Una lámpara puesta en alto
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Una lámpara puesta en alto

Fecha: Jueves 21 de Agosto de 2008
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Jaime Coiro C.

Exposición en el Seminario
“Comunicaciones e Iglesia: gestión y nuevos lenguajes”
Casa Central UC, 21 de agosto de 2008

Jaime Coiro C. (1)


“No se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón,
sino que se la pone sobre el candelero
para que ilumine a todos los que están en la casa” (Mt 5,15)


Soy un agradecido de Dios. Me parece propicio destinar mis primeras palabras al Padre de bondad que nos regala la vida y nos ofrece la posibilidad de poner en común, de hacer comunión, de comunicar.

De niño me sorprendía la antífona del salmo 136: “que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de Ti, Señor” (2). Una tarde de invierno en mi amado pueblo de Santa María, en San Felipe, aún convaleciente de una gripe, el tibio sol me animó a levantarme y tomar aire. Tenía unos diez años entonces. Pero algo pasó con mi sistema nervioso que la cabeza empezó a presionar hacia atrás y la lengua poco a poco se fue recogiendo. Esa noche recé con susto y desconcierto, porque contra mi voluntad la lengua, literalmente, se me pegaba al paladar. No me volvió a ocurrir un episodio de esa naturaleza, a Dios gracias, pero estoy seguro que desde esa tarde aprecio más lo valioso y lo bello que es acordarse siempre del Señor.

Y lo hago hoy, porque creo que proclamar mi fe en Cristo me dignifica y me engrandece. Prefiero no darlo por sentado o por obvio. No está de más nunca decirlo y explicitarlo, por católicos que sean los salones, los auditorios y las oficinas, como tampoco está de más abrazar al amigo que uno ve todos los días. Pareciera una paradoja: en la Iglesia se trabaja bastante, los obreros son pocos, la mies es mucha y lamentablemente a veces se termina la jornada echando de menos hablar de Dios.

Comunicación en Misión

Este Seminario se realiza en un momento de especial trascendencia para la Iglesia: el domingo recién pasado se ha dado comienzo en América Latina y el Caribe a una Misión Continental (3) que busca suscitar en cada uno de los católicos, y en nuestras comunidades, una verdadera conversión personal, pastoral y eclesial, que nos impulse a anunciar a todos, especialmente a los más alejados de la Iglesia, nuestra propia experiencia de encontrarnos con el Señor, a través de un testimonio que brote por “desborde de gratitud y alegría” (4). Dicho de otro modo, nuestra Iglesia se lanza en un gigantesco proyecto comunicativo.

Y lo hace en diálogo con las culturas, en pleno reconocimiento de la realidad que vivimos, un contexto que el profesor Calderón ha caracterizado muy claramente y que, por cierto, constituye un desafío hermoso en la evangelización.

¿En qué topamos, entonces, si es tan claro el panorama, tan potente el mensaje, tan hermoso el desafío? ¿Cuáles son nuestras fortalezas? ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Qué debiéramos acentuar o revertir? Y como en este Mes solidario hemos subrayado que “escuchar hace bien”, permítanme explorar algunos elementos que, en mi opinión, ayudan a explicar el desenvolvimiento de las Comunicaciones en la Iglesia, particularmente en situaciones de controversia. Lo planteo a partir de mi humilde experiencia de católico formado en una familia cristiana, en una pastoral de parroquia, en una diócesis rural, en una universidad católica (ésta que nos convoca), y en una de las mejores escuelas de comunicación: la radio.

En este tiempo de servicio en las comunicaciones públicas de la Conferencia Episcopal de Chile, he podido percibir que la procedencia, la cuna, no es un detalle en el trabajo profesional de los periodistas que trabajan en la Iglesia. Porque las capacidades no se reducen a una cuestión tan simple como saber o aprender a manejar los lenguajes “técnicos” del ámbito teológico y canónico (para eso en unas pocas horas se puede estudiar el Glosario Eclesiástico para Periodistas en Iglesia.cl (5)). No es tampoco cuestión de vínculos, de amistades ni redes sociales. Vivir la Iglesia desde adentro es más que asistir a Misa dominical y saber el nombre del párroco. Cuando un profesional que presta sus servicios a la Iglesia ha vivido una experiencia comunitaria en parroquia, en pastorales ambientales, en vicarías, en movimientos, créanme que se nota, y en el ámbito específico de las Comunicaciones, esa vivencia constituye un sello especialmente significativo.

