La fiesta que nos convoca
El pórtico de entrada de cada liturgia es la invocación de nuestro Dios: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Celebramos este misterio insondable, pero revelado por Dios mismo y en modo definitivo por su Hijo Jesús por la acción del Espíritu Santo.
Dios es misterio, pero no es misterioso. Es un misterio; pero no oculto, sino revelado, manifestado, compartido con la humanidad. No podemos pretender abarcar el misterio. El misterio debe ser contemplado y ante aquel debemos inclinarnos, como lo hacemos para contemplar al niño Dios en el pesebre y ante el mismo Jesús cuando nos inclinamos para adorar su cruz victoriosa el viernes santo.
Recuerdo las palabras del Papa Juan Pablo II, en el inicio de lo que fueron sus viajes apostólicos. Dijo en la ciudad de Puebla, México: “Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es al amor. Este amor, en la Familia divina, es el Espíritu Santo” (Homilía, 28 de enero de 1979).
Es a Dios uno y trino, misterio de comunión y participación que la Iglesia celebra este Domingo. A este Dios familia queremos alabar y agradecer y prolongar esta gratitud en la memoria agradecida que pedí a las parroquias y comunidades que hiciéramos durante este año en el inicio del Jubileo de los 25 años de nuestra diócesis de Melipilla.
Memoria agradecida de esta Parroquia
La memoria agradecida del Pueblo de Dios queda plasmada en el texto del Deuteronomio que introduce la Liturgia de la Palabra:
“pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó algo semejante” como las maravillas que ha obrado Dios con nosotros. Estas palabras introducen una confesión de fe sencilla y profunda
“¡reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios, allá arriba en el cielo y acá abajo en la tierra, y que no hay otro!”.
Para esta comunidad de San Ignacio de Loyola, que celebra sus 75 años de existencia, estas palabras son providenciales para hacer su propia memoria agradecida y para confirmar su confesión de fe.
¡Cómo no agradecer el empeño de los laicos que buscaban un lugar para celebrar el culto dominical y que, finalmente, donaron el terreno para establecerlo! ¡Y cómo no agradecer al Señor el que entre los fundamentos de esta comunidad parroquial está nada menos que la vida de un santo que terminó dándole su nombre a la comuna que nos alberga! Ambos se llamaban Alberto: don Alberto Tagle Ruiz y San Alberto Hurtado Cruchaga. Gracias, Señor.
La memoria agradecida continúa su peregrinación para reconocer el enorme bien que a esta comunidad le hicieron los novicios jesuitas de la Casa de Loyola, en el pasado, y la fundación de la Escuela Benjamín Vergara, sólo trece años después, animada por las Hermanas Franciscanas de Boroa. Esta queridísima Congregación chilena – y lo destaco - hacen y han hecho una contribución invaluable a la evangelización tanto de esta comuna de las diócesis, como en Arauco. ¡Gracias, Señor!
Y podríamos seguir, enhebrando la historia de las diversas comunidades, formadas en torno a antiguos oratorios de fundo, desde la más antigua, la
Inmaculada Concepción de María de la Esperanza, fundada en 1944;
Santa María de los 8 soles, del fundo los Olmos; la Capilla del Sagrado Corazón de Jesús en la comunidad de Nueva Estrella de 1959. O las más recientes y urbanas, como son San Alberto Hurtado (1983), Sagrada Familia (2000), Santa Cruz (2002), Santa María Misionera (2006). No pretendo ser exhaustivo ni olvido a la comunidad Nuestra Señora de Lourdes, ni a la de Jesús Peregrino o la de Cristo Rey. ¡Gracias, Señor!
Y espero, como obispo de esta diócesis de Melipilla, que podamos desde esta parroquia seguir la
“plantatio ecclesiae” en los distintos barrios que van construyéndose en este vasto territorio parroquial.
