El drama inherente al aborto es una cuestión sin discusión. Más aún cuando lo dramático del acto afecta no sólo a la madre de la criatura sino que, especial y definitivamente, a esta última, absolutamente indefensa ante su agresor que actúa sobre seguro. Y ante la imposibilidad más radical de defenderse por parte de la víctima. Hoy la defensa de los derechos humanos también se juega en ser voz de aquellos que desde el vientre de su madre no tienen voz. El aborto siempre se concluye con la perdida de una vida inocente y que no ha tenido el más mínimo derecho a la defensa. La sangre de tantos niños abortados será siempre un grito de justicia que clama al cielo y ante una sociedad que camina hacia el abismo de una "cultura de la muerte" y no se abre la realización más plena de ella misma a través de una "cultura de la vida". Por eso una decisión a favor de la vida del que está por nacer es un acto valiente y coherente no sólo con la ciencia y la legislación que reconoce la existencia de un ser humano desde la concepción, sino que también con la sociedad entera que salvaguarda la vida de sus hijos, futuro de una nación y de la transformación de un pueblo. Dios nos libre de ser cómplices y artífices de asesinatos tan deleznables a través de normas que promuevan el aborto en cualquiera de sus formas.
Pbro. Francisco Javier Astaburuaga Ossa
Doctor en Derecho Canónico