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Opinión / Cartas al Portal


Sepultar a los muertos

La nueva instrucción “Ad resurgendum cum Christo” sobre la sepultura de los muertos, nos invita a comprender el profundo sentido teológico, antropológico y espiritual de dar una digna sepultura a los difuntos. Teniendo un especial significado en la celebración de los fieles difuntos y la visita a los cementerios. En efecto, el documento recoge una larga tradición en la vida de la Iglesia para que el pueblo creyente comprenda el valor y la dignidad de toda persona humana, incluso una vez que ha fallecido.

Es así que ya en las tradiciones culturales más antiguas de la humanidad existen ritos funerarios de gran riqueza espiritual como por ejemplo “el libro de los muertos” en Egipto. En este contexto debemos recordar también lo importante que ha significado poder sepultar a quienes han sido asesinados por razones políticas y en las guerras, o bien han fallecido por catástrofes naturales, pues el corazón humano no se queda tranquilo hasta que no ve a sus difuntos descansando en paz. Por esto es necesario recuperar el sentido profundo de dar sepultura a los muertos, pues el rito responde no solo a una necesidad antropológica y por tanto espiritual del hombre, sino que también a conservar la memoria visible y significativa de los seres queridos que han partido. La digna sepultura o la conservación de las cenizas en un lugar adecuado permite que de generación en generación se trasmita la herencia espiritual de quien nos han acompañado a lo largo de la vida.

De igual modo, conserva la identidad de un pueblo en la memoria de sus antepasados. Y para esto necesitamos de lugares simbólicos que faciliten esa memoria histórica en las generaciones futuras, evitando de este modo un naturalismo panteísta donde se diluye la existencia humana con todos sus significados. Así mismo se supera un cierto dominio individualista de la última voluntad que en el esparcir de las cenizas en la naturaleza no permitirá la conservación de lugares y tiempos simbólicos en el recuerdo de los difuntos, más aun si son familiares. Y en este sentido no es casual que las invasiones provocadas por guerras, ya desde la antigüedad, lo primero que buscan es profanar las tumbas, pues así violan la dignidad de un pueblo y matan su identidad patria.

Es así, entonces, que la instrucción vaticana rescata una verdad antropológica y espiritual. Más aún, señala que la cremación es una vía legitima toda vez que su aplicación no signifique un acto positivo de la voluntad para renegar de la resurrección. Por tanto, pidiendo y sabiendo que toda sepultura debe ser en un lugar sagrado, el mismo documento explicita que esa es la regla general (n.5) lo que significa que puede haber excepciones. Agregando más adelante : “Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar” (n.6). Así, analizado en su texto y contexto el documento pontificio, se asume una visión teológica más integral y respetuosa de las tradiciones culturales y religiosas de los diferentes pueblos y naciones, especialmente para los católicos, evitando de este modo una lectura parcial y antojadiza de la instrucción como lamentablemente ha aparecido en algunos medios de prensa.

Con todo, la instrucción carece de un preámbulo más evangelizador y catequético que posibilite una mayor y mejor comprensión pastoral de lo que pretende normar. No basta con citar determinadas afirmaciones magisteriales. Es necesario un recorrido antropológico más delicado y prolijo que facilite una mejor aceptación en el pueblo creyente. Es de esperar, entonces, que la Conferencia Episcopal profundice en este sentido y haga más amigable y aceptable una instrucción que no ha sido feliz en su redacción con mayor sentido pastoral y que ha tenido una comprensión critica en el mundo católico, siendo fuertemente contestada en la prensa nacional.

P. Fco. Javier Astaburuaga Ossa
Doctor en Derecho Canónico