Iglesia en primera persona

En la actitud de la Iglesia en cuanto a su forma de mirar la sociedad, las culturas, los procesos de cambio, los avances tecnológicos, hay un aspecto básico que también se manifiesta en la manera de comunicar su palabra y su misión: es el acto en que asumimos nuestra identidad de Iglesia. Lo afirmo en primera persona porque así lo aprendí de niño en mi parroquia: “yo soy la Iglesia, somos la Iglesia del Señor”. No puedo ocultar que me sigue causando algo de extrañeza cuando hermanos católicos hablan de la Iglesia desde la vereda del frente, en una cómoda tercera persona que permite tomar distancia o cercanía según lo políticamente correcto en determinada coyuntura o conforme a los puntos del rating. Más extrañeza me causa cuando estas referencias a la Iglesia en tercera persona provienen de sacerdotes, personas consagradas y comprometidas.

En un contexto donde la cultura de la controversia es un dato de la realidad, asumir una identidad de Iglesia es un paso indispensable para que los aportes y las propuestas cristianas y católicas frente a los grandes temas que la sociedad se cuestiona, sean verdaderamente algo más que saludos a la bandera o manifestación de buenas intenciones. Ello exige personas preparadas, personas dispuestas, abiertas a un diálogo fraterno desde la íntima convicción que brota de esta identidad. Por eso es que cuando algún consagrado me pide expresamente que sus declaraciones no sean publicadas en los medios como “opinión de la Iglesia”, lo interpreto como una clara señal de que ha llegado el minuto de cambiar el vocero.

Una experiencia de comunión

Ya en las páginas del Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles podemos constatar que los modos particulares de seguir a Jesucristo, si bien son conducidos por un mismo Espíritu y encaminados hacia una misma meta (el Reino de Dios), son en sí diversos, lo mismo que los modos de anunciarlo. Entre los discípulos misioneros hay una diversidad de dones que es una riqueza (6). La vivencia de Aparecida, de la primera Asamblea Eclesial en Chile, fueron muestras de este regalo de Dios que nos permite, a cada uno, aportar desde su propio carisma, a la construcción del Reino, al anuncio del Evangelio. No es casualidad que tanto en Aparecida como en nuestra Asamblea nacional los participantes se hayan sentido protagonistas de un “nuevo Pentecostés”. Algunas veces se nos propone el camino fácil de la mirada única que no admite tonalidades, que excluye los matices y que aplaca los disensos. Por momentos los comunicadores nos sentimos atrapados en esa vía fácil. No es el estilo de Jesús, no es la Iglesia de Jesús.

En este plano siento el deber de mencionar un obstáculo recurrente en nuestro servicio, y es que en la Iglesia resulta predominante una concepción restringida del ámbito de las Comunicaciones, reducido éste a la simple tarea de difundir informaciones y actividades, al ejercicio unilateral de la producción y multiplicación de mensajes; en suma, a una función de parlantes y amplificadores, que bien podría traducirse hoy a comunicados de prensa, a sitios Web y boletines, a la presencia pública del discurso de la Iglesia.

La riqueza del Magisterio universal sitúa a la Comunicación en un campo mucho más abierto y rico en profundidad, y lo hace a partir de la Comunión-Comunicación que existe en la Santísima Trinidad (7), y que se expresa en Palabra-Verbo en la persona de Cristo, perfecto comunicador (8). Se entiende así el servicio de las Comunicaciones en el horizonte de la comunión eclesial, del diálogo con las culturas; en otras palabras, en la perspectiva del encuentro entre personas, entre los grupos sociales, entre las personas y la Trascendencia.

En el reconocimiento del otro, en su dignificación, en los procesos de donarse y de poner en común nuestro interior en interrelación con un igual, con un hermano, en ese proceso se sustenta la concepción cristiana genuina del fenómeno y de los procesos comunicativos.

