Homilía 25º de sacerdocio (5 diciembre de 1984-2009)
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Homilía 25º de sacerdocio (5 diciembre de 1984-2009)

(Viernes 1ª Semana de Adviento: Is 29, 17-24; Sal 26; Mt 9, 27-31)

Fecha: Viernes 04 de Diciembre de 2009
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Monseñor Cristian Contreras Villarroel

Adviento y su espiritualidad

¡Qué hermoso es el tiempo de adviento! Doy gracias a la providencia de Dios Padre y a la Iglesia el haber recibido hace 25 años el ministerio sacerdotal, un día miércoles 5 de diciembre en el adviento de 1984. Un tiempo litúrgico breve y a la vez fascinante que nos hace volver a las antiguas tradiciones proféticas del Antiguo Testamento, esperanza para los pobres y afligidos, para los enfermos y pecadores. Anuncios proféticos de mejores tiempos para todos ellos y también para todos nosotros en las vicisitudes de nuestras historias personales, familiares y comunitarias. Esperanzas mesiánicas que las vemos cumplidas en el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, el Niño-Dios-con-nosotros. Es Navidad que nos pone en tensión entre el presente de la historia y todo aquello que anhelamos y suplicamos en cada Eucaristía al hacer presente, por la acción del Espíritu Santo, el Cuerpo y Sangre de Cristo: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, señor Jesús!”

¡Ven, Señor Jesús! es el grito de los pobres del libro del Apocalipsis. Una súplica de la tradición litúrgica más prístina y que perdurará en este tiempo de la Iglesia que va desde Pentecostés hasta la segunda venida del Señor. La historia presente es nuestra historia, es el tiempo de la Iglesia. Por eso, no debemos temer los tiempos presentes, menos cuando después de rezar la oración que Cristo nos enseñó, el Padrenuestro, la misma liturgia de la Iglesia nos ayuda a suplicar: “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.

Adviento es una verdadera espiritualidad que hace que nuestras raíces vuelvan a empaparse -incluso en tiempos de sequía espiritual- de las esperanzas mesiánicas del pueblo de Dios, de su cumplimiento en Cristo y de sus presencias sacramentales para poder descubrirlo en su infinidad de visitas que diariamente nos hace. Desde esa certeza de fe y de gozosa esperanza, la liturgia de la Iglesia eleva su alabanza a Dios: “Tú has querido ocultarnos el día y la hora en que Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la Historia, aparecerá sobre las nubes del cielo revestido de poder y de gloria. En aquel día tremendo y glorioso al mismo tiempo, pasarán la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva. El Señor se manifestará entonces lleno de gloria, el mismo que viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y para que demos testimonio por el amor de la espera dichosa de su reino” (Prefacio Adviento, II).

La Palabra de Dios, la Sagrada Liturgia y la Santa Iglesia son lugares privilegiados del encuentro con Jesucristo vivo. Desde estas realidades podremos descubrir otros lugares de su presencia viva en medio de nuestra historia.

Memento

El Papa Juan Pablo II en su carta Novo Millennio Ineunte señala a la Iglesia el desafío de ser testigo del amor de Dios promoviendo una espiritualidad de la comunión, para que la comunidad eclesial sea, en medio de las realidades temporales, la casa y la escuela de la comunión (cfr. NMI, 43). Este, dice el Papa, es “el gran desafío”, no uno entre tantos, sino el gran desafío si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. Impresiona cómo el Papa une el designio de Dios a las esperanzas del mundo y que éstas deben encontrar en la Iglesia su respuesta. La comunión, dice el Papa, es fruto y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón eterno del Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da, para hacer de nosotros un solo corazón y una sola alma (cfr. NMI, 42).

Al celebrar estos 25 años de sacerdocio, quiero dar testimonio de que en mi Iglesia he siempre encontrado este ambiente de comunión como un regalo de Dios, pero también como tarea y responsabilidad. Es lo que debemos construir día a día aportando lo mejor de nosotros.

