Homilía del Cardenal Francisco Javier Errázuriz en la ordenación sacerdotal del diácono Francisco Romo, en la Catedral Metropolitana, el sábado 28 de agosto de 2010.
Fecha: Sábado 28 de Agosto de 2010
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Francisco Javier Errázuriz O.
Ordenación sacerdotal del diácono Francisco Romo
1 Cor 1,26-31
Sal 32, 12-13. 18-21
Mt 25, 14-30
Queridos hermanos,
Con profunda alegría nos reunimos en esta Iglesia Catedral para celebrar la ordenación sacerdotal de nuestro hermano y diácono Francisco Romo. En unos momentos más, por la oración consecratoria y la imposición de las manos, será para siempre sacerdote, otro Cristo, que en su nombre anunciará la Buena Noticia del Reino, celebrará los misterios de la fe y buscará con ardor interior que muchos crean y se conviertan.
Esta ordenación ocurre en un tiempo de gracia marcado por el Bicentenario de nuestra patria, tiempo en que la comunidad de los discípulos quiere contribuir con un renovado esfuerzo por acrecentar la fraternidad, buscando que Chile sea “una mesa para todos”.
1. Al aproximarnos a la primera lectura vemos al Apóstol de los gentiles que nos cautiva con su predicación y nos invita a la conversión. Con la pasión que lo caracteriza acentúa que el llamado de Dios no se basa en los criterios del mundo. Quienes somos elegidos para el ministerio, somos tomados de entre los hombres no por nuestros méritos o capacidades, ni por nuestra elocuencia o retórica. Hemos sido llamados por el amor absoluto y desinteresado de Dios, por pura gratuidad. Esto explica que tan grande don recaiga en vasijas de barro, y que si nos gloriamos no sea por nuestras obras o por la eficacia de nuestro apostolado. Nos gloriamos en el Señor (cf. 1 Cor 1, 31).
2. Pero San Pablo se explaya aún más. Pone un acento en la debilidad, en la fragilidad, no como una carencia sino como un camino de santificación y redención. El ministro llamado por Dios ha de reconocerse débil, y por tanto inmensamente necesitado de Dios. Sólo así adquiere plenitud de sentido y eficacia su servicio sacerdotal. La debilidad se vuelve su aliada porque busca aún con mayor pasión al Señor, a quien necesita con apremio. Su corazón busca al Señor, su fortaleza, y sólo descansará en el encuentro definitivo con Él. Así entendida, la debilidad se transforma en fortaleza, la pequeñez en grandeza, las limitaciones humanas en una oportunidad para confiar más en el Señor. Por lo mismo hacemos propias las palabras del salmista: “en Él se alegra nuestro corazón y en su santo nombre confiamos” (Sal. 32, 21)
3. El Evangelio nos aproxima a los momentos que preceden a la Pasión. En este contexto Jesús nos señala la importancia de desarrollar los talentos. Una mirada rápida nos puede llevar a pensar sólo en nuestros dones naturales y en nuestra responsabilidad para llevarlos a su mayor desarrollo. Sin embargo, con esta metáfora, el Señor pareciera invitarnos a profundizar más todavía, a mirar al horizonte, a no detenernos sólo en los dones naturales, sino también, y en primer lugar, en los dones espirituales. Así, los talentos de los que habla Jesús, en primer lugar, son la Palabra de Dios, la fe, el Reino de Dios anunciado, que es Jesús mismo y su acción soberana. Son ésos los talentos que hemos de ofrecer a los hermanos como nuestro más preciado tesoro.
