Homilía en Te Deum de Fiestas Patrias.
Osorno, 18 de septiembre de 2012.
Fecha: Martes 18 de Septiembre de 2012
Pais: Chile
Ciudad: Osorno
Autor: Mons. René Rebolledo Salinas
Textos bíblicos
Primera Lectura : Is 5, 1-7
Salmo Responsorial : Sal 128, 1-6
Evangelio : Jn 15, 1-10
“Que el Señor te bendiga…
todos los días de tu vida”
(Sal 128, 5).
Me complace reiterarles a todos mi cordial y afectuoso saludo, agradeciendo muy sentidamente la amable presencia y participación entusiasta en esta sagrada celebración. Lo hago ahora, con el augurio de bendición, tan hermoso y significativo del Salmo 128, que acabamos de cantar: “Que el Señor te bendiga… todos los días de tu vida” (v. 5).
Ha querido nuestro amado primer pastor Siervo de Dios Mons. Francisco Valdés Subercaseaux, de quien celebramos el 30º aniversario de su Pascua en enero recién pasado, que el hermoso y solemne templo Catedral que nos acoge sea un lugar donde Dios bendiga abundantemente a su Pueblo y la comunidad osornina, con corazón unánime en sentimientos de agradecimiento, lo celebre y eleve un himno de alabanza.
Grande es el número de cuantos encaminan sus pasos a este lugar sagrado, señalado por la presencia del Señor, para expresarle gratitud, alabanza y súplica. En silencio adorante presentan también a Él y a su santa Madre sus gozos, alegrías y satisfacciones, como también sus dolores, sufrimientos y preocupaciones.
El Pueblo fiel, en este día hermoso, grande y solemne, junto a las autoridades de Osorno y de la provincia, dirigentes sociales y representantes de los más diversos voluntariados que generosamente sirven al prójimo, convocado por Cristo, Señor de los tiempos y de la historia, acoge agradecido su Palabra y su bendición, ambas tan necesarias para proseguir la marcha. Anhela contar con su ayuda que jamás falla y su gran fidelidad. Por ello, el augurio en este día debe ser recíproco, vale decir, no importa color político, posición social, etcétera, a todos queremos acoger con una bendición: “Que el Señor te bendiga… todos los días de tu vida”.
“Yo soy la vid verdadera
y mi Padre es el Viñador”
(Jn 15, 1).
Profundamente agradecidos acogemos la bendición de la Palabra de Dios, textos maravillosos que iluminan esta celebración y nos ofrecen los contenidos más profundos de ella. Jesús se dirige a nosotros, solicitando nuestra atención y cordial respuesta. Es una Palabra delicada, profunda y anunciada por Él con mucho amor, y que espera, de parte nuestra, una correspondencia en igual dimensión. Es nuestro cometido vislumbrar el mensaje de la Palabra que hemos acogido, a fin de que ella oriente nuestros pasos, según su gracia, en el presente y para el futuro. Renovamos, por ello, nuestra fe en el amor del Padre, en el poder salvador de Jesucristo y en la fuerza del Espíritu Santo que está vivo y actuando en medio nuestro.
En este día, la Palabra es especialmente orientación para nuestra vida, luz en nuestro sendero, guía segura en nuestros caminos, consuelo y esperanza, fuerza, bendición y gracia al enfrentar los desafíos.
El simbolismo de la vid está en la base de los textos bíblicos que acabamos de oír. Esta es una imagen clásica del Antiguo Testamento para señalar las relaciones que se dan y deberían darse entre el Señor Dios y su Pueblo elegido, Israel.
La vid era y es símbolo de fecundidad. Hermosamente canta el Salmista: “Tu mujer, como una vid fecunda, en la intimidad de tu casa, tus hijos como brotes de olivo en torno a tu mesa” (Sal 128, 3), y el autor del Eclesiástico nos ha dejado este precioso pasaje: “Como la vid eché brotes graciosos y mis flores dieron frutos de gloria y riqueza” (Eclo 24, 17).
Manifestación de desgracia
para Israel era la ausencia de racimos en las viñas. Incluso la maldad del pueblo es asemejada a una viña estéril, sin vida, sin frutos e ingrata para con los cuidados y solicitudes del Celeste Viñador. Qué hermoso y expresivo es el cántico de la viña, que acabamos de oír en la Primera Lectura del profeta Isaías:
Déjenme cantar,
en nombre de mi amigo,
la canción de mi amigo por su viña.
Una viña tenía mi amigo
en una loma fértil ...
Él esperaba que produjera uvas,
pero sólo le dio racimos amargos ...
¿Qué otra cosa puedo hacer a mi viña
que no se la hice?
¿Por qué, esperando que diera uvas
sólo ha dado racimos amargos?”