Uno siempre teme nombrar porque es muy posible olvidar, pero esta vez me atrevo a hacerlo porque en la memoria agradecida quisiera nombrar a cada religiosa, religioso, diácono, catequista y agente pastoral, por quienes ha pasado la historia de fe de esta comunidad parroquial, tarea que dejo en sus propias manos y memoria. ¡Gracias, Señor!
Junto a esta memoria agradecida, se unen también los recuerdos asociados al camino que lleva hasta la Cuesta de Zapata, tantas veces recorrida por muchos de Ustedes para ir a otros lugares de esta ahora diócesis de Melipilla, como también a paseos familiares hacia Valparaíso. O bien, a los paseos a Cartagena o al Litoral Central en el tren, que muchos de los presentes conocimos; y lo cuidadosos que había que ser al pasar frente del Retén de Carabineros del antiguo Camino a Melipilla. También por esto: ¡Gracias, Señor!
La memoria agradecida se ha ido poblando de rostros y de nombres a quienes seguramente mucho debemos. Sobre todo aquellos que han pasado silenciosamente haciendo el bien y que son los santos y las santas de nuestras comunidades que, aunque no tengan un altar en nuestros templos, lo tienen en nuestros corazones. ¿Quién preparó la capilla para tu Bautismo, tu Confirmación, tu Matrimonio? ¿Quiénes te prepararon? Y más profundo aún: ¿Quiénes te han engendrado en la fe? ¿Quiénes te ayudaron a descubrir tu vocación religiosa o sacerdotal? ¿Y quiénes se han distinguido por su caridad silenciosa y su solidaridad con esta comuna?
En esta memoria agradecida, siento que se ha ido reuniendo una gran multitud de hermanos y hermanas, tanto los que están presente en esta asamblea como los que se nos han unido desde el cielo, celebrando el día de la Santa Trinidad. Con todos ellos nos unimos en un coro para repetir:
“¡hoy reconocemos y meditamos en nuestro corazón que el Señor es Dios, allá arriba en el cielo y acá abajo en la tierra, y que no hay otro!”.
Hagámoslo juntos diciendo:
“Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo,
como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos”. Amén.
El mandato evangelizador de Jesucristo Resucitado
Hermanos y hermanas: así como hemos peregrinado a los orígenes de nuestra historia parroquial, los invito a que juntos vayamos a ese monte de Galilea donde Jesús citó a sus discípulos después de su Resurrección para darle sus últimas instrucciones.
“Todo comenzó en Galilea” dicen los Hechos de los Apóstoles, refiriéndose a la vida de Jesús de Nazaret. Y para nosotros también todo comienza en Galilea donde el Señor nos da su envío solemne antes de terminar su misión en la tierra:
“vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado. Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Esa es la tarea, la misión de cada cristiano, de cada comunidad, de cada parroquia, de cada diócesis. Y esa misión es el gozo y la honra de cada uno de nosotros. En ella se juega el sentido más profundo de nuestra vida, porque una Iglesia que no evangeliza deja de ser tal y pasa a ser un pasatiempo o sólo un club de amigos.
Esta Parroquia, que ha querido estar atenta a los signos de los tiempos, que ha nacido del aporte común de religiosas, laicos, hermanos y sacerdotes, que tiene un Santo entre sus fundadores, tiene inscrita la misión en su fe de Bautismo. Y de ella no podemos renegar. Muy por el contrario, es lo que tenemos que renovar en estas bodas de diamante parroquiales. Y renovarla puesta al día, como la sueña el Papa Francisco en su carta sobre la evangelización.
“Vayan”, dice el Señor Jesús, vayan por los barrios y las casas llevando mi paz. Vayan, aclara el Papa, como una “Iglesia en salida” y no encerrada entre cuatro paredes. Vayan a las periferias de nuestros pueblos y ciudades. Vayan a las periferias existenciales de cada persona humana. Vayan especialmente donde hay sufrimiento y dolor, donde hay mayor pobreza y mayor necesidad. Vayan a acompañar a sus hermanos, vayan a involucrarse en sus vidas y en sus proyectos cotidianos. Abran con cariño las puertas que se cierran.
