Vivir en el mundo como verdaderos adoradores de Dios
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Vivir en el mundo como verdaderos adoradores de Dios

Texto completo de la Catequesis del Cardenal Arzobispo de Santiago, monseñor Francisco Javier Errázuriz Ossa, ofrecida a los jóvenes peregrinos de habla hispana, en el marco de la XX Jornada Mundial de la Juventud

Fecha: Viernes 19 de Agosto de 2005
Pais: Alemania
Ciudad: Colonia
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa

I. Introducción

Nos encontramos ya a pocas horas de entrar de lleno en el corazón de esta nueva versión de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Mañana, con S. S. Benedicto XVI, en Marienfeld, en el campo de María, seremos más que nunca una Iglesia con las ventanas abiertas al cielo; también una Iglesia con las puertas abiertas para acoger y ofrecer su amistad a quien la quiera aceptar.

Para esta Jornada Mundial el Papa Juan Pablo II nos propuso a los Reyes Magos como ejemplos de verdaderos adoradores de Dios. Por eso vamos a acompañarlos a fin de entender qué sucedió en ellos para que tomaran la decisión de retirarse a su país por otro camino. Luego, a la luz de lo que vivieron ellos, comprenderemos mejor qué significa y cuáles son las consecuencias para nosotros, que estamos llamados a vivir en el mundo como verdaderos adoradores de Dios.


II. Los sabios de oriente se postraron ante él y le adoraron


a. Belén fue la meta de dos caminos.

Desde su país de origen, al oriente de Palestina, y después de un viaje fatigoso, llegaron los sabios a Jerusalén y después a la pequeña ciudad de David. También otro viaje tuvo por meta Belén. Lo había emprendido desde el cielo el Hijo de Dios, después de manifestarle al Padre su entera disponibilidad: “Heme aquí, para hacer tu voluntad”. No venía a buscar la verdad como los sabios de oriente, sino a traerla, a ser la Verdad y la Luz de quienes caminan entre tinieblas, por sombras de muerte. A Belén llegó su luz y en Belén se detuvo la estrella. Había cumplido con lo suyo: conducir a los tres sabios al encuentro con el Sol naciente, que venía de lo alto.


b. Singular encuentro el de Belén.

Detengámonos en los dos gestos que cumplieron los Reyes Magos inmediatamente luego de entrar en la casa y ver al Niño y a su Madre. El texto nos dice que postrándose, lo adoraron y le ofrecieron sus dones. Ambos gestos –la postración y el ofrecimiento de los dones- están unidos a la actitud de adoración. Quien se postra se abaja, se empequeñece. Quien se postra quiere expresar su propia pequeñez ante quien reconoce, reverencia y respeta como al mayor, al más importante y poderoso. La postración tiene que ver con la humildad y la obediencia, con la apertura y la disponibilidad, la escucha y el servicio. La postración expresa la verdadera adoración cuando se realiza delante de Dios.

Pero vean qué misterio más grande. Ese gesto no lo hicieron nuestros sabios ante un rey poderoso y dominador, sino ante un niño frágil e indefenso. Podríamos decir que se postran ante un alguien que también había optado por ser pequeño, por anonadarse. Es Dios hecho niño y colocado en un pesebre, que se ha despojado de todo poder y gloria, y se ha confiado a nosotros. ¡Cómo no ver, ya ahora, al crucificado, despojado de todo poder y gloria, entregado en nuestras manos, postrado de amor por toda la humanidad! Todo ocurrió en Bêt-lehem, nombre que significa “casa del pan”. ¡Cómo no ver también en esta impresionante escena de adoración el Sacramento del Altar! También en él encontramos el misterio del abajamiento de Dios. En la humilde especie del pan, en la pequeñez y la fragilidad del Pan Consagrado, está Dios como un inmenso regalo de su Amor.


c. Hagamos un paréntesis, por un momento, en nuestra reflexión sobre la pequeñez.


Estaban los Reyes Magos ante Jesús, el “Dios con nosotros”. Ante Dios mismo, que no quiso permanecer fuera de la historia, sino que se adentró en ella. Por eso, el cristianismo no es el producto de una idea; tampoco la cristalización de un sueño humano, o una mera colección de deberes éticos. ¡Es mucho más que eso! Nace con un acontecimiento que divide la historia en un antes y un después. En la tierra todo tuvo un nuevo origen en el nacimiento de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, al hacer el recuento de los años, hablamos de un tiempo anterior al nacimiento de Cristo y de años y siglos después del nacimiento de Cristo. Y en el cielo, este nuevo tiempo nació con la decisión admirable de Dios de venir a ser nuestro hermano y redentor, a guiar la historia, a iluminar nuestros pasos y a revelarnos su rostro y el rostro de la dignidad del ser humano; nació con su voluntad de venir a liberarnos del pecado y de toda enemistad, y a abrirnos los caminos de la reconciliación y de la paz, que conducen a la fraternidad y al cielo.

