Queridos hermanos y hermanas:
1. La Jornada mundial de las misiones, que celebraremos el domingo 22 de octubre, ofrece la oportunidad de reflexionar este año sobre el tema: "La caridad, alma de la misión". La misión, si no está orientada por la caridad, es decir, si no brota de un profundo acto de amor divino, corre el riesgo de reducirse a mera actividad filantrópica y social. En efecto, el amor que Dios tiene por cada persona constituye el centro de la experiencia y del anuncio del Evangelio, y los que lo acogen se convierten a su vez en testigos. El amor de Dios que da vida al mundo es el amor que nos ha sido dado en Jesús, Palabra de salvación, imagen perfecta de la misericordia del Padre celestial.
Así pues, el mensaje salvífico podría sintetizarse con las palabras del evangelista san Juan: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Después de su resurrección, Jesús encomendó a los Apóstoles el mandato de difundir el anuncio de este amor; y los Apóstoles, transformados interiormente el día de Pentecostés por la fuerza del Espíritu Santo, comenzaron a dar testimonio del Señor muerto y resucitado. Desde entonces, la Iglesia prosigue esa misma misión, que constituye para todos los creyentes un compromiso irrenunciable y permanente.
2. Por consiguiente, toda comunidad cristiana está llamada a dar a conocer a Dios, que es Amor. Sobre este misterio fundamental de nuestra fe quise reflexionar en la encíclica Deus caritas est. Dios penetra con su amor toda la creación y la historia humana. El hombre, en su origen, salió de las manos del Creador como fruto de una iniciativa de amor. El pecado ofuscó después en él la impronta divina. Nuestros primeros padres, Adán y Eva, engañados por el maligno, abandonaron la relación de confianza con su Señor, cediendo a la tentación del maligno, que infundió en ellos la sospecha de que él era un rival y quería limitar su libertad. De este modo, en lugar del amor gratuito divino, se prefirieron a sí mismos, convencidos de que así afirmaban su libre albedrío. Como consecuencia acabaron perdiendo la felicidad original y experimentaron la amargura de la tristeza del pecado y de la muerte.
Dios, sin embargo, no los abandonó y les prometió a ellos y a su descendencia la salvación, anunciando el envío de su Hijo unigénito, Jesús, que en la plenitud de los tiempos revelaría su amor de Padre, un amor capaz de rescatar a toda criatura humana de la esclavitud del mal y de la muerte. Así pues, en Cristo hemos recibido la vida inmortal, la misma vida de la Trinidad. Gracias a Cristo, buen Pastor, que no abandona a la oveja perdida, los hombres de todos los tiempos tienen la posibilidad de entrar en la comunión con Dios, Padre misericordioso, dispuesto a volver a acoger en su casa al hijo pródigo.
La cruz es signo sorprendente de este amor. En la muerte de Cristo en la cruz como escribí en la encíclica Deus caritas est "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical (...). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar" (n. 12).
3. En la víspera de su pasión, Jesús dejó como testamento a los discípulos, reunidos en el Cenáculo para celebrar la Pascua, el "mandamiento nuevo del amor", "mandatum novum": "Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15, 17). El amor fraterno que el Señor pide a sus "amigos" tiene su manantial en el amor paterno de Dios. Dice el apóstol san Juan: "Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4, 7). Por tanto, para amar según Dios es necesario vivir en él y de él: Dios es la primera "casa" del hombre y sólo quien habita en él arde con un fuego de caridad divina capaz de "incendiar" al mundo.
¿No es esta la misión de la Iglesia en todos los tiempos? Entonces no es difícil comprender que el auténtico celo misionero, compromiso primario de la comunidad eclesial, va unido a la fidelidad al amor divino, y esto vale para todo cristiano, para toda comunidad local, para las Iglesias particulares y para todo el pueblo de Dios.
Precisamente de la conciencia de esta misión común toma su fuerza la generosa disponibilidad de los discípulos de Cristo para realizar obras de promoción humana y espiritual que testimonian, como escribía el amado Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, "el alma de toda la actividad misionera: el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse o no hacerse, cambiarse o no cambiarse. Es el principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno" (n. 60).
Así pues, ser misioneros significa amar a Dios con todo nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por él. ¡Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, también en nuestros días, han dado el supremo testimonio de amor con el martirio! Ser misioneros es atender, como el buen Samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, porque quien ama con el corazón de Cristo no busca su propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo. Aquí reside el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los extremos confines del mundo.
4. Queridos hermanos y hermanas, la Jornada mundial de las misiones ha de ser una ocasión útil para comprender cada vez mejor que el testimonio del amor, alma de la misión, concierne a todos, pues servir al Evangelio no debe considerarse como una aventura en solitario, sino como un compromiso compartido de toda comunidad. Junto a los que están en primera línea en las fronteras de la evangelización pienso aquí con gratitud en los misioneros y las misioneras, muchos otros, niños, jóvenes y adultos, contribuyen de diversos modos, con la oración y su cooperación, a la difusión del reino de Dios en la tierra.
Es de desear que esta participación aumente cada vez más gracias a la contribución de todos. Aprovecho de buen grado esta ocasión para manifestar mi gratitud a la Congregación para la evangelización de los pueblos y a las Obras misionales pontificias, que con gran empeño coordinan los esfuerzos realizados en todo el mundo para apoyar la acción de los que se encuentran en primera fila en las fronteras de la misión.
La Virgen María, que con su presencia junto a la cruz y con su oración en el Cenáculo colaboró activamente en los inicios de la misión eclesial, sostenga su acción y ayude a los creyentes en Cristo a ser cada vez más capaces de auténtico amor, para que en un mundo espiritualmente sediento se conviertan en manantial de agua viva. Este es el deseo que formulo de corazón, mientras envío a todos mi bendición.
Vaticano, 29 de abril de 2006