignidad y los mismos derechos fundamentales e inalienables (11). Los derechos humanos son inherentes. No son concesión del Estado o de una organización mundial. Nacemos con ellos a causa de la dignidad que el ser humano tiene por ser hijo de Dios. La raíz de la solidaridad auténtica que se debe actuar, y que sobre todo los gobiernos deben promover en sus políticas y programas para proteger la dignidad y los derechos humanos fundamentales de toda persona o grupo de personas, especialmente de los más débiles, es la igualdad fundamental de todos los seres humanos (12). El reconocimiento de esta verdad impulsa y ayuda a mirar y fortalecer los valores comunes para construir relaciones sociales más justas y fraternas. Lo que frena esta globalización de la solidaridad no es otra cosa que la ignorancia o negación de la verdad profunda que proclama la igualdad fundamental y dignidad de todos los ciudadanos del mundo.

Muchas gracias.

RENATO RAFFAELE CARD. MARTINO
Presidente del Pontificio Consejo «Justicia y Paz» y del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes


NOTAS A PIE

(1) Una primera formulación del concepto fue dada por el sociólogo inglés Anthony GIDDENS: Lo stato nazione e la violenza, 1985; Sociologia, 1989. Giddens, teórico de la globalización de la vida social, ha estudiado las transformaciones de la vida cotidiana que acompañan a las tendencias globalizantes de las instituciones modernas (Las consecuencias de la modernidad, 1991; Modernidad e identidad, 1991), analizando también desde esta perspectiva la revolución sexual (La trasformazione della intimità, 1992). Las recíprocas interrelaciones entre las diferentes partes del planeta, desarrolladas a partir de diversos procesos y de naturaleza desigual y fragmentada, no han logrado, según Giddens, ni una integración política ni una reducción de las desigualdades internacionales respecto a la riqueza y al poder (Sociología, 1989; Las consecuencias de la modernidad, 1991). En oposición a Giddens, R. Robertson no sustenta que la globalización sea una consecuencia directa de la modernidad: aunque el concepto se haya difundido solamente a partir de los años ochenta, él sostiene que es más correcto referirlo a procesos que se han desarrollado por siglos y han proseguido hasta nuestros días (Globalización, 1992). En este sentido la obra de I. Wallerstein (al que Giddens le reprochará dedicar una atención casi exclusiva a los factores económicos) sobre el desarrollo de un sistema mundial a partir del siglo XVI puede ser considerada como una historia comprensiva del proceso de globalización: Los orígenes de la la economía mundial en el siglo XVI, 1974; El sistema mundial de la economía moderna, 1979. La competencia entre las grandes potencias, la innovación tecnológica y su difusión, la internacionalización de la producción y del cambio, la modernización, los efectos de los procesos de globalización y su influjo sobre la política de fin de siglo han sido objeto de análisis para A.G. McGrew y P.G. Lewis (Política global, 1992).
(2) Cf. «il Regno - documentazione», n. 969, 1° maggio 2005, pp. 214 – 219. El texto ha sido retomado y publicado en varios lugares, por ejemplo: J. RATZINGER, L’Europa di Benedetto, Cantagalli, Siena 2005; «Communio. Rivista internazionale di teologia», n. 200, marzo – aprile 2005.
(3) Los fuertes reclamos de Juan Pablo II sobre el tema del terrorismo, contenidos en los Mensajes para la Jornada Mundial de la Paz del 1º de enero de 2002 y 2003, hacen surgir precisamente el aspecto del nihilismo. Algunas reflexiones al respecto son propuestas en: G. CREPLADI, Chiesa e diritti umani: percorsi, «Alpha e Omega» VI (2003) 2, pp. 163-176.
(4) S. BERNAL RESTREPO, S.J., El Magisterio social de Juan Pablo II, IMDOSOC, p. 92.
(5) Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL NORTEAMERICANA, Justicia económica para todos, 13. 24, PPC, Madrid, 1987, pp. 13, 36; GS 64.
(6) JUAN PABLO II, Discurso al mundo de la cultura, Letonia, 9 de septiembre de 1993, 6.
(7) Cf. PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 34. 46 – 47; ver también Gaudium et spes, 22.
(8) Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, 28 de enero de 1979, I/ 9.
(9) SRS, 38.
(10) JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso mundial sobre la pastoral de los derechos humanos, Ciudad del Vaticano, 4 de julio de 1998, 4.
(11) Cf. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, 1 – 2: AAS 79 (1987) 45 – 47.
(12) Cf. JUAN PABLO II, Discurso al nuevo Embajador de Estados Unidos ante la Santa Sede, Ciudad del Vaticano, 8 de enero de 1987: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/1 (1987) 56 – 59.



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