No faltan quienes nos quieren convencer de la existencia de un mercado de religiones, todas de igual valor, entre las cuales figuraría el cristianismo, sin más valor que las otras. Lo único que la haría más valiosa para alguien sería la opción subjetiva de hacerla propia. Si bien respetamos todas las opciones subjetivas en el campo religioso cuando son búsquedas auténticas del único Dios, nos rebelamos ante la idea de no valorar el cristianismo como un don único en la historia del único Dios y Señor, dado a toda la humanidad. En Jesucristo adoramos a Dios, que quiso revelarse en la persona de su Hijo y poner su morada entre nosotros. Es un acontecimiento que cambia la historia y que supera la historia, porque la conduce a la eternidad. Es una vida y una fuente de alegría que brotan porque Dios mismo, en persona, ha hecho un viaje entre el cielo y la tierra, que hombre alguno había soñado, para estar aquí y ser encontrado, para ser nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida. Encontrado ayer, por los sabios de Oriente. Hoy, por quienes lo buscan con sincero corazón. Ayer en Belén, hoy aquí en esta tierra hasta el final de los tiempos.


d. Abajarse y ser pequeño

Volvamos a nuestro tema. Los Reyes se postraron ante el Niño Dios. Así lo escribe San Mateo en su evangelio. Sin embargo, las postraciones no son de nuestro agrado. Llevamos en nuestro interior más bien otro apetito: el de crecer, de hacer grandes cosas; tal vez de ser admirados por todos. Pero, más fuerte que este afán de grandeza es nuestra voluntad de ser sinceros, de amar la verdad. Y nos sorprende el camino de Jesucristo. Para cambiar la historia se hizo pequeño. San Pablo nos recuerda que Jesucristo, siendo de condición divina no exigió un trato conforme a su propia divinidad, sino que se despojo de si mismo y tomó la condición de siervo, haciéndose semejante a nosotros y apareciendo como un ser humano, como un hermano nuestro (ver Flp. 2, 6ss). Fue ése el camino que él escogió para hacernos familiares de Dios y para salvarnos. Quiso incorporarse a la humanidad, ser uno de nosotros, ser el rostro de Dios cercano a los hombres, y el rostro de los hombres en conversación con Dios. Para ello optó por aparecer entre nosotros como un niño.

Nuestra conciencia de pequeñez ante Dios, de ser criaturas suyas e hijos suyos, es de tal trascendencia, que en una oportunidad Jesucristo “se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: ‘yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños. Si, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito’”.

Nadie como la Virgen María recorrió este camino de gozo y de salvación. En ella se juntan la conciencia de ser hija y muy pequeña, con la alegría de haber sido elegida por el amor de Dios. Así lo canta en el Magnificat: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su sierva, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz” (Lc. 1, 46ss). La Virgen tiene conciencia de que Dios se ha acercado a ella, la ha mirado con inmenso cariño, y ha hecho obras grandes por ella. Se siente muy pequeña ante él, pero inundada de inmensa alegría por los dones del Señor, especialmente por ser sagrario de Dios, portadora de Jesús.


Con esto hemos llegado a un tema central de la espiritualidad cristiana, a una de las fuentes de la sabiduría. “El que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15). “Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). Nunca quisiéramos seguir el camino propuesto por la serpiente en el Paraíso: Si desobedecéis a Dios, “seréis como dioses”. ¡En qué triste condición quedaron Adán y Eva después de querer engrandecerse en la desobediencia! Preferimos el camino de Jesús y de la Virgen María: el de la pequeñez, el de Teresita de Lissieux, el de los pobres de espíritu, que conduce a tener alegría en las cosas de Dios, a alabarlo y a querer colaborar en sus grandes obras, y a gozar un día de su felicidad en el cielo.

