Una vez más aparece el señor Carlos Peña disparando sus diatribas contra la Iglesia Católica en su articulo de Reportajes del diario El Mercurio del 12 de julio. Lo más lamentable es que no sólo desconoce el valor de la búsqueda de la verdad como lo ha manifestado Mons A. Goic ante el Parlamento, sino que manifiesta su más absoluta intolerancia en su tan defendida sociedad democrática. No se olvide señor Peña que una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios. Donde, de todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Exactamente lo que manifiesta su pensamiento, culpando de pasadita a la Iglesia por anunciar la verdad sobre el hombre y su dignidad. Y si, además, se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos -que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos- exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público. Lo que obviamente es un error. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia. Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura. Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión "tiránica" respecto al ser humano más débil e indefenso?. Es la intolerancia de los “tolerantes”. Su pensamiento, señor Peña, manifiesta lo que es la degradación de la democracia y donde el valor de la verdad en el respeto por la dignidad de la persona humana queda absolutamente de lado. Más aún cuando se trata de una vida absolutamente indefensa que grita en silencio su derecho a la vida. Mons A. Goic nos ha invitado a buscar la verdad y no ha ido al Parlamento a imponer su verdad. Sólo se ha presentado como testigo veraz del Evangelio de la Vida.
Pbro. Francisco Javier Astaburuaga Ossa
Doctor en Derecho Canónico