4. Seguramente, diácono Francisco, cuando elegiste este Evangelio lo que más te conmovió fueron las palabras a los buenos servidores: “Servidor bueno y fiel. En lo poco has sido fiel; al frente de lo mucho te pondré”´(Mt 25, 21). Ése es el anhelo de todo corazón sacerdotal: ser servidor bueno y fiel. Este desafío pasa por la coherencia con que nuestras palabras y actitudes manifiesten nuestra identidad sacerdotal. Ser sacerdote no es sólo una función; es una vocación que llena de sentido toda la vida. Eso, en ningún caso, nos aleja de la realidad sino que nos sitúa en ella de una manera, la querida por Jesucristo, y con una misión, ser signos e instrumentos de Cristo, el Buen Pastor, ser otros cristos, especialmente en la celebración de los sacramentos. Por ello, nuestra identidad se manifiesta en nuestra forma de ser y actuar, pero también en la austeridad de vida, en las conversaciones, en nuestras visitas a los enfermos y a los necesitados, en los lugares que frecuentamos. Un sacerdote es siempre y en todo lugar, presencia de Cristo, que es Evangelio del Padre, Buena Noticia suya de esperanza y misericordia.
5. En esta dinámica, una tarea constante consiste en acoger con fidelidad el don de la Palabra. Ella quiere ser el alimento diario de nuestra vida espiritual. Particularmente hemos de cuidar nuestra oración personal. En la Liturgia de las Horas santificamos el tiempo y encontramos el rostro misericordioso de Dios. Asimismo navegamos hacia las profundidades del corazón de Dios para conocer su voluntad y responder a su amor. La lectura orante de la Palabra nos alimenta y, al mismo tiempo, nos orienta como lámpara encendida en todo el acontecer cotidiano mostrándonos el gesto y la palabra oportuna para vivir la caridad pastoral. La Palabra viva y eficaz fundamenta nuestro ministerio y da plenitud de sentido a nuestros talentos naturales, para que los pongamos al servicio de la evangelización.
6. Muchas veces podría surgir en nuestro corazón la tentación de creer que cuando rezamos perdemos el tiempo, que deberíamos estar haciendo cosas, desarrollando apostolados, realizando las innumerables obras de bien que inspiran nuestro corazón sacerdotal. Pero no nos engañemos, la fecundidad de nuestro sacerdocio, la felicidad del ministerio, la alegría de nuestras comunidades, la experiencia de fe que tenga la comunidad que Dos nos confíe, sólo será posible en la medida de que su sacerdote sea de Cristo, viva en Cristo, anhele ser Cristo. Por eso, diácono Francisco, cuida como un tesoro tu vida interior, y pon tu empeño en buscar el Reino de Dios y su justicia. Todo lo demás se te dará por añadidura, porque vendrá el Señor que te regaló los talentos, y Él mismo con su gracia los hará fructificar.
7. La fidelidad a la Eucaristía es otro rasgo del servidor bueno y fiel, y su principal oración diaria. Ya lo decía el Santo Cura de Ars: “Estoy contento de ser sacerdote para poder celebrar la misa”… Luego agregaba: “Todas las obras juntas no equivalen al sacrificio de la misa, porque son las obras de los hombres, y la misa es la obra de Dios”. En la celebración de la misa está el corazón palpitante del ministerio sacerdotal, la fuente y la cumbre de toda la pastoral, y la razón de ser del servicio presbiteral. En ella nos ofrecemos sacramentalmente, como otros cristos, por nuestro rebaño; en ella, sacramento de caridad, se fundamenta nuestra donación, la atención a los menesterosos, la visita a los enfermos, la animación de las comunidades, la pastoral solidaria, las ayudas que prestamos. No obstante esta certeza, muchas veces los apremios del apostolado, las urgencias del servicio, nos pueden tentar a descuidar la misa. Querido hermano, frente a esta tentación recurrente en un mundo fuertemente marcado por el activismo, no podemos olvidar que la eficacia de nuestro apostolado está íntimamente arraigada en el misterio eucarístico; que sin la misa, la pastoral pierde el centro y nuestro corazón sacerdotal la fuente de su vida.