Lejos de nosotros, vivir como esos poderosos que Dios derriba de sus tronos. Desde la sencillez de nuestro corazón queremos acercarnos a la creación capaces de asombrarnos, de admirar y de descubrir. Porque hay dos maneras de pasar por el mundo. Unos lo atraviesan esperando que los demás los reverencien, los sirvan y les obedezcan, que pongan sus ojos en ellos, los alaben y halaguen; y otros pasan por la existencia poniendo sus ojos en la naturaleza, en la historia y en las personas que los rodean -también en los que pasan desapercibidos- descubriendo y admirando las maravillas de Dios. Estos últimos saben ser agradecidos, saben perdonar, saben seguir los mandamientos y los consejos de Dios y colaborar con él, pueden desprenderse de cuanto les impide amar como Cristo ama, son capaces de servir generosamente a otros, convirtiéndose en un don de Dios para ello, y comparten sus dolores y sus gozos. Saben adorar a Dios y hacer propios los caminos de Dios.


e. Raíz de toda adoración.


En efecto, ésta es la actitud que nos permite adorar. Quien adora reconoce a quien lo creó, a quien lo ilumina, a quien lo perdona y lo salva, a quien lo inspira, lo apoya y lo llama por su propio nombre, a quien lo guía hacia la felicidad.

La adoración es, en primer lugar, un reconocimiento de quien es Dios. En segundo lugar implica vivir conforme a ese reconocimiento, sobre todo, sabiendo que el hecho de habernos creado y perdonado, de guiarnos y de salvarnos nace del inconmensurable amor que nos tiene. Adorar significa retribuir ese amor, amando al Señor, escuchando su Palabra, creyendo en él, orientándonos por su Verdad, y siguiendo el Camino, que es Nuestro Señor.

Ustedes recuerdan el diálogo entre Jesucristo y ese fariseo que le pregunta cuál es el primero y el más importante de todos los mandamientos. Jesucristo le responde: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37). Adorar es amar con todo el corazón. Adorar es amar hasta el extremo. Adorar es alabar y agradecer. Adorar es dejarse sorprender por la sobreabundancia de los dones de Dios. Adorar es sobrecogerse por la profundidad, la sabiduría y el poder del amor de Dios. Por eso, lo que más queremos, es amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas. No queremos anteponer nada a la voluntad de Dios.

De esto se desprende una consecuencia. Dios es tan importante para nuestra vida, que lo consideramos el tesoro más grande que hemos encontrado y recibido. Por eso mismo, contar con su amor, su verdad y su conducción es comparable a ese tesoro que apareció de improviso ante los ojos de un hombre, que lo consideró tan valioso que con alegría vendió todas sus posesiones para comprar ese campo (ver Mt 13, 44). Venderlo todo, para que Dios sea el centro de nuestra vida, eso es adorarlo. Invitando a la búsqueda del tesoro, Jesús decía: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todo lo demás (‘todas esas cosas’) se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Surgen las interrogantes. ¿Es Jesús y su Reino el tesoro por el cual estoy dispuesto a venderlo todo? ¿O hay otros tesoros, tal vez contrarios al amor de Cristo, por el cual yo me despojaría de cuanto es mío? Adorar es estar dispuesto a desprenderse de todo para no perder el amor de quien más quiero, para no perder su verdad, su vida y su camino, de modo que todas las semillas de su amor tengan fecundidad en mi vida, en mis proyectos, y en todas las comunidades que forme a lo largo de mi existencia.

Adorar es, en una palabra, la actitud de quien se sabe muy pequeño ante Dios, el Autor de la creación entera, ante el Padre y ante su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Por eso, la adoración genuina no la podemos dirigir, como lo proponen ciertas corrientes panteístas de nuestros días, hacia la “energía del universo”. Cuando Jesucristo nos enseñó a orar, no nos propuso que rezáramos “Energía cósmica, que estás en los cielos y en la tierra, santificado sea tu nombre”. Nos enseñó a rezarle a un ser personal, a su Padre que es nuestro Padre, y a decirle con todo el corazón: “Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, Hágase tu voluntad…”. Es la gracia sorprendente que hemos recibido de conversar con Dios, tratándolo como un “Tú” muy cercano y maravilloso, y de conversar con él de su Reino y de su voluntad.

