Queridos hermanos y hermanas:
Se puede considerar providencial que en vísperas de la votación en el Senado de la ley sobre matrimonio y familia, estemos celebrando en la Iglesia la Semana de la Familia, y que el Evangelio dominical sea el pasaje en el que Jesús se refiere explícitamente al divorcio (Mc.10, 1-15). La comprensión de este texto nos debe ayudar a entender la posición de la Iglesia frente a un proyecto de ley que introduce el divorcio en la legislación chilena, y la responsabilidad de los cristianos y especialmente de los que desempeñan funciones políticas en esta materia.
Los fariseos, que quieren poner a Jesús en una situación difícil, le preguntan derechamente: ¿Puede el marido repudiar a la mujer?. Ellos tienen muy claro que el Deuteronomio conoce esa posibilidad y la regula con el “líbelo de repudio” (Dt. 24,1s). Pero el hecho de que lo pregunten y que consideren que es una tema comprometedor, muestra que era un tema debatido. La pregunta no se refiere a las condiciones (más o menos rigurosas) para despedir a la mujer, sino a la lícitud del repudio en sí.
La respuesta de Jesús no se limita a la legislación judía en cuanto válida para el Pueblo de Dios, sino que se eleva al sentido original del matrimonio, por lo tanto, a lo que el matrimonio es como institución humana de valor universal y permanente. La norma mosaica, según Jesús, responde a una etapa aún imperfecta de la Revelación de Dios, que viene a corregir las deformaciones que el pecado ha introducido en la creación original.
Pero ahora, con Jesús el Mesías, ha llegado la plena Revelación que desvela el sentido verdadero, profundo de la creación entera y, en especial, del hombre: el sentido de su existencia y su destino; y esa verdad liberadora es la que la Iglesia debe anunciar al mundo entero. En cuanto al matrimonio, la decisión de aceptarse como marido y mujer, une al hombre y a la mujer con un vínculo que los convierte en algo así como una sola persona, es decir, con una identidad que los constituye, en cierta forma, en un solo principio de relación o de referencias, por la comunión de vida, por la responsabilidad común, por la solidaridad total que implica ser “hueso de los huesos y carne de la carne”. El hombre y la mujer, por el matrimonio, entran en una nueva forma de existir que tiene como razón de ser la transmisión y el cuidado de la vida humana. Así, no está en manos del hombre declarar desvinculados a los que Dios ha unido antes de cualquier sacramento por la virtud del mismo matrimonio.
Ese pleno conocimiento del matrimonio en sí, que el cristiano alcanza con la ayuda que la Revelación presta a la razón, la Iglesia no puede eximirse de comunicarlo.
El mismo relato de San Marcos muestra la amplitud universal que posee esta verdad. Mientras el relato de San Mateo, que se dirige a los judíos, considera sólo la posibilidad de que el marido despida a su mujer, que era lo que regulaba el Deuteronomio, San Marcos, que escribía para los cristianos de Roma, contempla también del caso de que sea la esposa la que despide al esposo, posibilidad aceptada en el Derecho Romano, y la declara también contraria a la naturaleza original del matrimonio. San Marcos transmite la predicación apostólica ya en el mundo pagano, y no tiene ninguna restricción, al contrario, se siente llamado a dar un juicio moral fundado en el “Evangelio” sobre esa ley de divorcio dictada por el Estado Romano.
Esto es perfectamente coherente con la voluntad de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad” (1 Tim.2,4). Para eso hay que exponerla en todo su “esplendor”, es decir, en su capacidad de iluminar la vida del hombre en todas sus dimensiones.
Y es lo que sigue haciendo la Iglesia sin pretender por eso imponerle a la sociedad la verdad por “la vía del poder”, como a veces se escribe, sino enseñándola sin falsearla por vergüenza o por cualquier tipo de cálculos, como dice San Pablo (2 Cor. 4,2).
Hoy, por Jesucristo, la Iglesia sabe lo que es el matrimonio, y su deber es transmitir ese conocimiento que corresponde a una forma de vida que es más humana, más digna, más noble, más bella, porque está iluminada por la verdad y animada por el amor verdadero. Testigos de esta vida son los santos y santas cristianos, entre las cuales hay numerosos laicos que vivieron así su vida matrimonial.
Este proyecto original del Creador sobre el matrimonio es el que la Iglesia mantiene vivo para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Su enseñanza ha sido expuesta con toda claridad para el hombre de hoy, en el Catecismo de la Iglesia Católica:
“El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos...” (n.1644).
“El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble... (n.2382).
Esta es la doctrina que, como es bien sabido, hemos afirmado los Obispos de Chile en todas las declaraciones hechas sobre esta materia para clarificar las conciencias de quienes pueden haberse sentido confundidos o inquietos ante el proyecto de ley que se encuentra ya en sus últimos trámites. De una manera especial, las conciencias de los parlamentarios católicos que enfrentan una responsabilidad tan seria frente a la sociedad. La doctrina del Magisterio de la Iglesia es clara y constante en esta materia. Por eso debemos lamentar que en Chile este proyecto de ley de divorcio haya sido promovida por políticos y legisladores que se declaran católicos, distanciándose explícitamente del magisterio auténtico y apoyándose en un “magisterio paralelo” que en estos días se ha hecho presente en el debate a través de los medios de comunicación. Es un error pensar que abandonando la verdad y sus exigencias morales se pueda ayudar mejor a las personas que atraviesan por momentos difíciles. La caridad, la comprensión, el acompañamiento de las personas que sufren, también de los que yerran y de los pecadores, no tienen nada que ver con la justificación del error y del pecado. El error se sana precisamente con la verdad, y el pecado, con la misericordia y la paciencia que invitan a la conversión.
El amor no consiste en tranquilizar las conciencias disimulando el mal – lo que es una actitud pastoral en el fondo cómoda - sino en estar junto al que sufre por los errores y faltas que pudo haber cometido, tal vez humanamente difíciles de solucionar, ayudándoles a llevar su cruz.
El Evangelio de Jesucristo no es una doctrina que todo lo concilia y todo lo comprende. El Evangelio, por cierto, acepta e integra en sí “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y digno de elogio” (Filp. 4,8), pero, por otra parte, Jesús pone en guardia contra toda actitud superficialmente conciliadora. “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino la espada. Si, he venido a enfrentar...” (Mt.10,34). Y acto seguido advierte cuales son las exigencias que conlleva el hecho de llamarse discípulo suyo.
Las personas seguirán a Jesucristo como único Señor y Salvador, no cuando les disimulemos las exigencias de una vida de acuerdo con la verdad, sino cuando vean cómo llevan los cristianos esas exigencias. Débiles como somos, necesitamos que alguien nos muestre que verdaderamente “el yugo de Jesús es suave y su carga liviana” (Mt. 11,30). Y ese es el servicio que el cristiano que ha creído en la palabra de Cristo, debe prestar al mundo: que por el testimonio de su propia vida, quien se acerca a Cristo no sienta las exigencias de la verdad como un peso aplastante y destructor, sino como un llamado a superar los temores que atan a los propios defectos y debilidades, para dejarse conducir por Cristo, según las exigencias del amor.