Recuerdo haber recorrido el día 25 de diciembre las calles de grandes y pequeñas ciudades de países cuyos gobiernos hacían todo lo posible por borrar las huellas del cristianismo. Así y todo, el 25 de diciembre aún era un día festivo. Del nacimiento de Jesús no quedaba ni Jesús, ni su madre María, ni José. Pero todavía resonaba algo, un eco de lo que surgió en Belén. Celebraban la fraternidad, la paz y a veces la familia, cuando permanecía unida y se le permitía tener a sus hijos en casa. Cuando los separaban, a pesar del día huecamente festivo, la tristeza inundaba los corazones. En las calles vacías, unos pocos hombres se tambaleaban; también mujeres. Habían bebido en exceso porque no le encontraban sentido a la vida.
Los contrastes se dan, de muy diferente manera, también entre nosotros. Sabemos del nacimiento de Jesús en las afueras de la ciudad de su antepasado, el rey David. Pero si nos preguntásemos, precisamente en los días anteriores al 25 de diciembre, qué cosas, qué personas, qué acciones son las más importantes; con frecuencia olvidaríamos el misterio del nacimiento de Cristo en Belén. Es más, tantos intereses ajenos a él, casi acallan su trascendencia para nuestra vida. ¿Acallar?, pero no para siempre. Es parte de nuestra vocación humana la búsqueda de lugares donde se encuentra la tierra con el cielo.
Por ese anhelo tan hondo y por la fe, a pesar de los impactos de mil noticias y de tanta actividad febril, casi como por un milagro, al anochecer del día 24 la vida se detiene. Las calles se tranquilizan. Los templos se llenan. Muchas celebraciones ocurren en sus afueras, también en la calle. La gente ha acudido masivamente a recordar el acontecimiento de Belén. Vuelven los villancicos, y con ellos nos asomamos nuevamente a vivencias de nuestra infancia. La mesa convoca a la familia. Se celebra con más paz y alegría. Nadie desea ser causa de disgusto o de discordia. La casa quiere ser un espacio interior que prolongue la atmósfera de Belén. Muchas familias suelen iniciar la comida o la celebración, orando y leyendo la narración del Nacimiento en el Evangelio de San Lucas.
Se parecía a la nuestra la pequeña ciudad de Belén. ¡Cuánto ajetreo el de los llegados a empadronarse por el edicto del emperador Augusto! Para María, a punto de dar a luz, no hubo lugar ni compasión en las posadas. ¡Cómo habrá sufrido José! En las afueras los esperaban el cielo y las estrellas, el silencio de la noche y la sencillez de la pesebrera, algunos pastores e incontables ángeles. Allí nació Jesús, el sol pequeñito, la luz, la verdad y el amor que venía a cambiar nuestra historia.
Al contemplarlo, nuestros valores y motivaciones se transforman. Ni los proyectos ni los fracasos de los grandes de este mundo atraen nuestras miradas y nuestros sentimientos, sino la sencillez y la sonrisa de un niño recién nacido. En un instante nos es claro: no vino a imponer nada; tampoco llegó para destruir ilusiones. Por el contrario, nació para sonreírle al mundo, y despertar así nuestra capacidad de amar y de servir, saciando toda sed de verdad y de bien. Ante su cuna, por así decirlo, palidece la violencia, se desvanece el egoísmo, se esfuma la mentira y la maldad. No vino a engañarnos ni a oprimirnos. El Hijo de Dios quiso hacerse pequeño, ser hermano nuestro, para abrirnos los caminos de la alegría y la felicidad, para servir a la vida, la verdad y la paz.
Ante el pesebre renace en nosotros la capacidad de asombrarnos que estábamos perdiendo. Comprendemos y compartimos la oración agradecida y la contemplación de su madre María y el arrobamiento de José. Y aplaudimos a los ángeles que anuncian alegría y cantan “gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él”. Respira nuestro corazón, que no quiere ni puede acallar por más tiempo sus anhelos de contemplar, de prorrumpir en himnos de gratitud y alabanza. Con mucha esperanza de vida y felicidad, se han abierto todas las ventanas hacia el horizonte del cielo, a la conversación cordial con Dios y también con los hermanos; con todos ellos.
Detengámonos a gustar el inconmensurable valor de nuestra existencia. Jesucristo nació en Belén, porque es eterno e infinito su amor, su amor a la humanidad entera, y el amor con que su mirada se fija en nosotros: en mí puede decir cada uno de ustedes. Quiso ser mi Dios hermano y mi Dios amigo. Quiso ser el mejor regalo del Padre para mi vida. Me sonríe, porque me asegura, como su primer anuncio: no tengas miedo, he venido a sellar contigo una alianza de paz y no de aflicción, de amor y de esperanza; confía en mí, así como confiaron María, José y los pastores ya en esa noche de Belén.
Los cristianos no lo dudamos: con el nacimiento de Jesús en Belén recibió la historia humana un nuevo comienzo. Quedamos llenos de asombro al pensar que Dios mismo, con toda su sabiduría y amor, se incorporó de esa manera a nuestra historia. No podía ocurrirnos algo más impactante y más hermoso. Pero las sencillas circunstancias de su venida nos piden una mirada diferente ante lo que ocurre lejos del bullicio, en el silencio. Dios quiso aparecer en Belén de manera inaparente, como un niño, como hijo de un carpintero, y en un lugar de dolorosa pobreza. Habríamos querido ofrecerle otro sitio para su nacimiento. Pero él quiso hablarnos en otro lenguaje, y nos pide valorar con nuestro amor y nuestras acciones las fuentes de vida inaparentes, los niños, los trabajadores y los rostros de tan diferentes pobrezas.
Jesús, el gran regalo del Padre, desata en muchos hogares el cariño de un regalo modesto o de un río de regalos para los familiares. Desata también la generosidad de incontables cajas de Navidad y de otros dones. Pero vayamos más allá. Imitar la generosidad de Dios es convertirnos nosotros mismos en un don suyo para los demás, en un don de amor, de reconciliación y de paz, como su madre María y todos los santos. Podemos hacerlo en estas celebraciones, promoviendo la justicia, la misericordia y la paz. Y seguramente alguien, en su soledad y pobreza, nos está esperando. Seamos como Jesús para los pastores de Belén: un don de Dios, sobre todo para nuestra familia y para cuantos nos necesitan.
De corazón les deseo una feliz Navidad.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, 24 diciembre de 2007