Nuestra adoración se dirige a Dios, porque el Creador es infinitamente más que la creación. Se dirige a Aquel que en la primera Navidad de la historia, viniendo del cielo, nació como nuestro hermano, y que en el Gólgota aceptó la muerte en el madero de la cruz para amarnos hasta el extremo, ser nuestro salvador y darnos nueva vida. Sólo él, nuestro Dios, nuestro Redentor y Santificador, sólo él es adorable.



f. Adorarlo a él también es optar por el mayor bien de mi vida
En la antigüedad era costumbre postrarse también ante los reyes y ante los grandes personajes. Lo hacía el vasallo, lo hacía el reyezuelo derrotado y el ciudadano de menor rango, lo hacían todos los que reconocían en el emperador un ser y un poder superior. Por eso lo honraban y le tributaban alabanzas, esperando poder acogerse a su favor. Pero no era claro que el emperador no usará su poder también en contra de aquellos que le habían tributado tal homenaje. Aparecía como un señor absoluto, intocable, cuyos designios estaban ocultos a sus vasallos.

Pero entre los cristianos, adoramos tan solo a Dios. Es el Creador, es nuestro Dueño y Señor, y en sus manos está nuestra vida. A diferencia de los poderosos de este mundo, en Dios se encuentra el poder inseparablemente unido al amor y la sabiduría. Nada me favorece tanto como acogerme a el y hacer mía su voluntad. Sólo por ese camino encuentro la verdad y la felicidad. Por eso adorarlo es optar por su plan de amor. Me creó para favorecerme; me creó y me redimió para conducirme al cielo; me guía por los caminos de este mundo para que todas las cosas, amándolo a él, redunden en mi bien.

Y no quiero que nada me ate, que nada me esclavice. Quiero ser plenamente libre, para encontrarme con Jesucristo, adorarlo y contemplar su rostro, para acceder a la verdad y orientarme por ella, y para que el plan de amor de Dios sea mi plan de amor, para que los caminos del Evangelio sean los míos, para que su voluntad sea mi propio norte, para adquirir los sentimientos de Cristo, y para estar siempre a su disposición, cada vez que desee confiarme un encargo, una misión, un proyecto de su amor. Por eso adorarlo a él es adorar su sabiduría y su voluntad. Adorarlo es apartarme de toda esclavitud, de todo lo que me aleja de la mejor realización de mi ser, de cuanto bloquea mis caminos a la felicidad. Adorarlo a él es ser libre para buscar la verdad, el amor y la fecundidad mayor de mi vida.

Mientras el hombre adore a Dios, no se hará esclavo de nada ni de nadie. Pero si no lo adoramos a él, muy pronto nuestra alma creará sus propios dioses – los ídolos- y se inclinará ante ellos. Se ha dicho con razón que “el hombre es un animal religioso que a veces se equivoca de dios”. Y esa equivocación es fatal, pues cuando un hombre deja de lado al verdadero Dios, muy poco tardará en rendirle culto a uno falso, uno que sin duda lo va a cautivar. Cautivar, sí. Ésa es la palabra. Porque los ídolos hacen cautivos, esclavos, pero no confieren la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

El ejemplo más admirable de una existencia llena de libertad, de alegría y sin ídolo alguno, es la Santísima Virgen María. Dios mismo quiso preservarla de todo pecado. Él hasta la preservó de la inclinación al pecado, ya que la libró de los efectos del pecado original. Sin lugar a dudas, era una persona llena de bondad, transparente, libre y colmada de alegría. Sólo quería cumplir lo que Dios le proponía. Es más, a partir de la hora de la anunciación, llegó a ser más libre y disponible todavía, sabiendo que nada es imposible para Dios. Sintiéndose apoyada por esa presencia permanente, que el Ángel le anunció con las palabras “el Señor está contigo”, asumió libremente la misión que Dios le encomendó: primero la de ser Madre de Jesús, a la cual se agregó la de ser su mejor discípula y su mejor cooperadora en la obra de la redención. Y más tarde, el encargo que le hizo Jesucristo desde la Cruz, por el cual confirmó que era también nuestra Madre. ¡Cuántas veces los peregrinos que llegan a sus santuarios la aclaman como Señora, Madre y Reina! Saben que su obra desde el cielo no es otra que la obra de Cristo: el crecimiento del Reino de Dios en nosotros mismos y en nuestros pueblos. La Virgen María quiso adorar a Dios, y Dios la bendijo entregándole la realización más hermosa de su plan de amor para con la humanidad. Ella optó por quien la había llenado de gracia. Optó por quien la había elegido para llegar al cielo, para irradiar cielo en esta tierra, y para apoyar a todos los peregrinos por este mundo en su camino al cielo y en la construcción de una patria terrena que permita pregustarlo. Algo similar podríamos decir de la vida de los santos. Porque adoraron a Dios fueron libres, regalaron su amor y su vida a manos llenas, y la fecundidad de su existencia fue ilimitada.


g. Abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra

Es impresionante la convicción que animaba a los tres sabios. Llegaron a Jerusalén, preguntando por el Rey de los Judíos que ya había nacido. La única razón de su viaje era adorarle. Continuaron su camino, y en el lugar indicado por la estrella se detuvieron también ellos. Entrando en la casa, al ver a Jesús y a su madre, sin titubeos se postraron, le adoraron y abrieron de inmediato sus cofres. Le traían los dones más valiosos que habían juntado antes de partir de Oriente. Le ofrecieron oro, incienso y mirra. Postrarse para reconocer la grandeza de alguien, adorarle y ofrecerle los mejores dones como un homenaje, manifestándole que cuanto es nuestro está a su disposición, es una misma cosa. Quien adora, ofrece dones. Y con los dones se ofrece a sí mismo como don, por tratarse del mismo Dios.

Pero lo primero que le ofrecen es su fe. Creyeron en él antes de conocerlo. Porque habían creído en él se habían puesto en camino. Le ofrecieron su esperanza. Realmente sería Rey de los judíos. Hasta entonces, sólo la Virgen sabía que reinaría en la casa de Jacob por los siglos. A la fe de María ellos unieron su propia esperanza. Y le ofrecieron la delicadeza y la ternura de su amor a este Niño pequeño, realmente adorable.

Conocemos el simbolismo de los dones. Lo hacemos nuestro. Ante Cristo no podemos sino adorarlo y abrir “los cofres de nuestra vida” y afirmar con el oro de los reyes magos que él es el Rey y Señor de toda la Creación; con el incienso reconocer la divinidad del Sacerdote de la Nueva Alianza; y con la mirra honrarlo como el profeta que sería sepultado, después de derramar su propia sangre para reconciliar la humanidad.


III. Se retiraron a su país por otro camino

A los tres sabios Herodes quiso engañarlos. Había averiguado en Jerusalén el lugar en que debía nacer el Cristo. Hacia Belén ya apuntaban sus dardos y sus temores. También había conseguido de los sabios que le revelaran la fecha de la aparición de la estrella. No contento con ello, les pidió que volvieran con todas las noticia acerca del niño, simulando que también él quería ir a adorarlo.

¿Habrán presentido los sabios que trataban con un hombre falso y traicionero? Lo cierto es que Dios, sabiendo de las intenciones de Herodes, les avisó en sueños que no regresaran a Jerusalén. Había que tomar otro camino, porque el camino de Herodes estaba cortado por los ídolos y manchado por la sangre.

El hombre que quería matar al niño Jesús, y que anegó de dolor a las jóvenes madres de la ciudad de Belén, dando muerte a sus hijos inocentes, sólo tenía por dios a su propio poder, su yo y su vanagloria. Grandes construcciones y donaciones le sirvieron para rendirse culto, aprovechando la prosperidad de Palestina. El abandono de la fidelidad a la Alianza y a la cultura de sus antepasados, la formación de una corte que extendía otra cultura, la helenista, y que se entregaba en todo al poder del Imperio romano, no fueron el único precio que pagó por conservar el triste prestigio y el gran poder que tenía. Cambió sus diez sucesivas mujeres al ritmo de sus caprichos. Mandó dar muerte a la segunda, porque sospechaba de ella, e hizo ejecutar a dos de sus propios hijos, acusándolos de tramar contra él, de querer quitarle el poder. Después dio muerte a un tercero. No era ése el camino de los tres sabios de oriente.

El camino de Herodes era la negación misma del camino de felicidad y de vida que Dios le había mostrado a su pueblo en el Sinaí. A su sed insaciable de poder, que era su único ídolo, lo sacrificaba todo. Terribles ofrendas las suyas, cuando se postraba ante el lamentable ídolo que él honraba.

La adoración auténtica tiene un poder transformador impresionante. Éste es le camino que nos mostró el Papa Juan Pablo II en su Mensaje para esta jornada. Escuchemos su palabra: “¡Sed adoradores del único y verdadero Dios, reconociéndole el primer puesto en vuestra existencia! La idolatría es una tentación constante del hombre. Desgraciadamente hay gente que busca la solución de los problemas en prácticas religiosas incompatibles con la fe cristiana. Es fuerte el impulso de creer en los falsos mitos del éxito y del poder; es peligroso abrazar conceptos evanescentes de lo sagrado que presentan a Dios bajo una forma de energía cósmica, o de otras maneras no concordes con la doctrina católica”. Con mucha fuerza concluyó con una exhortación: “¡Jóvenes, no crean en falaces ilusiones y modas efímeras que no pocas veces dejan un trágico vacío espiritual! ¡Rechacen las seducciones del dinero, del consumismo y de la violencia solapada que a veces ejercen los medios de comunicación!

