Homilía Te Deum 1998
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Homilía Te Deum 1998

\"Un Nuevo Espíritu\" Homilía del Arzobispo de Santiago, Monseñor Francisco Javier Errázuriz, en el Te Deum de Fiestas Patrias, Catedral Metropolitana, 18 de Septiembre de 1998

Fecha: Viernes 18 de Septiembre de 1998
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Monseñor Francisco Javier Errázuriz Ossa

Te Deum laudamus, te Dominun confitemur, te eternum Patrem omnis terra veneratur : a ti, Dios, te alabamos, a Ti te proclamamos Señor; a Ti toda la tierra te venera como Padre eterno.

1. Las primeras palabras del Te Deum, antiquísimo himno litúrgico, sintetizan admirablemente las razones que hoy nos convocan a este lugar, y los bienes que esperamos de esta solemne celebración.

Hemos venido ante todo para alabar a Dios. Nuestra alabanza es un elogio, un reconocimiento admirando y agradecido de la bondad de su ser, y de la sabiduría y belleza de sus obras y de sus caminos. Así lo hemos experimentado, desde los inicios, en nuestra historia patria. Y por eso el primer pensamiento y primer gesto de los representantes de la Nación, cuando llega el 18 de septiembre, es acercarse a esta casa de Dios con ánimo agradecido, para conversar con Él.

¡Son tantos los motivos de gratitud por los cuales tienen necesidad de alabarlo, y son tantos los proyectos y las esperanzas que quieren confiarle! De Él esperan la energía y la generosidad para realizarlos, como también los dones de la sabiduría, la prudencia y el olvido de sí mismos que necesitan para desvivirse a favor de los demás. Por sobre todo imploran la gracia de mirar a la Patria y a cada uno de sus ciudadanos desde los ojos de Dios, y de amarla y servirla, desde su corazón.

Los fundadores de la Patria así lo hicieron, y su ejemplo perduró entre nosotros. Sabían, por fe y experiencia, que el don de la libertad y de la comunidad fraterna, la gracia de la victoria y de la esperanza eran pura benevolencia del gratuito amor de Dios. Por cierto, como instrumentos humanos, aportaron su inteligencia, su prudencia, su generosidad hasta el heroísmo; pero también esas virtudes fueron inspiradas y tuvieron tanto fruto por la gracia de Dios.

Nuestra presencia hoy en este lugar, y nuestra oración de alabanza a Dios ante la imagen de Nuestra Señora del Carmen, son un tributo a la memoria de los Padres de la Patria, y un signo de nuestra fidelidad a su legado espiritual: también la Patria, también la Patria se construye desde Dios. Es más obra de Dios que de nuestra limitada visión y fuerza humana. <>. Esta gran afirmación bíblica vale también de la Patria. Y el Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esa casa, si ha de resistir los embates de la naturaleza y del tiempo, debe construirse sobre roca; sobre esa roca que es la Palabra del Señor.

II Por eso nuestra gratitud como cristianos se remonta también hasta la actividad misionera de tantos mensajeros del Evangelio, que nos trajeron la Buena Noticia del amor del Padre, que envío a su propio Hijo para poner un nuevo comienzo a la Historia. Es el gran acontecimiento que celebramos el año 2000, y que sella nuestra historia en un antes y un después de Cristo.

Así quiso el Padre de los cielos acercarnos a Cristo en el Espíritu Santo, para que lo reconozcamos como el Primogénito de entre muchos hermanos. Por Él recibimos la gracia de ser predestinados a reproducir su imagen y a vivir así conforme a su ejemplo.
La gratitud por la Patria se une así a la acción de gracias por Jesucristo. Por Él nuestra convivencia reconoce como alma de su patrimonio cultural los valores humanos más nobles, tanto los que atañen a la dignidad y a la misión de los hijos de Dios, como los que se refieren a la familia y a la vida social. Así, la acción de gracias a Dios por nuestra Patria tiene una de sus expresiones más profundas en la gratitud por la riqueza y la trascendencia de los valores y de las dimensiones espirituales la cohesionan y la proyectan hacia nuevos tiempos. En efecto, la pasión por la verdad, la libertad, la comunión de bienes, corazones y destinos, encontró en el Evangelio su roca más firme y su expresión más sublime. También nuestra vocación a la fraternidad, cuyo origen y cuya medida es la paternidad de Dios. Por obra de Jesús, y animados por el ejemplo de su Sma. Madre, lo seguiremos invocando como <>, dador del pan de vida y de la paz.

III Nuestra acción de gracias se eleva al Señor de la Historia, porque su sabiduría y providencia se manifiestan en nuestra historia nacional. Cuando leemos en ese libro abierto, encontramos tantos destellos divinos, entre esperanzas y realizaciones nuestras, no exentas de conflictos, limitaciones y errores. Estos últimos a veces nos desconciertan. Pero con la distancia del tiempo, también nosotros podemos hacer nuestras las palabras inspiradas del apóstol Pablo: “Sabemos que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que Él ha llamado según sus planes”. Todo confirmará y completará San Agustín: incluso el pecado.

Sí, también de nuestro pecado Dios Padre sabe sacar ocasión y energía para ponernos de pie y enderezar nuestros pasos hacia la verdad. Lo comprobamos así, cuando miramos en la fe nuestra historia, también el período más reciente de la misma.

Hace pocos días, en la Misa por la unidad nacional que celebramos en el Santuario de Nuestra Señora del Carmen en Maipú, intentábamos una lectura de esos decenios. Nos permitimos tocar, con hondo respeto, las llagas de nuestro dolor. Pero lo hicimos no sólo por amor a todos los que sufren, a nuestra Patria y a la verdad, sino para extraer de esas llagas un aliento de esperanza: el reencuentro con nuestro camino y nuestra paz, que es Jesucristo Reconciliado.

Y este es uno de los grandes bienes que hoy venimos a agradecer e implorar con renovada fe. El tiempo y el dolor han madurado en nosotros la conciencia de que el respeto a la vida, a la dignidad y los derechos del hombre, cuyo fundamento y seguro es la obediencia filial a los mandamientos de Dios, es el único camino de esperanza y paz.

Nuestros dirigentes políticos y nuestras Fuerzas Armadas y de Orden han sabido, en efecto, interpretar el anhelo de la comunidad nacional, impulsando un retorno a la convivencia democrática sin brotes perturbadores de violencia. Todos valoran, además, la colaboración que ellas están prestando en el esclarecimiento de hechos dolorosos, cuyas heridas no terminaban de cerrarse. Cabe destacar asimismo la noble actitud que han tenido, ya antes de la decisión del Senado, de alejar de la memoria anual del 11 de septiembre, lo que pudiera dividir a los chilenos, poniendo en primer plano el recuerdo de los caídos y la oración por ellos y por la Patria.

El recuerdo de las personas que echamos de menos permanece, por cierto, y ha de permanecer en la memoria nacional. No para cultivar rencores que dividen, sino para hacer fecundo el dolor de su pérdida, y estimularnos a orar y a vigilar para que toda conmemoración de nuestros días patrios sea siempre una confesión de nuestra fragilidad y de nuestra grandeza, y una feliz celebración de la libertad y de la vida, de la justicia y de la paz.

En esta solemne ocasión siento mi deber destacar y agradecer todas las iniciativas que concurren a la unidad nacional: ellas honran y enaltecen a quienes la hacen posible, a veces con no pocos sacrificio pero por esa vocación superior que late en su espíritu: la de ser constructores de la fraternidad.

IV Por estos días de septiembre se habla con frecuencia de gestos de reconciliación. Pero los gestos o son manifestación y fruto de sinceras convicciones y actitudes, o son flores de un día. Para abordar el desafío de la unidad nacional y para iniciar el tercer milenio, necesitamos de un espíritu nuevo. Será él quien nos incline a tratar a cada persona con confianza, con justicia y misericordia, como se trata a un hermano. Por lo demás. Éste es el espíritu capaz de superar todas las formas de división y violencia, en las familias y en las calle, y las amenazas de desempleo; como también de dar solución a los desafíos que provienen de nuestras etnias, de las situaciones de pobreza, de la reforma del sistema judicial, educacional y sanitario, y de tantos otros desafíos de nuestra sociedad.

