Hermanas y hermanos en el Señor Jesucristo:
Doy a todos Ustedes la más cordial bienvenida a esta celebración de Acción de Gracias a Dios por un nuevo aniversario de nuestra independencia nacional. Nos hemos reunido, porque el Señor, en su Providencia, ha querido hermanarnos haciéndonos nacer y vivir en un mismo territorio, compartiendo una misma historia, siendo contemporáneos en el aquí y ahora de nuestra vida y, como parte de una gran familia, ayudando a construir un futuro mejor.
La voluntad del Señor es que todos nos reconozcamos como hermanos porque Jesucristo, muriendo y resucitando, nos ha hecho nacer hijos de Dios Padre, en el bautismo, por el agua y el Espíritu Santo. El signo por el cual los demás nos reconocerán como hijos del mismo Padre, discípulos de Jesucristo y hermanos entre nosotros es el amor mutuo. San Juan en su carta advierte a los cristianos que "si alguno dice: 'amo a Dios', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1Jn 4,20-21).
El mandamiento que nos dejó Jesucristo es el de amarnos unos a otros, pero en un grado infinitamente superior al amor puramente humano, pues hemos de amar como Cristo nos amó, quien sabiendo "que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1), es decir, hasta morir en la Cruz por nosotros, pecadores y enemigos suyos (ver Rm 5,10).
Jesucristo no sólo nos ha dado el ejemplo de como se debe amar, sino que más aún, por el don del Espíritu Santo, ha infundido su propio amor en nuestros corazones para que podamos amar a la medida de Cristo, esto es, en la dimensión de la Cruz.
Ha sido Jesucristo quien ha derribado el muro que nos separaba, el odio. Él arrancó de nosotros el pecado que, como un veneno, nos mataba por dentro y nos separaba de Dios y de los hombres. El Señor sabía muy bien que la raíz de todos los males que nos rodean por fuera se encuentra dentro, en lo más hondo del corazón. Porque no es lo que entra lo que mancha al hombre, sino lo que sale de él.
Así nos lo dice el Señor en el Evangelio: "Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricia, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre" (Mc 7,20-23). Es por ello que la obra redentora de Cristo se resume en el perdón de los pecados y en la creación de un corazón nuevo capaz de amar a Dios por sobre todo y al prójimo como a uno mismo.
Cuando el hombre perdió la comunión con Dios a causa del pecado de los orígenes, entró la enemistad de unos con otros. El mundo dejó de ser el paraíso en donde la humanidad se podía reconocer como una gran familia de hermanos, hijos todos de Dios Padre. Nos dice la Palabra del Señor que a causa del pecado entró la división en el corazón de la persona humana, de tal modo que no es capaz de hacer el bien que conoce y quiere hacer, y obra el mal que no quiere hacer (ver Rm 7,19). El hombre se percibe a sí mismo esclavo de sus pasiones, ambiciones, egoísmos y desenfrenos.
En la misma familia, donde están los seres más queridos, se produce esta división. Los esposos que se casan enamorados no son capaces de amarse siempre como quisieran, los hijos que con tanto amor son engendrados y recibidos en el seno de la familia se convierten muchas veces en el gran dolor de los padres, precisamente porque se les tiene mucho amor. Si Dios quiso que los mayores amores de nuestra vida fueran causa de nuestros mayores gozos, el pecado convierte esos amores muchas veces en nuestros más grandes dolores.
Nuestra Patria está también marcada profundamente por la presencia del pecado que divide y destruye. Si todos hemos nacido en el mismo país, con un origen y destino común, ¿por qué entonces afloran una y otra vez tantos indicios de hondas heridas no sanadas, de odios y rencores no superados, de ansias de venganza por hechos acaecidos hace tantos años? ¿Por qué no hemos logrado ser una sociedad reconciliada, en la que, como miembros de una misma familia, seamos capaces de ofrecer y recibir el perdón? ¿Por qué nos dejamos invadir por intenciones homicidas al pretender aprobar la ley del aborto, “crimen nefando” (GS 27.51)? ¿Por qué afanarnos neciamente en destruir el matrimonio y la familia, ya con la ley del divorcio, y ahora con el intento de aprobar la ley de acuerdo de vida en pareja y más adelante con la legalización del matrimonio de personas del mismo sexo, con el derecho incluso de adoptar hijos?
Frente a estos signos de muerte, los cristianos siempre estaremos por la promoción y defensa de la vida, desde su concepción y muerte natural, estaremos por el matrimonio y la familia. Y, consecuentemente, apoyaremos con todas nuestras fuerzas solo a quienes defiendan y promuevan estos principios irrenunciables de la verdadera dignidad humana.
Y sin embargo, nuestra cultura no promueve el amor a la vida, no fomenta el perdón ni la reconciliación, no quiere obedecer a Dios en lo que se refiere al matrimonio y a la familia. ¿Por qué? La respuesta es porque todavía anida en nuestro corazón el pecado y, además, porque a nuestra sociedad le podemos aplicar las palabras de San Pedro: "el adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar" (1 Pe 5,8). Bajo su influjo se han entenebrecido nuestras conciencias, llamando bien al mal y mal al bien. Y porque no somos capaces de conocer la verdad y el bien, tampoco podemos amar el verdadero bien, el que conduce a la vida eterna.
Jesucristo viene a cambiar esta situación. Sólo Él nos puede devolver la capacidad de cumplir de verdad el mandamiento del amor: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo" (Lc 10,27).
Hemos de convencernos que en la medida en que el país se aleje de Dios, de sus mandamientos y de su fe en Jesucristo aumentará cada vez más la división entre nosotros, viviremos conflictos que irán escalando en violencia a todo nivel, nos miraremos unos a otros con creciente desconfianza y temor.
En cambio, renovar y acrecentar nuestra fe en Jesucristo, en su dimensión personal, familiar y social, sanará las heridas que el pecado ha infligido en el corazón de cada uno de nosotros y, como consecuencia, sanará el alma nacional. Sólo un corazón reconciliado con Dios, por la muerte y la resurrección de Jesucristo, puede reconciliarse con el hermano. Sólo un corazón que se sabe perdonado por Cristo, puede estar disponible a perdonar al hermano. Y sólo un corazón que ha experimentado el amor del Corazón de Jesús puede amar a todos como Él lo hizo, incluyendo a los enemigos.
En este día de Acción de Gracias por nuestra nación, renovemos hoy el voto que el Padre de la Patria, Bernardo O'Higgins, hizo al Señor, prometiéndole poner el presente y el futuro de Chile independiente bajo la materna protección de la Madre del Señor, la Virgen María, bajo la advocación del Carmen. Como en las bodas de Caná, escuchemos a María que nos dice: "Hagan todo lo que Jesús les diga" (Jn 2,5). Si escuchamos y obedecemos al Señor, veremos que Él realizará el milagro de convertir nuestros odios, divisiones y desconfianzas en amor, unidad y confianza.
Para que esto sea realidad, pedimos al Padre que, por el envío del Espíritu Santo, Cristo viva en nosotros y en nuestra Patria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.
+ Francisco Javier Stegmeier Schmidlin
Obispo de Villarrica