Igualmente, Su Santidad Benedicto XVI, dos días antes de su elección como Sumo Pontífice, denunció con mucha claridad otro ídolo: la dictadura del relativismo, que consiste en “dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, en no reconocer nada como definitivo, y en dejar como última medida sólo el propio yo y sus antojos. (ver J. Ratzinger, Homilía en la Misa Pro eligendo pontifice, 18 de abril de 2005). Esta actitud penetra hoy como una mancha de aceite el tejido hondo del pensamiento y lo vuelve indiferente e insensible a su dimensión más profunda y trascendente, precisamente allí donde encuentra su verdadero sentido la vida del ser humano.

Con razón los tres sabios tomaron otro camino, el de su fe, su esperanza y su amor, que se había abierto ante sus pasos cuando partieron hacia Belén, y que se había visto confirmado y enriquecido después de haber encontrado al Niño con María, su madre, y haberle adorado.


IV. Nuestro camino: testigos de la Epifanía en el mundo.
Se retiran a su país por otro camino. Escuchemos lo que escribe al respecto Juan Pablo II en el Mensaje para esta Jornada: “Tal cambio de ruta puede simbolizar la conversión a la que están llamados los que encuentran a Jesús para convertirse en los verdaderos adoradores que él desea (cf. Jn 4, 23-24)”, en aquellos que reconocen su primacía en medio del mundo, y están decididos a colaborar con Dios, sabiendo “discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (cf. Rm 12, 1-2)”.

Después de estar con Dios y de adorarlo, queremos vivir con Dios en el mundo que él nos dio, sin ser propiedad del mundo sino de Dios, y abrirle caminos a la fraternidad, a la verdad y a la paz, con valentía, con ilimitada confianza en su poder, para que todos puedan encontrarlo, adorarlo, ofrecerle sus dones y vivir como ciudadanos del cielo, conforme a la dignidad de ser sus hijos y colaboradores suyos.

¿Cuáles serán las características de nuestra vida en el mundo como verdaderos adoradores de Dios? Cada uno de ustedes está en condiciones de dar su propia respuesta. A todos nos unen respuestas comunes. La primera:



a. Regresaremos, llevando la alegría de habernos encontrado con el Señor.

En medio de una cultura del engaño, que en muchos ámbitos pretende vivir como si Dios no existiera, volveremos para anunciar que hemos estado en su presencia transformadora, que lo hemos encontrado y adorado, que lo hemos escuchado, y que su mirada cautivó nuestro corazón. Volveremos, es cierto, reconociendo nuestra pequeñez y limitación, pero con la fuerza de la gracia que nos lleva, una y otra vez, hacia una conversión profunda y definitiva, a un si personal y para siempre, a una entrega sin medida a Jesucristo, que dio su vida por nosotros.

Volveremos sabiendo que él hace nuevas todas las cosas, que recrea nuestra existencia con la savia nueva de la gracia y de su amor. Hemos tenido la profunda experiencia de la adoración y del encuentro con él y con nuestros hermanos de innumerables países y culturas. Por ello, nuestro corazón está inflamado con el fuego de su amor y no se amilana ante las dificultades del hoy de la historia. Por el contrario, para nosotros nuestro mundo es un maravilloso desafío. En él queremos construir la Ciudad de Dios. Tamaño desafío nos llega acompañado de la confianza que Dios nos regala. El desafío es tan grande, tan estremecedor, que no somos capaces de permanecer indiferentes ni de quedarnos dormidos. En este mundo, sólo queremos adorarle a él, y hacerlo con alegría.

Queridos peregrinos, ser testigos alegres y esperanzados está en la naturaleza de quien ha recibido, por el bautismo, la Buena Noticia del Señor resucitado. Anunciar y vivir la fe gozosa y la caridad creadora urge el corazón del discípulo enamorado de Cristo. Lejos de la tristeza y el pecado, transforma al mundo.


b. Regresaremos por los caminos de nuestros anhelos de santidad.