Vayan como misioneros de la misericordia a anunciar la gratuidad de nuestro Padre Dios. Vayan a ser testigos de lo que de Él hemos recibido. Vayan a compartir la experiencia gozosa del amor del Señor. Vayan, sobre todo a decirle a los que se sienten lejos o alejados, que ellos son parte importante de la Iglesia de Dios y que en esta Iglesia no hay excluido. Que hay un lugar singular para cada uno de nosotros.
Y, por el amor de Dios, vayan en comunidad, en comunión. Esta no es una tarea individualista. Por eso el Señor pide que, por lo menos, vayamos de dos en dos, acompañándonos en la misión. Y, los que no puedan hacer físicamente el camino de la misión, aquellos hermanos y hermanas que están enfermos y postrados, sean los misioneros de la oración, que recibiendo la Comunión de los enfermos y con las cuentas del Rosario en sus manos, sean el sustento del trabajo misionero de toda esta Parroquia de San Ignacio de Loyola.
Nuestro santo vivió y trabajó “para la mayor gloria de Dios”
(ad maiorem Dei gloriam). Y Uds. saben que la gloria de Dios, su mayor glorificación, es que una persona viva plenamente. Eso está inscrito en el corazón de la Santísima Trinidad: se alegra el Padre por la plenitud de sus hijos, de sus hijas; se alegra Jesucristo, el Hijo amado, porque aquellos por quien Él dio su vida, comienzan a vivir como resucitados; se alegra el Espíritu Santo porque así renueva la faz de la tierra. Y nos alegramos nosotros porque el proyecto de Dios encuentra su plena realización. Pero esta no descansa en nuestra fuerzas, sino en la promesa de Cristo: Él es el garante de la misión; Él ha querido apropiarse generosamente de la misión a través de los siglos:
“Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Un solo Dios
Al celebrar esta fiesta de la Trinidad Santa y los 75 años de nuestra parroquia volvamos nuestra mirada a este Dios que no es una soledad, a este Dios que no es aburrimiento, sino que es extroversión; a un Dios que es uno, porque hay un solo Dios, pero que es trinidad de personas, misterio de comunión y participación, ejemplo para lo que debe ser una comunidad cristiana, una familia, una sociedad civil. Fijemos nuestra mirada en el único Dios, el Dios verdadero, en el Señor de la historia.
Todos nosotros por nuestra naturaleza, por lo que hay en nuestro corazón, no podemos vivir sin una referencia a un absoluto. Si este absoluto no es Dios vamos a buscar sucedáneos, vamos a fabricarnos ídolos, ídolos de hechura humana. Y el símbolo de esta idolatría, lo dice Jesús, es el dinero. Es la oposición más grande que pone Jesús entre Dios y otra realidad de este mundo:
“no pueden servir a Dios y al dinero”.
Es el gran problema, es el gran drama que vivimos también hoy en día en nuestra patria: crisis de instituciones, focos de corrupción, dinero fácil. El dinero es lo que mueve la industria armamentista, que tantos dramas causa en la historia reciente y actual: pueblos en exterminio, “limpiezas” étnicas de las que no tenemos noticias. No olvidemos el drama y la injusticia de nuevas esclavitudes como la trata de personas y la explotación de la mujer, la industria del aborto, el narcotráfico o el micro tráfico que se incrusta en nuestros barrios y poblaciones. Detrás de ello, está el ídolo del dinero. Y ahora último hemos sido testigos de noticias que hasta en el fútbol internacional el dinero sucio vuelve a ser protagonista.
Los invito, por tanto, a exclamar:
“Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en un principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos”. Amén.
Con esta convicción, renovemos nuestra fe en el único Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
+Cristián Contreras Villarroel
Obispo de Melipilla
Obispado de Melipilla
Domingo 31 de Mayo 2015