(Is 5, 1- 4)
Es ciertamente Israel la viña, la vid escogida del Señor, pueblo privilegiado en atenciones y en solicitudes indecibles. El autor del cuarto Evangelio, en esta hermosísima página que se nos ha proclamado hoy, patentiza, sin embargo, una gran novedad. La nueva vid, que brota de esa raíz, es la misma persona de Jesús. Él es el tronco de la parra. Su Padre es el dueño de la viña: “Yo soy la Vid verdadera y mi Padre es el Viñador” (Jn 15, 1).
Él es la Vid verdadera que corresponde perfectamente y en todo a los deseos y a la voluntad del Celeste Viñador, su Padre Eterno.
“Yo soy la vid,
ustedes son los sarmientos”
(Jn 15, 5)
En Cristo, la Vid verdadera,
están injertados profundamente miles y miles de sarmientos, debidamente podados y purificados. Esos sarmientos somos nosotros, todos nosotros, bautizados y confirmados en el Espíritu, destinados por divina y originaria vocación a asumir exigencias irrenunciables, expresadas en el texto sagrado con verbos correlativos: Primero, permanecer, esto es, morar, hacer morada, habitar, residir y, el segundo verbo, producir, rendir, gestar, producir mucho fruto.
Permanecer: indica estabilidad, firmeza, algo más que una relación superficial, provisoria. Mira más allá de la cercanía. Es en el fondo un intercambio vital, una relación duradera que afecta a la existencia misma.
Se trata, según la página bíblica, de permanecer y morar en la Palabra del Señor, que es Cristo mismo, su persona, su amistad, su estilo de vida.
El conocimiento del Señor a través de su Palabra es, en última instancia, un permanente llamado a la identificación con Cristo, nuestro Dios y Señor: “Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Jn 14, 23).
No basta, entonces, que la Palabra resuene desde afuera. Es preciso que llegue a ser, día por día, Palabra inspiradora de vida.
La conclusión es: permanecer en Jesucristo mismo, porque Él es la Palabra por excelencia. Cristo, su vida, su mensaje, el contacto vital con Él constituyen la experiencia en la cual todos nosotros estamos llamados a radicarnos. Esta unión con el Señor debe ser tan profunda que podamos decir con San Pablo: “Ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todo lo que vivo en lo humano se hace vida mía por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20).
Producir: dar mucho fruto es la segunda exigencia. El fruto no es adorno, es la razón de ser del sarmiento. El evangelista precisa, que los frutos esperados por el Celeste Viñador son frutos de amor y de caridad de donde provienen una serie de otros, tan gratos al Señor y tan preciosos en nuestra experiencia de vida cristiana.
Los frutos son la fecundidad espiritual, llamados a producir los que han sido injertados en Él y que sólo pueden gestar quienes estén íntimamente unidos a Él: “Si alguien permanece en mí, y yo en él, produce mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada” (Jn 15, 5).
Frutos para la gloria del Padre, llegando a ser, de este modo, auténticos discípulos de Cristo.
“Mi Padre será glorificado
si dan fruto abundante
y son mis discípulos”
(Jn 15, 8).
Hermanas y hermanos:
Es el Señor Jesús quien se dirige a nosotros mediante su Palabra para señalarnos: “Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y son mis discípulos”.
Nos preguntamos: ¿Qué puede significar para nosotros, hoy, dar fruto abundante? ¿Cómo actuar en nuestro medio la Palabra anunciada, a fin que también con nuestras obras el Padre sea glorificado? ¿Qué potenciar para ser más fieles y auténticos discípulos de Cristo? ¿Cómo afrontar los desafíos que nos presenta la realidad, siguiendo el espíritu del Señor?
Nos aprestamos a iniciar en este templo Catedral, junto al personal consagrado, agentes de pastoral y representantes de los fieles de toda la diócesis, el Año de la Fe al cual nos ha convocado el Santo Padre Benedicto XVI, por su Carta Apostólica
Porta fidei, La Puerta de la Fe. Este especial tiempo de gracia y bendición es un llamado renovado a la Iglesia para una Nueva Evangelización, la cual debe iniciarse por un reencuentro, de cada uno y en la comunidad de los fieles, con Jesucristo, único Salvador del mundo. Sólo con Él podremos salir al encuentro de nuestros contemporáneos y sólo en Él, en su amor y amistad, podremos dar los frutos que Él espera. En efecto, la fe en Él, puesta en obra por su amor, es la gran fuerza que precisamos todos para transformar la realidad social y llegar con un mensaje de alegría esperanzadora a quienes están decepcionados y anhelan un porvenir de esperanza.
En la celebración anual del
Te Deum, para orar por nuestra Patria, ante el Altar del Señor manifestamos, sobre todo, sentimientos y expresiones de agradecimiento. Por ello,
Te Deum, que significa “a Ti, oh Dios”.
Son innumerables las bendiciones y manifestaciones del Señor para con nosotros. Por ello, nuestra alegría y gratitud.
Son también muy significativos los resultados de los esfuerzos y entrega generosa, tanto de quienes nos presiden investidos de autoridad, como también por parte de diversos sectores seriamente empeñados en el bien común. Por ello, nuestra alegría y gratitud.
Son loables las variadas iniciativas de la Iglesia, de los voluntariados y de tantas personas que, día tras día, salen al encuentro de las necesidades del prójimo. Por ello, nuestra alegría y gratitud.
Procuramos vislumbrar algunos retos que son imperiosos y que no podemos soslayar, si deseamos ser consecuentes en nuestro discipulado de Cristo.
Al Señor, Dueño de la Viña, le interesa ante todo la dignidad de sus hijos. Por ello, todo atropello, injusta discriminación, menoscabo, es una afrenta a la dignidad de la persona y también a Cristo mismo, presente en cada una de ellas. Nuestro Señor, en efecto, en su persona, Palabra y obras, nos ha revelado la verdad sobre el hombre, su gran dignidad y feliz destino. Trabajar por el bien de cada persona, especialmente de los jóvenes, presente y futuro de nuestro Pueblo, es un reto que no podemos eludir. La exigencia de una educación integral y de calidad óptima para niños y jóvenes, no importando su condición social u otra que se pudiere esgrimir, es una tarea irrenunciable. Con gran entusiasmo se está viviendo a lo largo y ancho de nuestra Patria la Misión Joven. Me complace participarles que en nuestra querida diócesis de Osorno se hacen ingentes esfuerzos por salir al encuentro de ellos, brindándoles las instancias para concretar encuentros fraternos, ocasiones para el diálogo y una real oportunidad para expresar sus anhelos. Avanzar en el respeto irrestricto a cada persona, porque es persona e hijo de Dios, y forjar un presente y un porvenir próspero para los niños y jóvenes es producir fruto abundante en la viña del Señor.
Al Señor, Dueño de la Viña, le complace que sus hijos, por ser sus hijos, vivan como verdaderos hermanos, conformando una gran familia. En ella nadie sobra, todos pueden aportar y hacerla más próspera. En Chile, nuestra Patria querida, podemos y debemos desarrollar nuestras vidas colaborando mutuamente. Son grandes los dones, talante y aporte de los pueblos originarios. El Señor ha querido bendecirnos con su presencia y con su gran riqueza de expresiones. ¿Cómo no acercarnos en un diálogo fecundo a conocernos desde lo profundo, idiosincrasia, mentalidad, cosmovisión, valores culturales y religiosos, entre otros, y también reconocernos, con respeto, atención, interés, armonía, en aquello que cada uno puede aportar para el bien y la grandeza de nuestro Pueblo? De igual modo, ¿cómo no acoger con aprecio, respeto y afecto a tantos inmigrantes que han hecho de Chile su segunda Patria? Son numerosos los hermanos provenientes de otras latitudes que han llegado a nuestras tierras, como muchos chilenos lo hacen emigrando a otros países. Acoger a los inmigrantes es expresión del amor a Cristo, quien se hizo inmigrante para llegar hasta nosotros y compartir nuestra vida. Consolidar relaciones fraternas, recíprocas, en diálogo constructivo con todos los habitantes de ésta, nuestra tierra, son signos de que estamos produciendo fruto abundante y buscando ser auténticos discípulos y hermanos de Cristo.
Al Señor, Dueño de la Viña, le importan todos sus hijos, especialmente sus hijos más pobres y necesitados, los que viven en los campamentos, los adultos mayores que están solos y abandonados, las familias que no cuentan con los medios para procurarse los medicamentos necesarios, los que carecen de un sueldo justo para atender a los requerimientos básicos del hogar. Proseguir empeñados en erradicar la pobreza extrema, superar las enormes desigualdades sociales, procurar una mayor austeridad y sencillez de vida, pensando en aquellos que nada tienen para vivir, es un permanente llamado a producir fruto abundante, según la Palabra escuchada, y una manifestación clara de nuestra autenticidad en el discipulado del Señor.
Al Señor, Dueño de la Viña, le interesa que sus hijos vivan en esta tierra, hermosa y bendecida por Él, según el espíritu que Él mismo se la ha entregado para su bien. Ha querido que sus hijos la valoren, cuiden, protejan, respeten… se acerquen a servirse de ella con ánimo grato, como buenos y responsables administradores de un precioso tesoro que es de todos y para todos, para el presente y el porvenir. Cuidar y tutelar la tierra, el agua, el medio ambiente es, naturalmente, producir preciosos y abundantes frutos en la viña del Señor.
A Nuestra Señora del Carmen, Madre y Reina de Chile, confiamos el presente y el futuro de nuestra Patria.
Imploremos la bendición del Señor. Él nos bendice en su Hijo muy amado y en el Espíritu Santo, nuestro consuelo y alegría. También nosotros nos auguramos, unos a otros, la bendición del Señor: “Que el Señor te bendiga… todos los días de tu vida” (Sal 128, 5).
† René Rebolledo Salinas
Obispo de Osorno