En verdad, esta peregrinación que nos ha traído a Colonia para adorar al Señor en espíritu y en verdad, nos da nuevos impulsos para realizar nuestra vocación a la santidad. De múltiples maneras, el Señor se nos ha manifestado para que lo conozcamos con mayor hondura, para que miremos su rostro y lo adoremos, para que renovemos nuestra fe y nuestros anhelos por convertirnos cada día más a su amor, para que le regalemos nuestros mejores dones y lo sigamos con heroísmo. “Hemos venido a adorarlo”. Y los santos una y otra vez nos transmiten, con su experiencia de Dios, que la fuente de su alegría y de su fecundidad ha sido el encuentro con Cristo. De él brotaba su vida nueva, fiel a su Palabra, generosa y vivificada por el Espíritu de Jesús.


Todo parecerá igual pero ya todo será distinto. El nuevo camino que queremos seguir estará signado por esta experiencia de la Epifanía. Hemos adorado al Rey de reyes, al Señor de la Historia, y nunca dejaremos de adorarle. Hemos participado juntos en la Eucaristía, y queremos vivir su Pascua en nuestra vida, siendo siempre con Jesús, pan bajado del cielo para la vida del mundo. Regresaremos con él a nuestras ciudades y pueblos, a nuestros ambientes y nuestras culturas, a nuestros hogares, nuestras universidades y colegios, a nuestras parroquias y movimientos, llevándoles la Buena Noticia de Jesucristo y de su Reino, que es semejante a la levadura en la masa que quiere penetrarla enteramente, creando la civilización del amor.


c. Llevamos un mensaje de vida y esperanza.

“Hemos encontrado al Señor” (Jn. 1,42). Y el que ha mirado profundamente a Cristo, aunque sea por una sola vez, nunca lo olvidará. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo tienen nostalgia de Dios, de cielo. No siempre lo verbalizan o lo comprenden. En efecto, muchas veces lo buscan y se confunden, dejándose llevar por corrientes esotéricas, alienantes de la realidad, por grupos que, anuncian un extraño misticismo que en un primer momento cautiva, pero que luego conduce al desarraigo más profundo de su ambiente, de su vida y de su historia. El Evangelio, por el contrario, no aparta del mundo. El encuentro con Cristo implica siempre un compromiso con el Hijo de Dios que se adentró en nuestra historia, la asumió y la conduce al Padre en el Espíritu Santo. Su misión nos invita a un nuevo camino en el cual cada uno asume un compromiso personal con la persona de Jesucristo, el verdadero transformador de la historia y generador de una nueva cultura.

Por ello, como los Reyes, el camino de regreso, lleno de esperanza, los compromete a la transformación decidida de la cultura, a luchar con tesón para que el Evangelio reine en los corazones de tantos que esperan de ustedes aliento y esperanza. El Señor los urge a poner todos sus talentos humanos y espirituales al servicio de la cultura de la vida, para proteger la dignidad de la vida del que está por nacer y del que está en el ocaso de su peregrinar terreno y para erradicar la miseria que destruye a la familia y denigra al hombre. Nadie tiene derecho a privar a nuestra cultura de la vida, que es un don maravilloso de Dios; tampoco de la familia, donde cada hijo tiene un padre y una madre. Varón y mujer los creó, para que Adán y Eva forjaran la primera familia.


d. Regresamos decididos a construir la ciudad terrena lejos de todo ídolo, como adoradores de Dios en espíritu y en verdad.

Este desafío nos impulsa a desenmascarar y rechazar los ídolos que se erigen en nuestra sociedad. En medio de tantas propuestas, ante nosotros emerge con fuerza la relevancia única de la revelación de Dios en Jesucristo, “centro del cosmos y de la historia” . No es el hombre el que inventa dioses, ni el que traza caminos; tampoco es el creador de verdades o el hacedor de códigos morales. En su infinita bondad, Dios ha enviado a su Hijo a hablarnos , a salvarnos del error y del pecado, y a abrirnos la puerta hacia la felicidad. Él es el Camino y la Verdad. Ustedes, como constructores de una nueva cultura que tenga en su seno a Cristo, luchen con pasión por demoler los ídolos que quitan la paz y confunden el camino.
Es claro: hay que tener los bienes necesarios para vivir con dignidad; hay que apreciar todo lo que Dios nos regaló al crear nuestra humanidad, con sus sentimientos y sus instintos; hay que hacer buen uso del poder que Dios nos confía para construir y servir. Pero como adoradores de Dios en espíritu y en verdad no se subyuguen ante el consumismo desbordante ni ante el ídolo del materialismo, que aliena y deshumaniza. Vivan con sencillez de corazón, dándole un uso adecuado y sobrio a los bienes terrenos. Rechacen con pasión la idolatría del instinto corporal que cercena el amor y hace del cariño y del afecto un mero placer. Rechacen el ídolo de las drogas que aliena de si mismo a quien esclaviza y termina destruyendo su nobleza, su futuro y su vida. No se dejen seducir por el ídolo del poder que aleja del servicio, aparta de la ley de Dios y oprime a los más débiles. Sólo a Dios daremos culto, sólo a él adoraremos y, en esta magna obra de adoración y construcción, rechacen con denodada pasión todos aquellos ídolos que quieren irrumpir en nuestro tiempo, extraviándonos de camino. Para ello, regresemos una y otra vez a la fuente de nuestra fe, a Cristo Eucaristía, para adorarlo, para en la quietud del corazón escuchar sus palabras, acoger sus mociones, regalarle la vida y colaborar con él en la construcción de su Reino.

