En la Eucaristía de anoche, cuando la imagen del Niño Dios llegó al pesebre, en el cual lo esperaban las imágenes de la Virgen María, de san José y de los pastores, le agradecimos a Dios de todo corazón por haber amado tanto al mundo, como para habernos enviado a su propio Hijo como nuestro hermano y Redentor.
Meditábamos sobre la grandeza del regalo suyo a la familia humana, valiéndonos de las palabras del profeta Isaías, cuando nos anunció la alegría que inundaría al pueblo que andaba a oscuras, que vivía en tierra de sombras, el pueblo sin la luz de Dios, el pueblo infiel, el de “Dios-sin-nosotros”, y de “Nosotros-sin-nuestro-Dios”. Era el pueblo que ya no vivía su vocación asombrosa, la de ser el pueblo de su elección, pueblo llamado, guiado, alimentado e inspirado por Dios.
El acontecimiento del nacimiento de ese niño admirable fue anunciado por el profeta como una luz intensa. Por ese niño “que nos ha nacido”, “que se nos ha dado” Dios acrecentó nuestro gozo, hizo grande la alegría. Por ese niño se superan las desgracias, y son destruidos los instrumentos de la opresión. Bien sabemos que esa profecía, proclamada 700 y más años antes del nacimiento de Cristo, se refería a Jesús. Por eso, no es un niño que ha nacido, sino un niño que nos ha nacido, y es un hijo que se nos ha dado. Nos fue dado a nosotros, y nació para nosotros, para nuestro bien.
Isaías nos invitó a gustar los títulos con los cuales él presentó a Jesucristo. Al pueblo desconcertado y vacilante, se lo anunció como “Admirable-Consejero”; al pueblo débil y temeroso, se lo anunció como “Dios-Poderoso”; al pueblo que vivía atemorizado por la guerra y las discordias, le reveló que el niño extraordinario que se nos daría nacería como “Príncipe de Paz”. Más tarde Ezequiel nos revelaría que sellaría una alianza nueva, una alianza de paz. Por último, al pueblo que se sentía huérfano y desvalido, lo apoyó diciéndole que sería Siempre-Padre, y no sólo esporádicamente. ¡No podía ser de otra manera, ya que por la venida de Jesucristo, Hijo de Dios, compartiríamos la filiación divina, y Dios, el Siempre-Padre de Jesucristo, sería para siempre y en toda circunstancia, nuestro Padre, el Padre Nuestro, que es Siempre-Padre, Siempre-Bondadoso, Siempre-Sabio, Siempre-Fiel, Siempre-Amor! Se nos revelaría como el Siempre-Pastor, Siempre-Buen-Pastor, en oposición a los malos pastores de Israel.
¡Que don más grande es el recibimos con esta profecía cuando nos acercamos al pesebre a agradecer por el Niño que nos ha nacido, al cual queremos adorar, uniéndonos a la oración y la gratitud de su Sma. Madre, y al silencio lleno de admiración de san José! En el pesebre está el Niño-Dios, el Admirable Consejero que Dios nos envía. En todas nuestras dudas podemos contar con Él. Es nuestro admirable consejero. Ya sea que dudemos de nosotros mismos y de nuestra misión en este mundo, o que dudemos de las demás personas y de su voluntad de hacer el bien; ahí está nuestro Admirable Consejero.
Cuanto Él nos dice, es lo que ha escuchado de labios y del corazón de su Padre, el Creador del Universo y de cada uno de nosotros. Es la verdad más pura, más plena, sin contaminación alguna. Es la verdad sobre nuestro destino en este mundo y en el cielo, es la verdad sobre la asombrosa dignidad de cada ser humano, cuya vida es sagrada e intocable, y cuenta con todo el apoyo de Dios para cumplir con su misión.
Ahí está Jesús en el pesebre, nuestro Dios-Poderoso. Es el único Dios. Para Él no hay nada imposible; así se lo manifestó a María el ángel Gabriel, hablando de la realización de su plan de amor. Ahí está Jesús en el pesebre. No nos amenaza con su poder. No nos atemoriza para que cumplamos sus mandamientos. Ahí está Jesús, María y José. Éste es su menaje en el día de su nacimiento: quiso aparecer entre nosotros como un Niño, no como un gran guerrero, ni como un monarca poderoso. Quiso llegar a un pesebre, y no a la cuna de un palacio. Quiso nacer en la mayor pobreza, y no en la opulencia. Era él quien venía a ofrecernos su riqueza. No esperaba de nosotros una gran casa. Era Él quien se había preparado una morada en el corazón inmaculado de su Sma. Madre. Era Él quien nos ofrecería las moradas que nos tenía preparadas en el cielo desde la creación del mundo.
Vino a amarnos y a despertar así nuestro amor. Lo amamos a Él, nos diría después san Juan, porque Él nos amó primero. Su amor despertaría el nuestro. ¿Y qué cosa podía despertar con más intensidad nuestro amor, nuestra benevolencia y el deseo de ayudarlo y servirlo; qué podía despertar nuestro amor de manera casi irresistible, incondicional, con la mayor dulzura, que la sonrisa y el desvalimiento de un niño, de ese niño, del Niño-Dios?
Así comenzó su misión en este mundo. Así se ganó el corazón de los pastores y de los sabios venidos de oriente. Y así, mediante su asombroso amor a la muchedumbre, por la cual sentía compasión, y su amor a los primeros discípulos, nos abrió el camino de la nueva alianza, un camino de amor, de perdón, de benevolencia, de generosidad, de solidaridad y de paz.
