Jesús ha resucitado, ha vencido al dolor y a la muerte
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Jesús ha resucitado, ha vencido al dolor y a la muerte

Homilía en la Misa de Domingo de Resurrección, celebrada en la Catedral Metropolitana, el domingo 4 de abril de 2010

Fecha: Domingo 04 de Abril de 2010
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Francisco Javier Errázuriz Ossa

Después de haber participado en la hermosa liturgia de la Vigilia Pascual, recorriendo las etapas más significativas de la historia santa de la humanidad, hemos sido convocados por Dios, nuestro Padre, para celebrar con mucha alegría este Domingo de Pascua. Con Cristo queremos buscar las cosas de arriba, como nos propone san Pablo en su carta a los Colosenses, ya que hemos resucitado con Él, y Él está sentado a la derecha de Dios. La resurrección nos invita a centrar nuestra mirada no en el sepulcro, no en el lugar de la muerte, sino en los bienes más valiosos, en los que recibimos de las manos de Dios; muchas veces, a través de sus hijos.

Esto, que vale desde el tiempo de las primeras comunidades cristianas, vale más que en otras épocas en nuestros días, en el contexto de la situación de nuestra patria. Para comprenderlo, meditemos sobre algunos signos que se presentaron al momento de la muerte y resurrección de Cristo. Ellos pueden ayudarnos a acoger la buena noticia de la Pascua; a hacer más nuestro el misterio del paso de la muerte a la vida, de la indiferencia a la fe, de las tinieblas a la luz.

Fueron impresionantes los signos que acompañaron la pasión y muerte de Jesucristo en la cruz. Nos interpelan con fuerza en nuestros días. Entre ellos, la oscuridad que cayó sobre toda la tierra (Mc 15 33), precisamente al mediodía, a la hora del mayor esplendor del sol, que ese Viernes Santo se transformó en media noche. Daba la impresión de que la Luz de las Naciones se extinguía. En verdad, cuando Cristo muere, cualquier mediodía es oscuridad y tinieblas.

Otro de los signos fue un violento terremoto, con el cual las rocas se partieron y el velo del Templo se rasgó (Mt 27, 51 y 54). Era la Roca viva la que, al parecer, se partía. El centurión y quienes hacían guardia con él, al ver los signos que se produjeron con su muerte, se llenaron de miedo y exclamaron: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (v. 54).

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, acababa de morir. Sufrió las consecuencias de haber asumido plenamente la condición humana, y de no haber exigido un trato conforme a su dignidad divina, después de haberse hecho semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Sufrió un rechazo total por presentarse como la Verdad y el Camino, y por pasar en medio de su pueblo haciendo el bien, según las palabras de san Pedro que acabamos de escuchar. Fue el rechazo de la estrechez humana, que se negaba a creer que Dios, el Señor santo, fuerte y bondadoso, pudiera venir a este mundo en la debilidad y la pobreza de la carne, y querer la salvación de todos en su infinita misericordia, por su gran perdón. Murió entregando voluntariamente la vida, pero víctima de la injusticia y la impiedad de quienes lo condenaron, de quienes ejecutaron la sentencia y, en último término, de nuestros propios pecados.

El terremoto a las tres de la tarde en el Calvario, ese estremecimiento de la tierra, fue expresión del dolor y la solidaridad de la creación entera, que gemía por el terrible homicidio. Moría el primogénito de toda creatura, el hijo de María en el tiempo y de Dios en la eternidad. Moría el mejor hijo de la humanidad, el que había venido a abrirnos las puertas de la vida, la libertad y el amor. Se estremeció de dolor la tierra cuando se derrumbó la humanidad de Jesús.

Su tremendo dolor y el temblor de la tierra nos evocan en estos días no sólo los signos de muerte que siempre acompañan al pecado, sino también el sufrimiento de tantos chilenos. Sobre todo, de los que vieron el derrumbe de sus casas, la pérdida de la vida de personas muy queridas, y el colapso de incontables esperanzas y seguridades humanas. Muchos, al constatar tanta angustia, destrucción y desvalimiento, se preguntaron: ¿Y dónde estaba Dios?

La pregunta lacerante tuvo mayor validez que nunca ese Viernes Santo. ¿Dónde estaba Dios mientras Jesús moría? La respuesta es impactante. Nuestro Dios estaba precisamente ahí, pero clavado en el madero de la cruz, muriendo por nosotros; estaba ahí, perdonando nuestras culpas; estaba ahí, en la cruz, escribiendo con su sangre y con su silencio que nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Impresionante verdad: en el silencio de la oscuridad y el dolor, Dios estaba sellando la Nueva Alianza con su sangre. Dios daba su vida humana para que tuviéramos vida divina, vida en abundancia, confianza total en Él e ilimitada paz. Dios estaba ahí, asumiendo y perdonando nuestros extravíos, a fin de que un día reemprendamos el camino y lleguemos al paraíso, al país de la vida plena y la verdadera felicidad. Dios daba su vida también para que lográramos responder a las desgracias y los golpes de esta vida presente con la confianza de apoyarnos en Él y de saber que en esta vida todo, absolutamente todo, contribuye al bien de los que lo aman y son amados por Él.