Quiero recordar a don Juan Francisco Fresno, Arzobispo de Santiago, quien me ordenó sacerdote en la parroquia Santa Rosa de Lo Barnechea. Me acompañaban muchos sacerdotes, diáconos y seminaristas. También don Carlos González, obispo de Talca; don Javier Bascuñán, preclaro sacerdote del clero de Santiago. Estaban el Padre Luis Antonio Díaz, párroco de Lo Barnechea, quien predicó en mi primera Misa, y el Padre Cristián Precht. También muchos de ustedes hermanos del clero de Santiago y de otras diócesis hermanas.

Quiero agradecerles, hermanos obispos y sacerdotes, por su presencia. Soy consciente de las muchas tareas pastorales que tienen en estos días finales del año y del Mes de María. Y por eso, este sacrificio de su presencia es motivo de enorme gratitud al Señor por ustedes.

Me alegra recordar ese día misericordioso. Hemos pedido perdón al inicio de la Misa y ahora le agradeceremos por el regalo del sacerdocio. Hoy, después de 25 años, en mi memoria agradecida hay hombres y mujeres fallecidos; hay hermanos sacerdotes y obispos; hay familias queridas de antaño y también de hoy; hay testigos del ayer en Lo Barnechea y también de los diez años de vida en Roma; hay testigos del hoy, especialmente de esta hermosa comunidad parroquial de La Natividad del Señor, animada por el Padre Luis Peña, que hace 25 años era un joven animador de pastoral de la parroquia en la que recibí el sacerdocio. Están mis queridos papás y hermanos que viven en Santiago. Hay sobrinos y sobrinas, familiares, también ahijados y ahijadas de sacramentos de bautismo y de confirmación.

Es un día de gratitudes. ¡Cómo quisiera mencionarlos a todos! No es posible. Pero Dios sabe cuánto cariño y cuánta gratitud les debo a todos: a los presentes, a los que no pudieron asistir, y a los que partieron al encuentro con el Señor.

Pero no podría dejar de decir una palabra de gratitud por la enorme gracia de haber vivido 10 años en Roma. Gracias especiales también a nuestro Arzobispo, el Cardenal Francisco Javier Errázuriz. Con él coincidimos poco más de cinco años de vida en Roma. De regreso a Chile me nombró párroco de esta comunidad y me confirió la ordenación episcopal, llamándome siempre a un trabajo muy estrecho con su ministerio de Pastor, constituyendo junto a los otros Obispos Auxiliares y Vicarios Episcopales una auténtica comunidad de amistad en la misión.

El don del sacerdocio

Todas estas gratitudes quiero reflejarlas en una afirmación profética del Papa Juan Pablo II: el ministerio sacerdotal “tiene una radical forma comunitaria y puede ser ejercido sólo como una tarea colectiva” (Pastores dabo vobis, 17). Esto es un llamado a evitar toda tentación de individualismos o hacer del sacerdocio algo personalista. Por eso agradezco la pedagogía y escuela de nuestra Iglesia en Chile: la Iglesia de las Orientaciones Pastorales y de los Sínodos diocesanos; la Iglesia de la primera Asamblea Eclesial y de la pastoral orgánica; la Iglesia atenta a los signos de los tiempos y de la palabra profética a favor de la vida; la Iglesia defensora de los pobres y acogedora de los jóvenes; la Iglesia samaritana con los que más sufren y la Iglesia orante y litúrgica. La Iglesia madre y maestra; y también discípula, misionera y testigo del Señor Resucitado.

En esta Iglesia, el hombre configurado por Cristo en el sacramento del orden sacerdotal debe ser testigo del amor de Dios, porque es el amor el que redime. “Dios es caridad” nos ha vuelto a recordar el Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica. Lo dice San Juan en su primera carta: “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente… Queridos hijitos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.

Esta es la raíz del amor de Cristo por nosotros y es la fuente de nuestro amor por los hermanos. Para lograr la universalidad del amor y también su concreción en los más pobres y débiles debemos, ante todo, dejarnos amar por Dios y creer en sus promesas.

