1. Con mirada de pastores de este pueblo que nos ha encomendado el Señor, vemos con preocupación el aumento de la violencia en nuestro país, la inseguridad que crece en nuestras ciudades y la sensación de desprotección que se difunde por la publicidad que se da a los crímenes. También nos inquietan las reacciones violentas que brotan en nuestra sociedad ante los delincuentes.
2. Sin duda son muchas y diversas las causas de la violencia y de su crecimiento entre nosotros. Entre ellas se puede mencionar el desempleo, la pobreza, la extensión de la droga, el maltrato al interior de la familia y la frecuente disolución de sus sagrados vínculos, así como la insuficiencia de centros sanos de expansión y de deportes, etc. También ocupa un lugar importante el modelo de desarrollo económico y cultural que estamos viviendo. La apertura al mundo, que implica notables beneficios, nos trae formas de vida altamente competitivas que provocan fuertes tensiones en las personas, con aumento del espíritu individualista, del egoísmo, de formas duras y frías de enfrentar el trabajo, y de secuelas de marginación y aun exclusión de muchos en la sociedad. Numerosas personas sienten que, paradójicamente, junto con el progreso en algunos aspectos, vivimos en una realidad social que pierde características de humanidad.
3. Percibimos que un factor común de estas causas es la debilidad, y a veces la carencia, de los valores acordes con la dignidad del ser humano y con el respeto de la vida humana y de los derechos y deberes que emanan de ellos. También incide la falta de una formación integral que acentúe las virtudes humanas y cristianas en los individuos, los hogares y en la vida social. Notamos un avance de la “cultura” de la muerte y es deber de todos detenerla cuanto antes, reconociendo que alejarse de Dios, que es la fuente de la vida, es adentrarse en el dominio sombrío del pecado y de la muerte.
4. Ante el aumento de la violencia, nuestro pensamiento se dirige en primer lugar hacia quienes han sido víctimas inocentes de agresores, a veces psíquicamente insanos, que han actuado con inusitada violencia. Nos conmueve el dolor extremo que provocan estas situaciones, más aún cuando afectan a niños. A ellos y a sus familiares les pertenece nuestro afecto y apoyo, como asimismo nuestra oración y compromiso de seguir trabajando en el campo de la proclamación de la verdad, como también de la educación, especialmente familiar, y en todo lo que contribuya a crear condiciones de vida que ayuden a alejar estos delitos de nuestra sociedad.
5. Para superar la situación que enfrentamos, creemos que es indispensable tener una perspectiva serena y acorde a la dignidad humana. Entre las medidas que deben aplicarse figuran ciertamente las sanciones punitivas, pues la sociedad tiene el derecho y el deber de defenderse de los agresores. Estas deben ser proporcionales a la gravedad del delito cometido, pero siempre respetando el derecho a la vida y la dignidad de la persona humana.
6. La reflexión sobre las penas que aplica la sociedad, particularmente sobre la pena de muerte, ha experimentado grandes progresos en la conciencia de la humanidad. El Magisterio de la Iglesia se ha pronunciado sobre ellas en diversas oportunidades durante los últimos años. El Catecismo de la Iglesia Católica, actualizado en 1997, presenta de la siguiente manera la doctrina sobre esta materia:
Nº 2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otros. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.
Nº 2266 A la exigencia de tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y de las normas fundamentales de la convivencia civil. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal; en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable (Cfr. Lc. 23, 40-43).
Nº 2267 La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, al estar fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” (E.V. 56).
7. ¿Es necesario mantener en Chile la pena de muerte?. Por los gravísimos delitos criminales que con cierta frecuencia se cometen en nuestro país, hay quienes se inclinan a pensar que debe mantenerse. Sin embargo, hay consideraciones que hacen pensar lo contrario. En nuestro país hay un Estado de Derecho, operan los Tribunales de Justicia, también los organismos policiales de prevención y represión, existe un sistema penitenciario que se esfuerza por cumplir con el encargo que le hace la sociedad, si bien con mayores recursos podría mejorar este servicio. Por lo tanto, hay poderosas razones para pensar que la sociedad puede usar medios incruentos para defender y proteger del agresor la seguridad de las personas.
A los legisladores les corresponderá hacer este discernimiento y adoptar una decisión sobre esta materia. Junto a ellos, todos nosotros necesitamos formarnos un juicio sobre este importante asunto. Pedimos que, en materia tan delicada, nadie se deje llevar por temores circunstanciales, tampoco por la pasión de la venganza ni por campañas públicas que alteren la visión de la realidad, sino más bien por la reflexión y el estudio, formándose una conciencia suficientemente informada y acorde a la dignidad humana. En la serenidad de lo íntimo, ante Dios, que cada uno tome una vez más la opción de buscar la mejor forma de respetar y cuidar la vida humana, que es el regalo más valioso que nos ha entregado Dios como nuestro Creador.
El Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile
† Francisco Javier Errázuriz
Arzobispo de Santiago
Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile
† Javier Prado Aránguiz
Obispo de Rancagua
VicePresidente de la Conferencia Episcopal de Chile
† Antonio Moreno Casamitjana
Arzobispo de Concepción
† Sergio Contreras Navia
Obispo de Temuco
† Manuel Camilo Vial Risopatrón
Obispo de San Felipe
Secretario General de la Conferencia Episcopal de Chile
Santiago, 26 de julio de 2000