Por eso es que quizás nuestras mayores dificultades comunicacionales en la Iglesia no se sitúan tanto en los ámbitos propios de las comunicaciones públicas, ni su responsabilidad descansa tanto en los agentes comunicadores. Permítanme citar, al respecto, parte del Aporte del Área de Comunicaciones de la Conferencia Episcopal en el proceso de elaboración de las actuales Orientaciones Pastorales. Decía el Informe:

“Los principales problemas comunicacionales de la Iglesia no se relacionan con malas políticas, ni con bajas coberturas, ni con grandes crisis. Los mayores conflictos se sitúan en el ámbito de la pequeña comunidad, en la parroquia, y particularmente corresponden a la creciente dificultad de las personas de la Iglesia -sacerdotes, agentes evangelizadores, responsables pastorales, funcionarios- para relacionarse con otras personas en un modo coherente con el Evangelio del Amor que predican.

Y agregaba el informe:

“Los mayores escándalos y motivos de frustración o alejamiento de los fieles no se originan en declaraciones de Obispos ni en denuncias públicas, sino en actitudes y estilos ajenos a la comunión que se aprecian en párrocos, religiosos, laicos, secretarias, funcionarios parroquiales, animadores de comunidades. En varias diócesis los comunicadores perciben un serio deterioro en las relaciones interpersonales al interior de los núcleos eclesiales, lo que impacta por lo mismo en la comunión de los fieles. También se aprecian distintos niveles de crisis asociadas a la distribución de poder y responsabilidades, y que se pone en evidencia en un trato inadecuado a las personas. Ese es el gran problema comunicacional de nuestra Iglesia: nos cuesta comunicarnos en clave evangélica (9).

Este desafío es nuestro y es grande. Y en ello debemos cifrar nuestra mayor esperanza cuando la Misión Continental se propone, desde Aparecida, una renovación de la vida parroquial (10). La parroquia no puede renovarse sola por las propias; necesita la comunión eclesial, necesita de otras parroquias, de movimientos, comunidades. Cuánto ayudaría, por ejemplo, si la fecundidad de este diálogo en este Seminario, fruto de las instancias académicas y pastorales que nos convocan esta mañana, pudiera volcarse junto a la Iglesia para ayudarnos a renovar las parroquias. Transitemos desde este areópago del saber y de la ciencia, con todo este ímpetu, a ese otro areópago que se llena de vida los fines de semana, donde llegan los fieles a pedir el bautismo de sus guaguas, el adiós a sus difuntos, una palabra cercana en la angustia, el sacramento del perdón. Allí, en tu parroquia donde vives y celebras comunitariamente tu fe y donde contribuyes con tu Uno por Ciento, allí está el principal medio de comunicación de la Iglesia, y el fin de semana tenemos el momento de más alta sintonía: la mesa Eucarística. Allí mismo podemos hacer Misión los comunicadores.

La centralidad de la persona

Al menos dos tipos diferenciados de servicios a la Iglesia se dan en el ámbito de las comunicaciones: el trabajo profesional regular en una institución, en la mayoría de los casos remunerado, en otros voluntario; y los distintos niveles de asesorías. He escuchado a varias personas, casi todos ellos periodistas, aconsejar a obispos, sacerdotes y laicos responsables de instituciones de Iglesia sobre cómo hacer efectiva una mejor comunicación. Me parece que el consejo externo siempre es aire fresco para una institución, particularmente para aquellas muy habituadas a los procesos y códigos internos y a la auto-referencia. Al decir verdad, no le faltan a la Iglesia ofrecimientos de asesorías comunicacionales, con distintos fines y propósitos. Los diagnósticos abundan, las recomendaciones suelen marchar por senderos bastantes obvios, las pretensiones por incidir en el discurso eclesial, particularmente episcopal, son a veces muy elocuentes. Unas pocas diócesis del mundo han confiado sus políticas comunicacionales y su ejecución a empresas consultoras, y cuando éstas han tenido un vínculo fundante en el compromiso eclesial los resultados han sido alentadores. En la misma Conferencia Episcopal chilena durante cerca de dos años contamos con el apoyo de una empresa consultora de Comunicaciones, que fue de gran ayuda y cuyos profesionales siguen estando muy cerca nuestro.

Hago mención a este episodio porque da clara cuenta de un importante desafío para nuestro quehacer: la preponderancia de las personas por sobre instituciones, medios y líneas editoriales. Como ustedes saben, resurgen cada cierto tiempo algunas teorías conspirativas que generalizan a los medios de comunicación y los ponen en el centro de campañas orquestadas para horadar los cimientos más básicos de la sociedad y de las instituciones. La Iglesia no ha estado ajena a estas elucubraciones, cuando escenarios de crisis y abordajes complejos de ciertas controversias han puesto sobre la mesa argumentos en ese sentido. Personalmente no los comparto, y si en algo me duelen sus efectos es en el consecuente deterioro que se produce en las relaciones humanas, en el encuentro de personas entre los mundos de la Iglesia y de los medios, relaciones cuyo capital es oro puro para una comunicación efectiva y evangélica. Cuando se afectan estos vínculos, también se afectan los puentes que unen a las personas que trabajan en los medios con la persona y el mensaje de Jesucristo.