Para abordar estas tareas en profundidad, necesitamos de un espíritu nuevo, que sea obra del Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Él puede purificar con fuego nuestras almas y dar su aliento de vida al tejido de nuestras almas. En este año consagrado de modo especial al Espíritu vivificante, elevamos desde aquí, unidos a Nuestra Señora del Cenáculo, una plegaria vigorosa y unánime, para que Él ponga en nuestros labios el lenguaje que nos permita comprendernos en un mismo idioma. Al hacernos clamar, Abba Padre, Él nos hace recordar y comprender esa verdad que nos hace libres: cada hombre y cada mujer, cada anciano, cada joven y cada niño posee la asombrosa dignidad, la inviolable nobleza de ser hijo de Dios. De esa certeza fluyen la oración y el servicio, el respeto y la justicia, el diálogo y el perdón, la participación y la solidaridad, la abnegación y la generosidad, la búsqueda en común de la verdad y la gratitud, la contemplación y la paz. Por el contrario, ¡cómo destruyen ese espíritu nuevo que necesitamos, la falsedad, la indeferencia, el egoísmo, la ofensa, la opresión y la violencia! Por eso, desde ya alabamos al Espíritu de Jesús por su obra silenciosa, con la cual suscita el compromiso de innumerables personas, que en los diferentes ámbitos de la vida nacional –en la política y la educación, en el arte y en la empresa, en los campos y en el deporte, en las comunas y las familias- quieren colaborar fraternalmente, siguiendo el ejemplo de Jesús, que no vino a ser servido sino a servir.

V. No podemos dejarnos amedrentar por los que prefieren mantener, en distintos campos de nuestra vida, la división, y aún alimentar la violencia. Una y otra vez han de encontrar un eco generoso en nuestro corazón las palabras del Santo Padre el día de la beatificación de Sor Teresa de Los Andes, cuando proclamó con fuego inolvidable: ¡el Amor es más fuerte!

1. Así lo siente nuestra Patria: el amor a Dios y a los hombres es capaz de superar todo lo que obstaculiza el cumplimiento de nuestra esperanza. Por eso, en ese mismo espíritu de alabanza y solidaridad deseo saludar a agradecer a todas las iglesias y comunidades religiosas que nos honran con su compañía y concelebran esta fiesta de fe y plegaría por la Patria.

Sabemos de sus esfuerzos por satisfacer la sed de Dios y el hambre de la Palabra divina que felizmente caracteriza a nuestro pueblo. A todas las sentimos y queremos hermanas. La súplica de Cristo: que sean uno en el amor, es para nosotros un testamento que nos compromete, y urge a superar las divisiones y a dar prueba de credibilidad en Dios que es la unidad de sus hijos. Esa unidad se la debemos a Cristo, que oró y y murió por ella. Se la debemos también a nuestro pueblo, que quiere vivir cerca de Dios, y espera encontrar en nosotros esas respuestas y esos alientos de vida que sólo la fe le puede brindar. También hay elevamos nuestra plegaria para que en un futuro cercano, pueda aprobarse la ley que reconoce su personalidad jurídica a todos los credos religiosos de la República, y les conceda la autonomía y las facultades necesarias para desarrollar, generosa y públicamente, su servicio a la libertad de conciencia y a las manifestaciones de su fe.

2. Nuestra celebración transcurre en medio de preocupaciones por nuestro bienestar económico. Se han sucedido las dificultades. Las climáticas han afectado a los agricultores y a los industriales y artesanos de la pesca, como también el abastecimiento de agua y energía. La crisis internacional ha afectado también a nuestro sistema económico. Ha llegado cuando crecía el gasto y el endeudamiento. La incertidumbre sobre la duración y magnitud, provoca reacciones de temor y alarma.

Esta realidad es un gran desafío que reclama actitudes solidarias y una revisión de nuestra manera de vivir. Solidaridad en la búsqueda participativa de soluciones, en bien del progreso del país y para compartir con equidad los sacrificios. Solidaridad que piensa también y primero en el otro. Es hora de mirar a la empresa como comunidad de personas y de familias, más que como unidad económica, valorando más la conservación de las fuentes de trabajo que las utilidades del capital. Es la hora en que el trabajador debe cuidar a su empresa, y los jefes buscar soluciones en bien de los trabajadores. Hay que superar el desaliento y el temor. Con la ayuda de Dios y con los recursos humanos que Él nos ha dado, hemos tenido éxito en situaciones más difíciles. Unamos nuestras iniciativas para conseguirlo ahora.

Pero más allá de la búsqueda de consensos para superar la crisis, y de las medidas oportunas que tome la autoridad para crear un clima de confianza y favorecer la competitividad de nuestros productos, esta amenaza la búsqueda del bienestar, privilegiando su dimensión económica, nos invita a redefinir nuestros valores y estilo de vida. Podemos comprender mejor los beneficios de la austeridad, la simplicidad, y el desprendimiento interior en el uso de los bienes. Es tiempo de volver a las virtudes amenazadas por un afán egoísta de bienestar: al hábito de compartir lo útil y lo necesario y de vivir con sobriedad, de ahorrar y gastar con prudencia. Es tiempo de reaprender el valor y destino social de los bienes que Dios nos ha confiado. Tiempo de privaciones, para no dejar de pagar la deuda más importante que tenemos mutuamente, que es la de amarnos los unos a los otros, practicando la justicia y la misericordia.

3. Nuestra última palabra de gratitud a Dios, que sea por nuestra juventud. En los jóvenes tenemos cifradas nuestras mayores esperanzas, y son muchos los signos provisores que de ellos provienen. Aunque las noticias destaquen hechos negativos, protagonizados por jóvenes, en la realidad sobreabundan y prevalecen sus gestos de nobleza y generosidad.

Sabemos de centenares y miles de jóvenes, profesionales y estudiantes, que más allá de sus obligaciones diarias se comprometen en actividades de servicio con un alto grado de exigencia y absoluta gratuidad. Algunos lo hacen en el plano profesional, otros en acciones solidarias, en verano y en invierno, en beneficio de los más marginados y de las regiones más pobres del país, otros en trabajos misioneros, anunciando el Evangelio. Son miles los que responden, con excepcional entusiasmo, cuando son convocados a manifestar su fe en peregrinaciones o celebraciones religiosas. Jóvenes chilenos están preparando con gran responsabilidad el Encuentro Continental que convocó el Santo Padre, y se preparan para acoger a fines de año a los participantes en el décimo noveno Jamboree mundial del Scoutismo. No ha duda: conservan como algo muy querido esa sensibilidad por los grandes valores, ese entusiasmo por lo divino y por lo humano, esa actitud de solidaridad y misericordia con los más pobres y desvalidos, que desde siempre han cautivado el corazón de Cristo. Si los adultos no los encontramos en ciertos ámbitos de nuestro quehacer nacional, y a veces pensamos que ellos no asumen su responsabilidad por el bien común ¿no ocurrirá más bien que no hemos llegado a descubrir las responsabilidades que ellos verdaderamente asumen para construir la fraternidad?

Lejos de desconfiar de ellos, los queremos ya corresponsables en la construcción de nuestro destino. Queremos compartir con ellos sus sueños: una visión de país para el próximo milenio, en la cual la convivencia sea un espacio rico en valores, favorable a la vida y a la creatividad, al compromiso religioso y social, a la vida familiar y a la alegría. Si no favorecemos esta visión, que brota de nuestra identidad cultural y responsable a los desafíos de nuestros tiempos, no debe extrañarnos el desinterés de nuestra juventud por un país valóricamente neutro y amenazado, que no concita su interés ni integra suficientemente su idealismo y generosidad. Abramos espacios de participación para interpretar y vivir los grandes sueños, las profundas y sólidas verdades de que se alimenta un corazón joven. Razón de más para que, ahora y siempre, se eleve nuestra gratitud a Dios e invoquemos al Espíritu Santo, verdadero artífice de la juventud del alma.
A ti, Dios, te alabamos. A ti te proclamamos en la celebración de nuestras Fiestas Patrias como el único Señor. A Ti, todo tu pueblo chileno te venera como Padre, cuyo amor es fiel y perdurable. Amén.

† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago


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