8. El servidor bueno y fiel experimenta con especial alegría su elección en el ejercicio del ministerio de la reconciliación. Como confesor ayudamos a las personas a reconocer su fragilidad, a renovar su confianza en la misericordia de Dios y a arrepentirse para iniciar un nuevo camino con un corazón renovado por el amor. Al mismo tiempo, el ministerio de la confesión es expresión de nuestro corazón sacerdotal. En el confesionario se devela la calidad hermana y espiritual del sacerdote: cuando es disponible para todos, cuando es generoso con su tiempo, cuando es humilde, cuando es fiel porque administra un don de Dios, y porque en cada consejo manifiesta su amor a la Iglesia. Por ello, el valor de un sacerdote diocesano, en buena medida, se reconoce en el confesionario.
9. Muy unido a la confesión está la dirección espiritual. En semanas recientes el Santo Padre nos recordó el ejemplo de San José Cafasso, luminoso sacerdote diocesano, maestro de Don Bosco y de tantos otros. El Papa subrayó cómo este santo ejerció el servicio de la dirección espiritual con notable delicadeza, no buscando nunca “formar en don Bosco un discípulo ‘a su imagen y semejanza’”. Queridos hermanos sacerdotes, la sabiduría del maestro espiritual es reconocer que este ministerio ha de llevar al dirigido al contacto directo y estrecho con el Señor, a amar a la Iglesia, a hacer buen uso de su libertad, y a desarrollar el esplendor de la vocación recibida en la originalidad propia de su naturaleza. El dirigido debe ver en el director una ayuda para realizar su vocación en la Iglesia, pero no la respuesta definitiva a todas sus inquietudes. Siguiendo a don Cafasso el director ha de ayudarnos a “verter así nuestro corazón dentro del de Dios, unir de tal forma nuestros deseos, nuestra voluntad a la suya, que formen un solo corazón y una sola voluntad: querer lo que Dios quiere, quererlo en el modo, en el tiempo, en las circunstancias que Él quiere y querer todo eso no por otro motivo sino porque Dios lo quiere” (Catequesis Benedicto XVI, Roma, julio, 2010).
10. La Iglesia necesita sacerdotes santos, testigos convencidos de Jesucristo. Para el clero diocesano esa santidad pasa por la caridad pastoral, por la entrega generosa y abnegada al servicio de todos los hermanos, especialmente de los más pobres y afligidos. El servidor bueno y fiel vive esa caridad con sus amigos, pero también con los que no lo son; con los que nos gusta tratar, pero con especial dedicación con aquellos que nos cansan, que dificultan nuestras iniciativas o que ‘son molestos a los ojos del mundo’; con los que nos agradecen, pero también con aquellos que no reconocen ni valoran nuestro ministerio. El servidor fiel ha de ser un sacerdote que dedica tiempo no en primer lugar a sus gustos ni a los apostolados que le son más fáciles y gratificantes, sino a los servicios pastorales que el Señor, a través del obispo, indica; también a aquellos menos valorados, poco fecundos o quizás olvidados a los ojos del mundo. Nuestra caridad pastoral nos compromete con todos pero especialmente con los que nadie ama, con los que están solos y abandonados, con los enfermos y menesterosos, con los tristes y abatidos.
11. La fidelidad al ministerio supone de nosotros ser hombres apostólicos. El servidor fiel a los talentos recibidos de Dios busca dar y darse con generosidad. Y esta donación, que es respuesta al mandato de amor de Dios, se expresa de manera especial en la evangelización. Como nos lo enseña Aparecida el sacerdote ha de ser “un ardoroso misionero que vive el constante anhelo de buscar a los alejados y no se contenta con la simple administración” (DA 201). En el contexto de la Misión Continental renovemos esos deseos más íntimos por dar testimonio con la vida, de aquello que nos ha conmovido y cautivado para siempre. Porque experimentamos una profunda alegría en el encuentro con Jesús, queremos compartirla. Así crece y nos consume nuestro celo apostólico. Los invito, de todo corazón, a seguir desviviéndose por Cristo, a ser misioneros en lo cotidiano, a abrir de par las puertas del corazón para acoger a tantos.