La formación, un desafío

Lo decíamos hace poco en la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Es importante preocuparnos de la presencia de la Iglesia en los medios. Pero también nos corresponde interesarnos en las personas que trabajan en ellos, en sus entornos y dificultades crecientes, en su vida de fe, su formación y crecimiento espiritual y también profesional. En este último ámbito sin duda las facultades católicas de Comunicaciones tienen una importante tarea por delante (11). Si desde las escuelas de Periodismo se trabaja por ofrecer a sus alumnos, durante toda su carrera, una propuesta de valores humanistas y cristianos, valores que pondrán a prueba y en práctica en su desempeño profesional, con condiciones cambiantes, competitivas, exitistas; no se puede dejar a esos jóvenes periodistas a la intemperie y a merced de un mercado donde mandan la farándula, el culto al consumo y la sintonía, el reporteo a la rápida, la producción al estilo copiar y pegar, el morbo y el bichito perverso de la vanidad periodística que amenaza a lo mejor de cada uno de nosotros.

También desde la Iglesia nos cabe una tarea formativa: tenemos una deuda pendiente con la formación de padres de familia y de los agentes educativos, en su calidad de perceptores activos y críticos de los medios de comunicación (12). Su preparación es clave para que en los hogares y en las aulas se pueda asumir con madurez un debate sano frente a cuestiones de controversia. También debemos preocuparnos más de la formación comunicacional en los seminarios y casas de formación religiosa. Nuestros obispos nos fijan prioridad en estos campos (13).

Nos toca, además, capacitar a diario a una cifra nada despreciable de personas de buena voluntad que ofrecen a las comunicaciones de Iglesia su tiempo, disposición y ganas de aprender oficios que no estudiaron. La Providencia nos regala el milagro de miles de radioemisoras en el mundo operadas por sacerdotes, religiosos, laicos campesinos y gente sin instrucción. Cuántos micromedios de Iglesia se hacen a pulso en esas condiciones. Y a nosotros mismos, periodistas de Iglesia con formación universitaria, ¿no nos pasa que un halo misterioso se apodera de nosotros cuando nos instalamos en los espacios eclesiales? Porque a veces perdemos el sabor de reportear, de buscar noticias por olfato y le sacamos el bulto al contacto con la gente, en medio de la ciudad. Una oficina de comunicaciones puede convertir a un periodista artista en un empleado burócrata. Nos toca estar alertas permanentemente en este tema, lo mismo que ante la tentación perversa de buscar una buena prensa “a cualquier costo y por cualquier modo”. Porque la coherencia evangélica también se pone a prueba en las estrategias, en los planes de medios, en las tareas de los voceros y en los formatos que se eligen.

Llenar de “alma” nuestros medios

Entre los milagros de cada día, permítanme insistir en la riqueza de contar con medios propios que no siempre valoramos en su justa medida. La pérdida de Radio Chilena, el término de iniciativas como Iglesia Viva en televisión, son procesos nada fáciles de entender ni de explicar. Pero otras puertas se abren y nos llenan de luz: el crecimiento de ese espacio de comunión que es Iglesia.cl y de tantos portales Web de Iglesia, el periódico Encuentro de la Iglesia de Santiago, el canal de televisión de la Iglesia de San Bernardo, son herramientas y tesoros que no podemos descuidar. Necesitamos llenar de alma esos medios, de contenidos que sean presencia cristiana en una sociedad en búsqueda de sentido, que sean medios insertos en un diálogo con la cultura, una palabra clara en tiempos de controversia, una respuesta coherente a los desafíos de hoy. Pero también necesitamos llenarlos de talento, de profesionalismo, de buena pluma, de arte y expresión creativa. Sólo personas felices que irradian el gozo de su encuentro con Cristo pueden plasmar en belleza esa experiencia inigualable y traducirla en noticias, cuñas, imágenes, tejido de redes y despliegues tecnológicos.