e. Regresemos por el camino de la verdad, después de habernos encontrado con Cristo que es la Verdad.

Este encuentro maravilloso y apasionante fortalece nuestra decisión de ser discípulos del único Maestro y de querer abrazar su verdad, guiándonos por ella en el hoy y en el mañana. Queremos escucharlo y seguirlo, queremos gozar y compartir su verdad y sus promesas, como asimismo su misión. Ser su discípulo es seguirlo con admiración, aprender de su sabiduría y cumplir sus enseñanzas. Volver por otro camino significará regresar con el fuego de convicciones más claras y más atrayentes, con más voluntad de desconfiar de los caminos fáciles, con más capacidad de confiar en los caminos de Jesús, y con más esperanza en la fecundidad de la cruz de cada día. No tengan miedo a contradecir cuanto sea contrario al Evangelio. Como lo enseñaba nuestro papa Benedicto XVI, “Cristo no quita nada, Cristo lo da todo”.
En su generosidad nos revela la plenitud de lo humano y de lo divino. Por eso nos urge anunciar el Evangelio como un mensaje de esperanza, como la Buena Noticia del Verbo Encarnado, que es nuestra Verdad y nuestra Roca. Nos urge manifestar de mejor manera la riqueza mística del cristianismo que abarca la relación con Aquel que es el origen de todo bien, y con toda la Creación y la Re-creación en Cristo. Con renovada fe los invito a ser protagonistas de una nueva civilización que se basa en él, y a no temer las dificultades de nuestro tiempo sino a enfrentarlas con la fuerza de Jesucristo y su Evangelio, a no doblegarse ante el mundo, sino a permanecer de pie con la fuerza del Resucitado, dando testimonio de la cruz redentora del Salvador, que venció el error y el pecado con su resurrección. Los invito a asumir la responsabilidad de ser en su medio apasionados constructores del Reino de Dios, a irrumpir en los medios de comunicación, las universidades, los trabajos y las empresas para ser en ellos fermento del Evangelio. No pueden privar al mundo del maravilloso don que consiste en la colaboración de ustedes, como adoradores de Dios, en la construcción del mundo.
No teman ser cuestionados e inclusos injuriados a causa de la fe. Estén alegres y confiados en el Señor que los guiará, como lo hizo la estrella de oriente, para que en medio de un mundo agitado por tantos vientos y mareas, permanezcan firmes en la barca de Pedro, confiados en que el Señor guía su navegación mar adentro, para regalar una pesca milagrosa en este tercer milenio de esperanza.

Concluyamos.

Quisiera recordar aquellas proféticas palabras del bienaventurado Juan Pablo II en la vigilia de la anterior Jornada Mundial en Toronto: “La aspiración que nutre a la humanidad, en medio de incontables sufrimientos e injusticias, es la esperanza de una nueva civilización marcada por la libertad y la paz. Pero ante tal empresa, se necesita una nueva generación de constructores. Motivados no por el temor o la violencia sino por la urgencia del amor genuino, deben aprender a construir ladrillo por ladrillo, la ciudad de Dios dentro de la ciudad del hombre. ¡Permítanme, queridos jóvenes, consignarles mi esperanza: ustedes deben ser esos "constructores"! Ustedes son los hombres y mujeres de mañana. El futuro está en sus corazones y sus manos. Dios les confía la tarea, al mismo tiempo difícil y elevada, de trabajar con él en la construcción de la civilización del amor”.



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