Hoy en la mañana mientras me desplazaba a mi trabajo en el lento andar de nuestra otrora “desarrollada ciudad”, escuche en una prestigiosa radioemisora lo que parecía una llamada de atención generalizada tanto al gremio médico como a los profesionales y técnicos que no acudieron a sus puestos de trabajo durante los primeros días post-terremoto. Nuestro interlocutor hacia referencia al Juramento Hipocrático para denunciar el flagrante abandono de deberes en el cumplimiento de la asistencia debida a los pacientes en Hospitales, Clínicas y Consultorios, pidiendo además las penas legales y sociales del caso.
El abandono de la persona enferma por parte de quienes ejercemos una vocación en ámbito sanitario es sin lugar a dudas un acto inmoral, quizás menos notorio pero igualmente inmoral, cuando esto significa no atender a la hora a nuestros pacientes, cuando no los llamamos por su nombre, cuando no los acompañamos en su sufrimiento, cuando no les ofrecemos alternativas adecuadas técnicamente a sus padecimientos, o cuando sencillamente no ofrecemos los espacios de educación en el cambio de hábitos porque estarían condicionados socialmente a vivir de una cierta manera. Son estas disposiciones llevadas a nivel de norma de comportamiento las que impiden a cualquier persona y en cualquier ámbito poder actuar, también heroicamente si las circunstancias lo requieren, al estar anestesiado e intoxicado por malos hábitos producto de no conocer ni respetar a quien se tiene en frente.
Lo segundo a mi juicio es dejar de pensar en la ética sólo como un deber, esto es como un contrato privado o social de deberes y derechos entre pacientes y profesionales de la salud. La ética, también la natural del Juramento Hipocrático, establece fundamentos universales sobre los cuales poder basar nuestro actuar profesional: buscar el bien de la persona, reconocer la igual dignidad de las personas (a cualesquier casa que entre, iré por el beneficio de los enfermos, absteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de lascivia con las mujeres u hombres libres o esclavos.), el valor inviolable de la vida humana (a nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer pesarios abortivos). Lo que señala el Juramento, colocando a la deidad como juez supremo, es servir al enfermo con el límite de nuestras capacidades intelectuales y de nuestra voluntad. Lo que añade la moral cristiana es servirlo por amor, lo cual supera infinitamente a un contrato, sin negar la justicia debida. Este es el motor de la acción sanitaria, el cuidar la vida por amor.
Quisiera con estás breves reflexiones testimoniar el servicio ofrecido por tantos técnicos y profesionales en los servicios de urgencia de nuestra zona, de los cuales fui testigo al poder compartir con ellos una entrega humana extenuante, en condiciones paupérrimas y con alta demanda asistencial producto del daño causado por el terremoto natural y social. Además pude compartir la paradojal situación de servicio desinteresado y lejanía física de nuestros seres queridos, lo cual también es comprensible en quienes no estando obligado a lo imposible no pudieron concurrir a sus puestos de trabajo.
Debemos trabajar incansablemente por el bien de los enfermos en el cultivo de una ética profesional racional y abierta a la trascendencia, que nos permita ser y formar profesionales íntegros con verdadera vocación de servicio público.
Dr. Cristián Vargas Manríquez
Director Instituto Superior de Bioética
Universidad Católica de la Santísima Concepción