Nos hace bien reunirnos como hijos e hijas de una Patria que, buscando caminos, no olvidan levantar su mirada al cielo, suplicando por lo que nos falta en la tierra. Sin embargo, esto, ante los cambios culturales puede parecer anacrónico, pues se plantea que la felicidad y el bienestar del hombre se encuentran sólo en la realidad material, donde la fe es sólo un estertor de un mundo que no quiere morir. Esta objeción nos desafía como creyentes a tener una fe viva y coherente, pues el cristiano no surge de una idea o un principio moral, sino del encuentro con Jesucristo resucitado de entre los muertos; sentido final de toda la existencia. Él, Verbo eterno de Dios, hecho carne en las entrañas de María, está presente en la profundidad de nuestra historia, invitándonos a seguir sus huellas.
El Evangelio proclamado lo muestra encontrándose con un sordo, que apenas podía hablar. Quienes lo llevan a su presencia, suplican que imponga sus manos: están convencidos que Él puede hacer algo por esta persona. Este hecho nos cuestiona: ¿Estamos convencidos que Dios tiene una Palabra para nuestra realidad, una solución para nuestros conflictos? O lo nuestro ¿es una ritualidad atea, como en el culto del imperio romano, estructurado en lo formal, pero vacío de cualquier convencimiento existencial?
En Chile algo viene ocurriendo, y que está íntimamente unido a los cambios generacionales y culturales, los que van marcando un nuevo modo, no sólo de actuar, sino que de comprender la realidad. Y esto ocurre, cuando como país intentamos ser una nación que se asoma al desarrollo. De esta forma, los problemas del país, no se encuentran en la lucha por el acceso a las condiciones mínimas para vivir. Chile, ha logrado satisfacer sus necesidades básicas, pero ahora tiene la urgente necesidad de calidad. Estas nuevas exigencias están en la base de los conflictos en salud, vivienda, educación, trabajo, etc. Y esta calidad, no puede ser sólo para algunos, sino que debe ser para todos. Hay necesidad de equidad. El crecimiento del país ha dejado cada vez más en evidencia que tenemos profundas desigualdades, que los recursos se distribuyen muy injustamente y que nuestros sistemas sociales y políticos, requieren de grandes ajustes si queremos crecer en equidad y calidad para todos.
Por otra parte “no cabe duda que la forma en que la economía y la política se han venido organizando internacionalmente, han favorecido modelos estructurales basados más en la codicia y la ganancia ilimitada, que en el servicio al desarrollo integral de las mayorías” El mercado sin reguladores efectivos ha terminado regulando y cosificando la vida de las personas, y hoy son cada vez más numerosos los indignados por este sistema que se muestra eficiente, pero que termina generando ricos más ricos y pobres más pobres. Una muestra de esta indignación la estamos viviendo en los reclamos de la educación, liderado por jóvenes estudiantes, donde todos podemos ver que hay un hondo clamor por justicia, y que si bien muestra posturas radicales e intransigentes, en las demandas de base, hay un clamor por justicia compartido por casi toda la sociedad.
Los diversos conflictos sociales que vivimos dejan en evidencia nuestras serias deficiencias para escucharnos y generar soluciones justas. La clase política no ha tenido la suficiente generosidad para salir de sus posturas marcadas por defensas de intereses, no pudiendo aportar con verdaderas soluciones en la tierra del bien común, tal como lo demanda su tarea y compromiso social.
Algo nos pasa en Chile, que genera una gran incapacidad de diálogo. Hay muchas apariencias del mismo, pero que tienen más que ver con el cultivo de la imagen y el marketing, que con un sincero encuentro de las partes. Al mirar al hombre del Evangelio, éste tiene problemas para dialogar: está mudo y no puede hablar porque está sordo. Para dialogar es necesario saber escuchar. Quien no logra escuchar, no puede emitir una palabra que sea oída con verdad por otros. Al reunirnos este día de la Patria, los invito para que con todo el corazón, levantemos una oración por Chile al modo de esas personas que, con confianza en Jesús, le llevaron al sordomudo. Tenían la esperanza puesta en Él, estaban convencidos que podía hacer algo. Si los cristianos, en este nuevo tiempo de la historia y de Chile, no estamos convencidos de esto, entonces ¿quién podría levantar esta oración? ¡Cristo puede devolver lo perdido! ¡Él salva, Él redime! porque Él es la Palabra, el Camino, la Verdad y la Vida.
El sordo mudo a solas con Jesús, experimentó la sanación. Cuando Dios es invitado a tocar nuestra realidad, ésta no queda nunca igual: lo que estaba marcado por el mal, para siempre quedará tocado por el bien. Jesús es el Logos eterno; es decir, la Palabra de Dios, que está entre nosotros. Una Palabra plena de sabiduría, que ilumina sin destruir la misma razón humana, encontrando en el Logos, un diálogo que le exige responder con mayor profundidad y fidelidad a la verdad y la búsqueda del bien.
Es una Palabra que nos cuestiona en la raíz de nuestro proceder porque dialoga en la sagrada intimidad de nuestra consciencia, descubriendo para nosotros mismos, las razones de nuestro actuar. Ante el Logos no se ocultan nuestras motivaciones, y tantas veces queda en evidencia que la obra o la omisión, están motivadas por el interés del egoísmo, el poder, el aprovechamiento del sistema social para el propio bienestar. Muchos de los problemas que tiene Chile, y el descrédito de su política, la que es noble por naturaleza, tienen su raíz en los modos de proceder. Por ello, cuando encontramos gestos nobles y libres de todo interés mezquino, la ciudadanía entera los reconoce, tal como lo hemos visto frente a la conmoción que provocó la muerte de los que cayeron en las aguas de la Isla Juan Fernández.
¿Cómo enfrentar los nuevos tiempos para el país? ¿Cómo caminar abordando con equidad el desafío de la calidad? Y ¿cómo vencer la desigualdad y acabar con el abuso de una economía, basada sobre el lucro de unos pocos en base del endeudamiento de miles, especialmente los más pobres? ¿Cómo hacer para que muchos de los excelentes índices de nuestra economía, estén en justo equilibrio con los índices de los ingresos de una familia media y pobre?
Estas preguntas requieren de un retorno a la recta consciencia, pues el bien no se logra solo por la calibración del orden social, sino que ante todo por la rectitud de la consciencia del mismo individuo que debe ejercer este orden. Por ello, nuestro problema no radica sólo en las cuestiones de grandes acuerdos políticos y económicos, es más profundo aún. Se requiere de una consciencia iluminada por la sincera búsqueda del bien. De una luz que venza el egoísmo y la violencia. Se requiere de la fuerza de una palabra que venza la mediocridad y la indiferencia. Chile necesita hombres y mujeres, que con urgencia vivan buscando colocar en todo el principio del bien, la justicia, la equidad y que no se dejen vencer por cuotas de corrupción y populismo; sino que más bien luchen por un instalar un modo de ser, basado en una ética radicada en la honestidad de la consciencia.
Esta es la honestidad cívica que hace creíble el discurso político, la autoridad de un gobernante, el ejercicio de la función pública, el trabajo del presidente de una junta de vecinos, de un club deportivo de un grupo de adultos mayores. Esta es la base que da al diálogo el piso de credibilidad que necesita.
Esta es nuestra oración y anhelo: Que Dios se asome en nuestras consciencias y dialogue en el secreto de nuestros pensamientos, porque sólo allí no hay engaños y brota la verdad. El sordo mudo del Evangelio comenzó a hablar, cuando escuchó y experimentó el paso del Verbo hecho carne por su vida. Por ello nuestro llamado: ¡Chile! ¡No te olvides de Dios! ¡No hagas del mercado un ídolo que te domine y deshumanice! “Efhetá” ábrete a la razón y busca con recta consciencia lo que sea bueno, justo y equitativo para todos.
¡Chile! no te dejes convencer por discursos que presentan el mal disfrazado de bien. Que en el diálogo sincero encuentres los caminos que te lleven a la construcción de una mesa para todos, donde existan posibilidades de una vida con dignidad y calidad sin exclusiones. Que nosotros, tus ciudadanos, actuemos con un corazón desinteresado. Por ello, suplicamos “Oh Dios da tu juicio al rey” en la rectitud de consciencia de los gobernantes, autoridades y políticos, del comerciante, el empresario y el trabajador; el dirigente, el profesional y de los padres de familia. En la rectitud de la consciencia se funda el diálogo y la defensa de los derechos humanos, que reconocen al débil y lo valoran en su dignidad de ser humano, ya sea como estudiante, trabajador, excluido, migrante y refugiado; como también en el interior del útero materno, independiente de su condición natural, porque toda vida humana tiene dignidad en sí misma y nadie tiene el derecho de invocar la muerte, tal como Caín la impuso sobre Abel.
Imploramos la rectitud de una consciencia que se opone a la violencia con su capucha de intolerancia y trincheras de la sinrazón porque, como recordamos los obispos en semanas pasadas: “El bien común de la sociedad no puede construirse a partir de miradas unilaterales, porque ellas conducen a actitudes intransigentes y a una espiral de conflicto agravada por el aprovechamiento ideológico de las demandas y de la contingencia. El país no puede avanzar bajo presiones ni represión, tampoco bajo amenazas ni provocaciones”.
¿Es posible que podamos aspirar a la rectitud de la consciencia de todos los que formamos la vida social? ¿No es pensar en una utopía absoluta? Mientras haya capacidad de razonar en la naturaleza humana, siempre habrá una posibilidad para buscar lo que es justo, para fomentar el diálogo, “recuperar confianzas, acercar posiciones, consensuar acuerdos, sabiendo como en toda negociación, que ello siempre implicará a las partes ceder en algunas de sus posturas”.
En la pampa en estos días, al mirar los tamarugos y algarrobos, se pueden observar sus brotes, que anuncian en la sequedad de la dureza del sol, la verde noticia de la primavera. Así es, aún en el desierto es posible la belleza de la vida. No dejaremos de confiar que es posible una sociedad más justa porque Dios no ha dejado de visitar a su pueblo y sembrar la esperanza.
Madre de Chile, ruega para que la arcilla de nuestra patria, se deje moldear por las manos del alfarero del Bien, que traza los surcos de la justicia, de la paz y la equidad en lo hondo del secreto de las consciencias, para despertar lo bueno y justo que hay en cada persona. Ayúdanos a cultivar las esperanzas ciertas de una patria mejor, porque lo sabemos y somos testigos de ello: que al contacto de la arcilla con el alfarero, se engendra la maravilla de una vida para todos mejor.
† Marco A. Ordenes Fernández
Obispo de Iquique