Dios nos invita esta mañana a recorrer los caminos de nuestra propia existencia, recordando tantas horas de gracia en las cuales percibimos que Dios nos amaba con toda su benevolencia, que se adelantaba a nuestras peticiones y a nuestros deseos, y que despertaba nuestro amor a Él y a las personas que están cerca y lejos de nosotros. Su amor, el amor infinito manifestado en Belén y acogido por la Virgen María, es la fuente de nuestro amor, de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Esta mañana es san Juan evangelista, el apóstol que estuvo tan cerca de Jesús y de la Virgen María, quien nos habla del misterio, con la profundidad del teólogo y del contemplativo, remontándose a los orígenes del universo.
Y más que san Juan, es el Espíritu Santo quien nos habla. Él inspiró a Juan a escribir su evangelio. Él le abrió a Juan –y por ese camino a todos nosotros- las puertas del misterio, para que pudiera descubrir quién era su maestro, Jesús de Nazareth, que nació pobre y humilde en la pesebrera de Belén.
Nos emociona la bondad de Dios. No quiso que Juan se contentara con la narración de los hechos maravillosos de la vida de Jesús; tampoco con sus enseñanzas que despertaban estupor entre sus contemporáneos; ni siquiera con la narración de su muerte y resurrección. Dios nos levantó al conocimiento y la contemplación de lo más sublime del misterio. Quien había pasado por este mundo, quien nació en Belén, era Dios, porque Jesús era la Palabra, el Hijo de Dios, que existía ya al principio, y estaba junto a Dios, porque era Dios. Y nos reveló que por el Hijo de Dios fueron creadas todas las cosas. En Él estaba la vida, la que fue entregada a la creación, y así a los seres humanos, para que participáramos de su vida. Y esa vida era luz, la Luz primera, la que alumbra nuestra existencia.
¡Con cuanto asombro podemos acercarnos a Jesús en el pesebre con los sentimientos de su Madre María y de san José, de los pastores y de los sabios! ¡Con cuánta gratitud personal y familiar, porque Él despertó nuestro amor a Dios y entre nosotros! ¡Con cuánta gratitud y alegría, porque apareció en nuestra historia la bondad de Dios, porque en el pesebre de Belén es Dios quien nace como nuestro hermano y Salvador. En Belén apareció entre nosotros la sabiduría de Dios, el poder del amor de Dios, apareció el mismo Dios. Por eso lo llamamos Emmanuel, es decir, en el sentido más pleno de la palabra, Dios-con-nosotros.
Al adorar a Jesús, podemos saludarlo con emoción y gratitud. Es Dios-conmigo; es Dios-con-nosotros, familia suya; es Dios-con-mis hijos. Es Dios-con-mis compañeros de trabajo y con mis vecinos. Es Dios-con-mi-pueblo y con mi patria. Es Dios-con-la Iglesia. Y es Dios con los pobres, con los enfermos, con los que están solos y abandonados, con los migrantes y con los afligidos, es Dios-con-los-encarcelados. Así lo entendían ayer todas las reclusas de la cárcel de mujeres de Santiago cuando cantaban con mucha convicción, con la fuerza de su fe y su esperanza: Dios está aquí; Dios, en medio de ellas, acompañándolas para que puedan darle a su vida un nuevo comienzo con mucho amor, rectitud y esperanza.
Pero san Juan no nos oculta la tragedia del rechazo de la Luz. Nos escribió que la Palabra, que es la Luz verdadera, vino al mundo a iluminar a todo hombre y a toda mujer, y que vino a los suyos –se refiere a su pueblo- y los suyos no la recibieron. Tan sólo un resto, el resto de Israel, precedido por la Virgen María, lo recibió.
Nos conmueve con mucho dolor el rechazo de tanta bondad y tanta sabiduría, el rechazo de Aquél que pasó por el mundo haciendo el bien. En este día en que nuestro espíritu se eleva hacia Dios y se acerca con amor a los hombres, nos duele profundamente que esa piedra preciosa que Dios puso como piedra angular de todo el edificio, de su templo vivo y santo, que esa piedra, Jesús, haya sido arrojada fuera de los muros de la ciudad que Dios construía, como piedra inservible, como estorbo para los planes de los jefes del pueblo.
Nos acercamos al pesebre y lo adoramos a Él, al Dios-Niño, al Dios-hermano, al Dios-bueno y salvador, y lo acogemos de corazón. Le pedimos a Él la gracia de no rechazarlo nunca, de no abandonarlo como inservible para la realización de nuestros planes, que quieren asumir siempre sus planes de amor y de paz, como lo hizo la Hija de Sión, la Virgen María, que nos precedió en nuestro amor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; también en el amor a todos los que necesitan, como en Caná de Galilea, el vino de la caridad y la esperanza, de la amistad y de la paz, como asimismo el vino de los bienes necesarios para vivir conforme a su dignidad de hijos de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, acerquémonos al pesebre, y atesoremos todos los dones y los mensajes que nos envía nuestro Dios a través del misterio del Nacimiento de Jesús.
Que el asombroso misterio de la Navidad, de la llegada a nuestra existencia del Emmanuel, de Dios-con-nosotros, y las actitudes que inspira, iluminen nuestras vidas y nuestros proyectos en este día y siempre, y que ellos abran nuestros corazones para compartir la generosidad de Dios, y la alegría y la contemplación de María y José. Que la luz, el amor y el misterio del Nacimiento guíen nuestros pasos, de modo que llevemos la gratitud y el gozo del Nacimiento hacia los que están solos y abatidos: sin regalos, sin consuelo, sin esperanza y sin alegría.
¡Que todos ustedes sean buena noticia para los demás, como lo fue Jesús en Belén!
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Administrador Apostólico de Santiago