La muerte es uno de los misterios más profundos y perturbadores de la existencia humana. A lo largo de la historia, la humanidad ha buscado darle un sentido, ya sea a través de la religión, la filosofía o el arte. Sin embargo, cuando la muerte se convierte en una realidad cercana, como ocurre cuando el cáncer toca las vidas de aquellos a quienes amamos, todas esas abstracciones se convierten en una experiencia visceral, imposible de ignorar.
Enfrentar la enfermedad de seres queridos es enfrentarse a nuestra propia vulnerabilidad y, en última instancia, a nuestra propia mortalidad. La enfermedad nos recuerda la fragilidad de la vida, y nos obliga a considerar preguntas que, en tiempos de salud, preferimos dejar de lado. ¿Cuál es el sentido de la vida frente a la inevitable llegada de la muerte? ¿Cómo podemos encontrar consuelo en un mundo que parece tan indiferente a nuestro sufrimiento?
Para muchos, la respuesta se encuentra en la fe. No una fe que ofrezca respuestas sencillas o consuelos baratos, sino una fe que permita abrazar el misterio, asumir la incertidumbre, y vivir con esperanza en medio de la desesperación. En mi experiencia personal, el camino hacia la fe fue arduo y lleno de dudas. Durante años, rechacé la idea de una vida después de la muerte, considerándola una ilusión creada para evitar enfrentar la realidad. Leí todo lo que pude en busca de respuestas, pero nada lograba apaciguar mi angustia. Quizá porque, en el fondo, era demasiado racional para aceptar algo que no podía probarse.
Sin embargo, llegué a comprender que la fe en Jesucristo, en sus discípulos y en los teólogos de la iglesia, no se trata solo de creer en una vida después de la muerte, sino de darle un sentido a la muerte misma. La fe me enseñó que la muerte no es un hecho aislado que me sucede solo a mí, sino un evento que comparto con toda la humanidad. Cristo en la cruz nos recuerda que no podemos enfrentarnos solos a la muerte; necesitamos la esperanza de la resurrección, no como una certeza, sino como una posibilidad que da sentido a nuestra existencia.
Es posible que quienes no tienen fe encuentren en la desesperanza una forma de autenticidad. Durante mucho tiempo, yo mismo intenté vivir sin fe, creyendo que era más honesto enfrentar la muerte sin consuelos. Sin embargo, siempre sentí que algo faltaba, que la desesperanza no era suficiente para responder a las preguntas más profundas de mi alma. La fe no me dio respuestas definitivas, pero me permitió vivir con la incertidumbre, sin miedo.
"Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino", dijo el ladrón crucificado junto a Cristo. "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso", respondió Jesús (Lc. 23, 39-43). Este diálogo es, en esencia, la promesa de que la muerte no es el final, sino el comienzo de algo nuevo. No podemos comprender plenamente lo que significa, pero podemos vivir con la esperanza de que, al final, no estamos solos.
En la misa de un difunto, el sacerdote recita: "Muerto con la esperanza de la resurrección". Estas palabras resumen el desafío de la fe: vivir cada día como si la muerte no tuviera la última palabra, como si, en medio de nuestro dolor, hubiera una luz que nos guía hacia un futuro más allá de nuestra comprensión. La fe no elimina el sufrimiento ni la pérdida, pero nos permite encontrar un propósito en medio de ellos, un propósito que va más allá de nuestra limitada existencia.
Quizá no todos necesiten la fe para encontrar sentido en la muerte, pero para aquellos de nosotros que la hemos buscado y encontrado, se convierte en un ancla en medio de la tormenta, una forma de enfrentar lo inevitable con esperanza, en lugar de desesperación. Y eso, en un mundo lleno de incertidumbre, es un consuelo inmenso.
Referencias:
Beca, J. P. (2022). Conversemos sobre la muerte. Urano.
Gumucio, R. (2019). Por qué soy católico. Penguin Random House.
Ramos, J. (2022). Creer o no creer. Paidós.
Raimundo Fuenzalida Carrasco
Abogado