La Palabra de Dios en este día de adviento

La Palabra de Dios es siempre iluminadora de nuestra realidad presente. Hoy, el Profeta Isaías (29, 17-24) predice un día maravilloso en el que “los sordos oirán las palabras del libro, y los ojos de los ciegos verán, libres de tinieblas y oscuridad”. Ese día se ha hecho realidad con la presencia de Jesucristo, Dios-con-nosotros. Así lo narra el Evangelio que acabamos de escuchar. Jesús que devuelve la vista a dos ciegos que lo siguen gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David” (Mt 9, 27-31). Este milagro de Jesús va más allá de la sanación física de una realidad tremenda e invalidante como es la ceguera. Jesús no sólo les devuelve la posibilidad de ver las obras maravillosas de la creación de Dios, sino que apeló al “creer”, es decir, a la fe. Es la fe la que realiza el milagro de reconocer la bondad de Dios. Se cumple, de este modo, lo que pedía el orante salmista lleno de fe y esperanza: “Yo creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes. Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor” (Sal 26).

Los ciegos piden ver y el corazón pastoral de Cristo lo hace posible. Es lo que necesitamos pedir al Señor: salir de nuestras cegueras más profundas, las del corazón para poder contemplar el plan de Dios. Necesitamos liberarnos de las cegueras que impiden ver la obra que Dios quiere hacer en Cristo, donde hay una promesa de auténtica libertad y donde “los humildes se alegrarán más y más en el Señor y los más indigentes se regocijarán en el Santo de Israel. Porque se acabarán los tiranos, desaparecerá el insolente, y serán extirpados los que acechan para hacer el mal, los que con una palabra hacen condenar a un hombre; los que tienden trampas al que actúa en un juicio, y porque sí no más perjudican al justo” (Is 29, 23-24).

El sacerdote debe ser un profeta preclaro de estos anhelos inscritos en los corazones de los hombres y mujeres de bien, las más de las veces agobiados por no ver cumplidos sus deseos de paz y de justicia en esta vida.

La Eucaristía y los testigos del adviento

Hace 25 años, el Padre Luis Antonio Díaz decía en la homilía de mi primera Misa: “(…) este acto de fe y esta experiencia de amor que haz comenzado a vivir, podrá en algunos momentos parecerte difícil. En esa ocasión, no busques la seguridad en ti mismo: en ella sólo encontrarás tu debilidad. Llega a la intimidad del Sagrario con espacios prolongados de contemplación para llenarte de una fuerza que esté plenamente penetrada de la seguridad misma de Cristo y de esa transparencia de la mirada con que Él contempla a su Padre, al mundo, a los hombres y su destino; esa mirada que Él ha fijado en los pobres y en los pecadores. Esta mirada de Cristo te lleva lejos, más allá del tiempo, más allá también de todo sufrimiento o desánimo, porque es una mirada plena de la gloria del Dios vivo”.

A la Virgen Santa quiero ofrendar estos años de sacerdocio. A Ella quiero pedir por el ministerio de todos los sacerdotes en este Año Sacerdotal: que seamos servidores de la Palabra, de la Reconciliación y de la Eucaristía. Que seamos centinelas de esperanzas para los más pobres y afligidos. Que seamos acogedores de las dolencias de la vida de todos nuestros hermanos. Que seamos presencia de Cristo, “rostro humano de Dios y rostro divino del hombre”.

Ante ustedes y las grandes figuras del adviento, el profeta Isaías, Juan Bautista y la Virgen María quiero renovar las promesas sacerdotales y especialmente pedir la gracia del servicio de una vida auténticamente eucarística, como la que nos convoca esta tarde de adviento. Lo digo con el Papa Benedicto XVI: “La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra” (Homilía de Ordenación Sacerdotal, Roma 7 de mayo de 2006).

Así sea para ustedes y para mí.

† Cristián Contreras Villarroel
Obispo Auxiliar de Santiago




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