Lo hemos experimentado con mucha conmoción interior. El golpe de la naturaleza le restó importancia a lo pasajero y su consistencia a nuestras seguridades terrenas. Mostró el valor inconmensurable de lo que más apreciamos: la vida, la fe, la amistad, los lazos familiares, el servicio generoso, la solidaridad sincera. El Viernes Santo Dios estaba, pero muriendo como el grano de trigo, el germen de vida nueva más fecundo en sorprendentes frutos. Maduran entre nosotros hasta nuestros días.

Son frutos de vida que se multiplican en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, acontecimiento que hoy celebramos con gozo y esperanza. Es la victoria del Señor, el triunfo sobre la muerte y el pecado de Aquel que es la Vida; la victoria del amor sobre el egoísmo y el odio, de la felicidad sobre la desgracia. Cuando seguimos el camino del Señor, cuando cumplimos las promesas bautismales, cuando vivimos con Él haciendo el bien, participamos de su victoria sobre el mal.

El relato de san Mateo, que ha sido proclamado en esta misa, -ahora reparamos en ello, gracias a los recientes sucesos- nos recuerda un segundo terremoto. Nos dice así: “De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. (…) Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos”. El Ángel les dijo a las mujeres que no tuvieran temor, ya que Jesús, el Crucificado, había resucitado y pronto lo verían. “Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos”.

La tierra, los guardias y aun las mujeres temblaron. Estaba ocurriendo el acontecimiento más extraordinario, que remecería a la humanidad y a cada uno de nosotros hasta el final de los tiempos. La piedra que sellaba la muerte de Aquel que es la Vida, no tenía firmeza; no era capaz de contener y encerrar la vida. Por acción de Dios, rodó y fue alejada. No logró sellar la muerte y retener muerto a Jesús abandonado. Por el poder y la bondad de Dios, tuvo que dejarle el paso abierto a la vida del Señor resucitado, de Aquel que es Luz y Vida.

Las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro. No era ése el lugar apropiado para los que creen en la Resurrección de Cristo y en la nuestra. No podemos permanecer junto al sepulcro vacío de Cristo; tampoco en la profunda tristeza de lo que se derrumba y deja de existir; menos aún de la vida sin Dios en el pecado. Hasta nuestras peores penas quiere llegar la luz y la fuerza de la Resurrección del Señor, de su victoria sobre la muerte y el mal.

Así lo han vivido quienes recogen recuerdos, apartan escombros, se acercan como familia a una fogata y a una pequeña mesa común, y a orar unidos con gratitud. Así lo han entendido quienes levantan paredes y techos, calafatean botes de pesca y los proveen de motores, quienes son portadores de solidaridad, de alimentos y de medicina, llevando palabras y acciones de esperanza. Así lo viven los niños que vuelven a jugar y recomienzan sus clases, como también los que se esfuerzan con mucho corazón para que les llegue el agua y la luz, asimismo quienes reparan maquinarias para que vuelvan a producir, y los trabajadores no pierdan sus empleos.

Sin lugar a dudas, son millones los chilenos que hemos experimentado un fuerte remezón, un terremoto interior, una fuerza y un despertar del alma, una sensibilidad que estaba apagada, una voluntad de ayudar y reconstruir, de las cuales ya no teníamos conciencia, pero que manifiestan nuestra verdadera realidad, la más honda: nuestra calidad humana y cristiana. Esa realidad que aflora cuando somos misericordiosos con los hermanos necesitados, y que brota y florece cuando peregrinamos, con fidelidad, por ejemplo, a los santuarios de la Virgen María. Lo hacemos con la nostalgia de llegar a realizar nuestra vocación humana y cristiana en su plenitud, como ocurrió en Ella, la madre de Jesús. Este despertar muestra que el Señor nos invita a responder al terremoto de la muerte, con la conversión de la vida y la resurrección, colaborando con las gracias del Resucitado que nos con-mueven. Así nos inclinamos hacia lo que es bueno, verdadero, hermoso y fraterno, hacia los bienes de lo alto que el Señor nos conquistó, y así nos levantamos y escribimos el Evangelio de Chile en nuestro corazón y en nuestras obras.

Por eso, junto al indecible dolor y a las consecuencias del terremoto y del maremoto, agradezcámosle a Dios por la primavera que estamos viviendo, cuyas raíces provienen del mismo Creador, que al traernos a este mundo vio que su obra era “muy buena” (Gn 1,31). Esta primavera también es un fruto de la Resurrección de Cristo, una re-creación de Dios, una nueva y poderosa intervención suya por su gran bondad.

Ella provoca esta conversión, nos aparta del mal que podríamos hacer, busca el rostro amigo del Dios de la Alianza, y hace despertar lo mejor de nosotros: el amor gratuito, la acción solidaria, la búsqueda de la verdad, el encuentro orante con Jesucristo, y la vida conforme al Evangelio del Señor Jesús, que vive, después de vencer al pecado y a la muerte.

La voz del Ángel resuena también en nuestros corazones: alejémonos corriendo de la tumba de Jesús para anunciar la Buena Noticia de su resurrección; vayamos a la mesa común con todos los hermanos; vayamos al encuentro de Jesús, que vive, nos bendice y nos espera.

Cordialmente les deseo que esta Pascua de Resurrección los colme de la paz y de los dones de Jesús Resucitado.

† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago

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