Hay que cuidar las personas, porque en ellas se manifiesta el Señor y a través de ellas comunica su amor. Por eso el comunicador de Iglesia es en sí mismo el mensaje que comunica. Sería impensable un comunicador de Iglesia atrapado en la ira o la congoja, huraño, desabrido y malhumorado. La victoria del Resucitado terminó para siempre con el pretexto de las malas caras y de los tonos lastimeros. El mejor modo de encantar a otros brota siempre desde lo más profundo de nuestro ser.

Hay que cuidar a las personas y alimentarles la esperanza. Hay que animar a nuestros colegas periodistas, publicistas, diseñadores, a los creativos, realizadores y productores, a los comunicólogos y académicos de estas áreas. Hay que regalarles nuestra vivencia de encontrarnos con Jesús, hay que llamarles por teléfono cada cierto tiempo para saber de ellos, hay que recordar el nombre de sus hijos, hay que acoger sus novedades en Facebook, hay que disfrutar el escucharlos porque escucharles hace bien. Lo demás vendrá después por añadidura, porque el Señor siempre camina con nosotros.

Concluyo con una pequeña semblanza de la Iglesia nuestra que estamos invitados a comunicar:

- Una Iglesia palabra en que el testimonio vivo de las personas proclama la Verdad de Dios desde la experiencia de Cristo.

- Una Iglesia comunidad de discípulos que contemplan y escuchan a Jesús, como también a los hermanos en quienes Él nos habla, particularmente los más desamparados y débiles.

- Una Iglesia escuela que forma discípulos misioneros. No maestros ni adoctrinadores ni jueces. Una Iglesia maestra que enseña desde la vida, con humildad y cariño.

- Una Iglesia servidora que lava los pies de una humanidad con sed de sentido y de Dios, que consagra su vocación desde la humildad y que la pone al servicio de las personas.

- Una Iglesia alegre que se estremece de gozo por el tesoro que se nos ha regalado, Cristo el Señor, y que no deja de proclamarlo con inagotable esperanza.

- Una Iglesia madre que es todo amor y misericordia, que acoge al caído y le ayuda a levantarse, que corrige al que yerra, que se desvela por ver a sus hijos reunidos y contentos.

- Una Iglesia familia de hermanos y hermanas distintos entre sí, donde la diversidad no ensucia sino que la enriquece y construye como “casa y escuela de comunión”.

- Una Iglesia Sacramento que pone a Cristo presente en el centro y fundamento de toda su acción, a través de una profunda espiritualidad, orante y eucarística.

- Una Iglesia solidaria que se encuentra con el Señor en la cruz y en el dolor de los hermanos, que entiende que “el pobre es Cristo” y que la solidaridad es una alternativa humanizante en tiempos de globalización.

- Una Iglesia viva que no se contenta con ser espectadora de la historia, sino que acompaña a la humanidad, dialoga con sus culturas y las interpela con audacia profética desde el corazón del Evangelio.

Notas

(1) Jaime Coiro C. es periodista (UC) y magíster en Ciencia Política (UCh). Actualmente dirige la Oficina de Prensa y el Área Pastoral de Comunicaciones de la Conferencia Episcopal de Chile. Es, además, profesor en la Facultad de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
(2) Salmo 136, 6
(3) Cfr. www.iglesia.cl/especiales/misioncontinental
(4) DA 14, OO.PP. 27
(5) Cfr. www.iglesia.cl/prensa
(6) Mons. Alejandro Goic lo sintetiza hermosamente en su reflexión ante la I Asamblea Eclesial “Para que sean uno como Nosotros somos uno” (www.iglesia.cl/especiales/asambleaeclesial/).
(7) Instrucción Pastoral Communio et Progressio, números 6 a 18
(8) Cfr Juan Pablo II, El rápido desarrollo Nº 5
(9) El desafío de las Comunicaciones para nuestra Iglesia. Aporte del Área Pastoral de Comunicaciones de la CECh a la I Asamblea Eclesial Nacional 2007 y a la elaboración de las futuras Orientaciones Pastorales, Nos. 9 y 10
(10)DA 170 y ss.
(11)Cfr. Documentos del Congreso Internacional de Facultades de Comunicación de universidades católicas (Roma, 2008): www.pccs.it.
(12)El mensaje del Papa Benedicto XVI para la 41ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (2007) abordaba este asunto con especial dedicación.
(13)OO.PP 85.6
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