12. Queridos hermanos, la vida de la Iglesia en Santiago atraviesa momentos difíciles, ante los cuales muchos hermanos nuestros y nosotros mismos podemos vernos desesperanzados y tristes; y no pocos desconcertados. En esta difícil coyuntura, no podemos olvidar que nosotros, los sacerdotes, somos hombres que movidos por la fe hemos respondido al llamado del mismo Dios, dándole un sí al Señor que nos convocó, dándonos una vocación que nos llena de alegría, porque nos llamó para regalarnos su amistad y colaborar con Él, siendo mensajeros de esperanza para la vida del mundo. Esa misma fe ha de llevarnos a tener una mirada sobrenatural, que no elude la cruz, tampoco en las dolorosas situaciones que nos golpean. No olvidemos nunca que Dios hace redundar todas las cosas, aún el pecado decía San Agustín, cuya fiesta celebramos, en bien de los que Él ama y le retribuyen su amor. Queridos hermanos sacerdotes, estamos comprometidos con la verdad, con la justicia, con el respeto irrestricto a las personas y a la libertad de conciencia, y con el apoyo y la protección a los más débiles. Nuestra fidelidad a Jesucristo en la Iglesia nos impulsa a vivir este compromiso con el heroísmo y la alegría de la caridad, siendo hombres de paz y de bien. Queremos trabajar proclamando el Evangelio con nuestras palabras y nuestra vida, para que la Iglesia sea siempre “un recinto de paz en donde todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.
13. No deseo concluir esta homilía sin antes agradecer de corazón a quienes han contribuido a la formación de nuestro hermano Francisco, que muy pronto será sacerdote. En primer lugar a sus padres Jorge y Mariana, a su hermano Matías, y a sus familiares más cercanos. De corazón les agradecemos su esfuerzo, su dedicación, la transmisión de la fe y todo lo que le han dado para que hoy pueda ser ordenado sacerdote. También doy gracias a nuestro querido Seminario Pontificio Mayor de los Santos Ángeles Custodios, a sus formadores y a quienes fueron año a año forjando la identidad y el temple sacerdotal en el diácono Francisco. Gracias a sus compañeros en el Seminario y a su comunidad de origen, a las parroquias donde sirvió pastoralmente en estos años, y a la parroquia Cristo, nuestro redentor de Peñalolén donde sirve actualmente. Ciertamente en ellas ya se apreció la nítida vocación al sacerdocio de nuestro hermano y amigo, que hoy se entrega para siempre para ser buen pastor como Cristo.
14. Queridos hermanos, en este año del Bicentenario, cuando la imagen de Nuestra Señora del Carmen, Reina y Patrona de Chile, recorre los caminos de nuestra patria, le pedimos de corazón que siempre acompañe a su hijo Francisco como reina de su corazón, que lo acerque cada día más al amor y a la Palabra de Cristo, y comparta con él su amor generoso a los pobres y a los desesperanzados, a las familias y a nuestro pueblo.
15. Y a ti querido diácono, cuyo cariño a la Virgen conocemos, te pedimos que lo sigas cultivando con delicadeza y ternura. Como lo cantamos en la Salve, que ella sea para ti vida, dulzura y esperanza. Que ella ocupe un lugar especial en tu oración diaria; que tus labios la alaben siempre por habernos precedido en el abandono al querer del Padre, en la colaboración con Jesucristo y en la docilidad al Espíritu Santo, y que hablen con admiración de ella y de su dedicación, llena de amor, a los hombres. Pídele que te haga un sacerdote santo, discípulo y misionero de Jesucristo, para que nuestro pueblo tenga vida en Él: vida, bienestar y felicidad en abundancia. Amén.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago