Intervención en la Primera Asamblea Eclesial. Centro de Peregrinos de Schoenstatt, 11 de octubre de 2007.
Fecha: Jueves 11 de Octubre de 2007
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa
Introducción
Esta presentación de Aparecida desde una perspectiva eclesiológica y pastoral quiere enriquecer nuestra reflexión. Somos una parte viva de la Iglesia en América Latina y el Caribe, y por eso todo lo que vivió la Asamblea en Aparecida y las orientaciones que plasmó en el Documento Conclusivo y el Mensaje final nos atañen en primera persona: son experiencias y orientaciones que el Señor le regala a toda su Iglesia en América Latina y el Caribe y aun más allá de nuestras fronteras; también a nosotros, cuando trabajamos para formular nuevas orientaciones pastorales.
Esta breve exposición no será una reflexión teológica sobre el Documento conclusivo, tratando de descubrir la imagen de la Iglesia que nos presenta Aparecida –tarea bastante lejana de la realidad, si consideramos que el Documento que nos ocupa tiene más de 250 autores, guiados eso sí por la conducción suave y certera del Espíritu Santo. Trataré de recoger, muchas veces con las mismas palabras del Documento conclusivo, los rasgos de la Iglesia y los acentos pastorales en los cuales insiste Aparecida, consciente de estar aún demasiado cerca de esa hora de gracia como para tener aquella distancia que permite hacer un mejor discernimiento entre los trazos substantivos, de esos otros que aportan más bien al colorido del cuadro.
Deseo hacer presente tanto la experiencia viva de la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe que Dios nos regaló en Aparecida, como también las orientaciones centrales del Documento conclusivo y del Mensaje final, en lo que atañe a la Iglesia en nuestro continente y a su tarea pastoral.
1. La experiencia de comunión en Aparecida. (1 Jn 1, 1-7)
Ya en las palabras iniciales de su primera carta, San Juan recurre a la experiencia única que ha tenido de Cristo, la Palabra de Vida, para referirse a la comunión con los apóstoles, con el Padre y con el Hijo, y también entre nosotros. Dicen esos primeros versículos:
”
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, (…) os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo.
Y éste es el mensaje que hemos oído de él y que os anunciamos: Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros”. (Jn 1, 1,3 6 y 7ª)
La experiencia de comunión de los apóstoles y de los primeros cristianos, que nos confió san Juan, fue la experiencia vivificante que Dios nos regaló a lo largo de la preparación de la Conferencia de Aparecida y durante su celebración:
a. Con ese espíritu
preparamos la V Conferencia General con laicos, religiosos, religiosas, diáconos permanentes y sacerdotes diocesanos, durante largos y apretados meses. Con ese ánimo trabajaron las conferencias episcopales que conforman el CELAM en las reuniones de sus asambleas que dedicaron a este tema. Con unanimidad los presidentes de las conferencias episcopales con la presidencia del consejo episcopal elaboramos la proposición metodológica y las listas de nombres que le ofrecimos a la asamblea para constituir con ellos las comisiones auxiliares que facilitarían el trabajo. El espíritu de comunión y participación inspiró también nuestros diálogos con la Santa Sede.
b. Selló el espíritu que caracterizó ese tiempo,
la presencia del Santo Padre en Brasil, especialmente en Aparecida. Agregó un nuevo motivo de gratitud a él su discurso inaugural a la asamblea. De mi parte, nunca había escuchado un discurso pontificio en el cual el Pastor Universal confirmara la fe de sus hermanos con tal claridad y sabiduría doctrinal y con tanta sencilla cordialidad. Fue él quien abrió el espacio que caracterizó a la Vª Conferencia General: espacio de comunión fraterna, de confianza en la acción del Espíritu Santo y en los hermanos, y de libertad evangélica.
c. Mientras transcurrían los días
en medio de los trabajos, en que confrontábamos y sumábamos experiencias y reflexiones, sin ocultar las diferencias ni amenazar el afán constructivo, la comunión y participación adquirieron una dimensión que muchos no esperaban. Un obispo de tierras lejanas, al experimentar el espíritu de comunión fraterna que manifestaban los obispos en las subcomisiones, escuchando, acogiendo y aportando, para ejercer mejor su responsabilidad de pastores y su derecho a voto, saboreaba las palabras con las cuales Su Santidad Juan Pablo II impulsó la preparación de una nueva Conferencia General del Episcopado: “mantengan la forma de reunirse que es propia de ustedes”.
d. El espacio interior en el cual ocurrió esa comunión fraterna fue el ámbito del discernimiento y de la comunión con Dios. Se abría este espacio cada día con la belleza y el canto de las significativas celebraciones litúrgicas que rodearon y fermentaron nuestro trabajo. Lo iniciábamos con el himno y los salmos de Laudes, incorporados a la Eucaristía celebrada en el altar central del santuario, y lo concluíamos con el rezo común de Vísperas. Resueltos a ser nosotros mismos discípulos de Jesucristo, cada día nos enriquecimos con el ardor y la luz de su Palabra, comentada en inspiradas homilías, tanto al iniciar la jornada con la misa, como al atardecer, en el rezo de las vísperas. Ellas avivaban nuestra fe en el encargo que habíamos recibido de Dios y en la esperanza de su Pueblo, y nos preparaban a recibir el pan bajado del cielo, para la vida del mundo. Nos alegraba ver a los peregrinos que participaban en las celebraciones eucarísticas, como asimismo saber de innumerables fieles que en el Continente nos acompañaban, y que gracias a las trasmisiones de radio y televisión oraban con nosotros desde sus hogares en cercanos y lejanos rincones del Continente y de las islas caribeñas.
Entre los que participaron en la Conferencia de Aparecida, muchos manifestaron que nunca habían vivido una experiencia de tanta comunión, en la cual la relación con Dios, con la Virgen, con los participantes y con la familia de Dios (peregrinos y fieles en sus países) confluyera con tal densidad, empeño humano, oración y alegría en la liturgia, en el trabajo y en los modestos hoteles que nos recibían. La experimentamos como un don de Dios y como una gran tarea.
El Documento conclusivo se detiene por eso en los
lugares en los cuales se vive la comunión en la Iglesia “
que como \'comunidad de amor’ está llamada a reflejar la gloria de Dios que es comunión, y así atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo (159,) viviendo “anticipadamente la belleza del amor, que se realizará al final de los tiempos en la perfectas comunión con Dios y los hombres” (160), tales como la diócesis (164-169), la parroquia, llamada a ser una comunidad de comunidades (170-177), las comunidades eclesiales de base y las pequeñas comunidades (178-180) (VER NOTA 1) . También trata de las Conferencias y Consejos episcopales (181-183), que son espacios de comunión en vista del bien pastoral de la Iglesia en un país o en un continente, y concluye con una preocupación por los que han dejado la Iglesia para unirse a otros grupos religiosos (225s), lo que no le impide dar su apoyo al trabajo ecuménico e interreligioso (227-239).
El Espíritu construye la comunión valiéndose de nosotros, pero no uniformando y nivelando las aportaciones, sino regalando a la Iglesia carismas, dones y ministerios que confieren toda su riqueza sinfónica a la Iglesia-Comunión, reflejo de la comunión trinitaria. Entre aquellos que
conforman esta rica comunión y trabajan como artífices de la misma, el Documento Conclusivo recoge la experiencia de Aparecida y de la comunión orgánica del Pueblo de Dios, dedicando un capítulo a los discípulos misioneros con vocaciones específicas. Allí trata de los obispos, discípulos misioneros de Jesús Sumo Sacerdote (186-190), de los presbíteros, discípulos misioneros de Jesús Buen Pastor (191-204), de los diáconos permanentes, discípulos misioneros de Jesús Servidor (205-208), de los fieles laicos y laicas, discípulos y misioneros de Jesús Luz del mundo (209-215), y de los consagrados y consagradas, discípulos misioneros de Jesús, Testigo del Padre (216-224).
- - - - - - - - - - - - -
Los elementos que enumero a continuación como rasgos característicos de la imagen de la Iglesia que resplandeció en Aparecida y de las orientaciones pastorales que nos entregó la V Conferencia, fluyeron de la comunión con Dios, Señor de la Vida y de la Historia, y de la comunión fraterna.
2. Una Iglesia de discípulos misioneros
Los documentos de las Conferencias Generales de Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo, no tematizan la vocación al discipulado. Estábamos acostumbrados a designar al miembro de la Iglesia más bien con otros términos, tales como: fieles, creyentes, bautizados, testigos, militantes, evangelizadores, miembros del pueblo de Dios, etc.
Pero un elemento esencial de la novedad de Aparecida y de la fecundidad que tendrá la reciente Asamblea nació de la intuición profética de los Presidentes de las Conferencias Episcopales que propusieron el discipulado como el primer eje temático de la Conferencia de Aparecida. Saberse depositarios de este llamado a ser discípulos de Jesucristo despertó una gran vitalidad en las comunidades que prepararon Aparecida. Fuimos testigos de ello. No cabe ninguna duda: Aparecida presenta la urgencia de esta dimensión de la vocación cristiana, unida a la dimensión misionera, como una prioridad originaria de nuestra identidad. El Documento lo dice dos veces en su introducción:
“La Iglesia está llamada a repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia su misión en las nuevas circunstancias latinoamericanas y mundiales. No puede replegarse (…). Se trata de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros” (11).
“El Señor nos dice: “no tengan miedo” (Mt 28, 5). (…) Lo que nos define no son las circunstancias dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos emprender, sino ante todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Esta prioridad fundamental es la que ha presidido todos nuestros trabajos,(…) Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo” (14).
No podían expresar los obispos con mayor claridad y fuerza el fruto de su discernimiento. Cuando hablan de nuestra respuesta al desafío que enfrentamos, dicen que “se trata de”. Hablan de “una prioridad fundamental”, y agregan que “aquí está el reto fundamental”. Y cuando convocan a los cristianos a responder a la voz de Dios expresada en nuestro tiempo, no clasifican a los miembros de la Iglesia entre los que son discípulos y los que son misioneros; ni siquiera entre los que son sólo discípulos y los que son discípulos misioneros. Son dos caras de la misma medalla, según palabras del Santo Padre en su discurso inaugural:
“El discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4,12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro.”
Fue así como los obispos reunidos en Aparecida junto a todos sus colaboradores poco a poco abandonaron la expresión “discípulos y misioneros” como si fueran dos vocaciones diferentes, para optar por el otro término –“discípulos misioneros”- que presenta ambas dimensiones como partes de una misma vocación. Con la fuerza del Espíritu Santo, que hace fecunda la savia que brota de la raíz discipular, queremos un despertar misionero en nuestro Continente. También señalaron los obispos que no se puede separar la vocación al discipulado misionero de la vocación a la comunión en la Iglesia. Leemos en el número 156:
“La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión. Ante la tentación, muy presente en la cultura actual de ser cristianos sin Iglesia y las nuevas búsquedas espirituales individualistas, afirmamos que la fe en Jesucristo (…) “nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión” (VER NOTA 2). Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los Apóstoles y con el Papa”.
Es apasionante el dinamismo que encierra el encuentro con Jesucristo, que nos convierte en discípulos misioneros y en miembros vivos de su comunidad, la Iglesia. Ya lo había descrito el Sínodo de América, al invitarnos a andar por ese camino que conduce a la conversión, a la comunión y a la solidaridad, llamándonos al encuentro con Jesucristo vivo, que es nuestro Camino. El Documento de Aparecida despliega esas dimensiones del llamado de los primeros discípulos en los números 131 y siguientes. Transcribo sólo las últimas palabras del número 131:
“ … ellos no fueron convocados para algo (purificarse, aprender la Ley…), sino para Alguien, elegidos para vincularse íntimamente a su Persona (cf. Mc 1, 17; 2, 14). Jesús los eligió para “que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión. El discípulo experimenta que la vinculación íntima con Jesús en el grupo de los suyos es participación de la Vida salida de las entrañas del Padre, es formarse para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas”.
El fundamento de esta verdad vivificante que proclama Aparecida, de ser la Iglesia una comunidad viva de discípulos misioneros, es l
a relación de alianza de la Iglesia con Jesucristo, de los suyos con su Maestro y Señor, su Cabeza y su Salvador, su Buen Pastor, su Esposo y su Paz, su Camino, su Verdad y su Vida. Es Él quien salió a nuestro encuentro, siendo para nosotros el rostro humano de Dios. Es Él el nuevo Adán, el rostro divino del hombre que habla con su Padre en el Espíritu Santo. Toda la Asamblea de Aparecida sería inexplicable si pasáramos por alto el paso de Cristo entre nosotros, como Señor de la Vida y de la Historia, que ha despertado el amor, la plena adhesión y toda la colaboración de aquellos a los cuales ha llamado por su nombre a ser discípulos misioneros, que los ha atraído con la belleza de su predicación, con la bondad de sus obras y la sabiduría de su poder, que les ha conferido una esperanza que no defrauda y una confianza ilimitada, gracias a su Pascua, a su victoria sobre la muerte y el pecado. Él quiso compartir con nosotros su misión liberadora y plenificadora, porque quiere que nuestros pueblos tengan vida, la vida nueva que anhelan, vida en abundancia.
No me detengo en este gran tema de Aparecida,
el asombro y el amor que despierta en nosotros la persona, la vida, la obra y la misión de Cristo, ya que ése fue el tema de la conferencia de Monseñor Santiago Silva, que acabamos de escuchar.
De lo anterior se desprende que el encuentro con Jesucristo inicia un proceso de vida, que es parte de la pedagogía de Dios.
3. El lugar de la pedagogía pastoral en la edificación de la Iglesia
La Iglesia tiene conciencia de su origen histórico. Parte desde Cristo y cuando quiere renovarse, vuelve a comenzar,
“a \'recomenzar desde Cristo\', a reconocer y seguir su Presencia con la misma realidad y novedad, el mismo poder de afecto, persuasión y esperanza, que tuvo su encuentro con los primeros discípulos a las orillas del Jordán, hace 2000 años, y con los “Juan Diego” del Nuevo Mundo. Sólo gracias a ese encuentro y seguimiento, que se convierte en familiaridad y comunión, por desborde de gratitud y alegría, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y salimos a comunicar a todos la vida verdadera, la felicidad y esperanza que nos ha sido dado experimentar y gozar.”(549)
El Documento de Aparecida plantea esta prioridad y nos dice que hay sólo un punto de partida para construir la Iglesia y renovarla. Nos invita a repartir desde el Jordán, desde el primer encuentro de los dos primeros discípulos que serían apóstoles suyos. Es más, agrega que esa narración del evangelio de Juan “permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano” (244), para introducir a ese encuentro con Cristo vivo que abre “un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad” (VER NOTA 3).
En dos partes trata el Documento este tema de suma importancia para la pedagogía pastoral y para la catequesis,. Lo hace, en primer lugar, al introducir la enumeración de los “lugares de encuentro con Jesucristo”, con estas palabras:
“La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo. Ésa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. El evangelista Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: “¿qué buscan?” (Jn 1, 38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: “vengan y lo verán” (Jn 1, 39). Esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano” (244).
El mismo tema es repropuesto poco más adelante, cuando el Documento se refiere a la formación de los discípulos misioneros. Afirma lo siguiente:
“La vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros de Jesucristo en América Latina y El Caribe, requieren una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia. Miramos a Jesús, el Maestro que formó personalmente a sus apóstoles y discípulos. Cristo nos da el método: “Vengan y vean” (Jn 1, 39), “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Con Él podemos desarrollar las potencialidades que están en las personas y formar discípulos misioneros. Con perseverante paciencia y sabiduría Jesús invitó a todos a su seguimiento. A quienes aceptaron seguirlo los introdujo en el misterio del Reino de Dios, y después de su muerte y resurrección los envió a predicar la Buena Nueva en la fuerza de su Espíritu. Su estilo se vuelve emblemático para los formadores y cobra especial relevancia cuando pensamos en la paciente tarea formativa que la Iglesia debe emprender en el nuevo contexto sociocultural de América Latina” (276).
El itinerario formativo del seguidor de Jesús hunde sus raíces en la naturaleza dinámica de la persona y en la invitación personal de Jesucristo, que llama a los suyos por su nombre, y éstos lo siguen porque conocen su voz. El Señor despertaba las aspiraciones profundas de sus discípulos y los atraía a sí, llenos de asombro. El seguimiento es fruto de una fascinación que responde al deseo de realización humana, al deseo de vida plena. El discípulo es alguien apasionado por Cristo a quien reconoce como el maestro que lo conduce y acompaña” (277).
Inmediatamente después, cuando describe las etapas o aspectos de este proceso, al comenzar su enumeración dice lo siguiente:
“En el proceso de formación de discípulos misioneros destacamos cinco aspectos fundamentales que aparecen de diversa manera en cada etapa del camino, pero que se compenetran íntimamente y se alimentan entre sí:
a. El Encuentro con Jesucristo. Quienes serán sus discípulos ya lo buscan (cf. Jn 1, 38), pero es el Señor quien los llama: “Sígueme” (Mc 1, 14; Mt 9, 9). Se ha de descubrir el sentido más hondo de la búsqueda, y se ha de propiciar el encuentro con Cristo que da origen a la iniciación cristiana. Este encuentro debe renovarse constantemente por el testimonio personal, el anuncio del kerygma y la acción misionera de la comunidad. El kerygma no sólo es una etapa, sino el hilo conductor de un proceso que culmina en la madurez del discípulo de Jesucristo. Sin el kerygma, los demás aspectos de este proceso están condenados a la esterilidad, sin corazones verdaderamente convertidos al Señor. Sólo desde el kerygma se da la posibilidad de una iniciación cristiana verdadera. Por eso la Iglesia ha de tenerlo presente en todas sus acciones” (278).
Como podemos constatarlo, el horizonte de Aparecida es un verano lleno de frutos y de vida. Por eso mismo da gran importancia a las raíces de toda vida cristiana, de todo camino de santidad y de todo espíritu misionero: al encuentro con Jesucristo vivo. Así nos invita a recurrir una y otra vez a
los lugares de encuentro con el Señor y Maestro (246-295), que quiso liberarnos de las rupturas y la destrucción del pecado y de la muerte, siendo nuestro hermano y salvador.
Es la misma razón por la cual Aparecida privilegia en sus orientaciones pastorales, concediéndoles gran importancia, a las comunidades, a las instituciones y a las actividades que son
verdaderas escuelas del encuentro con Cristo y de la formación cristiana (276ss). Sobresale por ello su preocupación por la iniciación a la vida cristiana (286-294) y la catequesis ((295-300), por la dimensión bíblica de la pastoral (247ss), por la liturgia, particularmente por al Eucaristía dominical (250-255, 262, 305, 446d), por la familia como primera escuela de la fe (302s), asimismo por la educación católica (328-346), por la parroquia, las pequeñas comunidades, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades (304-314), por la pastoral juvenil (443-446) y por los seminarios y casas de formación religiosa (314-327). En la misma perspectiva mucho valora el testimonio discipular de los consagrados y las consagradas y su dedicación a gestar una nueva generación de discípulos y misioneros de Cristo (220, 217ss).
Haber recibido la vocación de ser discípulos misioneros de Jesucristo en la comunión de su Iglesia genera una actitud que distingue a los amigos del Señor.
4. La gratitud y la alegría por el encuentro con Cristo y por nuestra vocación cristiana, signos de una Iglesia que recibió la Buena Noticia y que la irradia.
Partimos de Aparecida con mucha gratitud y alegría. Hablamos de este acorde interior, como de algo característico del \'espíritu de Aparecida\'. En el número 12 de la introducción, proponemos una convicción unánime:
“No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados. (…). A todos nos toca recomenzar desde Cristo (VER NOTA 4) , reconociendo que \'no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva\'(VER NOTA 5)”.
Fue lo que ocurrió con los primeros cristianos. Su espíritu se llenó de gratitud y alegría. Nos recuerdan los obispos que
“Quienes se sintieron atraídos por la sabiduría de sus palabras, por la bondad de su trato y por el poder de sus milagros, por el asombro inusitado que despertaba su persona, acogieron el don de la fe y llegaron a ser discípulos de Jesús. Al salir de las tinieblas y de las sombras de muerte (cf. Lc 1, 79) su vida adquirió una plenitud extraordinaria: la de haber sido enriquecida con el don del Padre. Vivieron la historia de su pueblo y de su tiempo y pasaron por los caminos del Imperio Romano, sin olvidar nunca el encuentro más importante y decisivo de su vida que los había llenado de luz, de fuerza y de esperanza: el encuentro con Jesús, su roca, su paz, su vida”. (21)
Al igual que ellos, ante los grandes desafíos y las grandes amenazas de nuestro tiempo, ante los grandes sueños y las grandes dificultades de nuestros pueblos, ante las vacilaciones, las expectativas y los problemas que aporta la globalización económica, cultural y religiosa, no reaccionaremos con temor o con ansiedad, con ingenuidad o con agresividad, con indiferencia o aislándonos de los demás. Peregrinaremos por el mundo, en él seremos discípulos misioneros, viviremos en comunión y colaboraremos con la gracia de Dios, trabajando en la construcción del Reino de justicia, de vida y de paz, simplemente dando cabida preponderante en nuestro espíritu a un sentimiento y una actitud básica, a
“la alegría de ser cristianos” (VER NOTA 6) , de “ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio” (VER NOTA 7 ) .
Esta invitación a la acción de gracias y a la alegría, signos del anuncio y de la acogida del Evangelio, también impregna el espíritu misionero de los discípulos de Jesucristo. En verdad, ¿qué fuerza de persuasión tendrían las acciones misioneras si no vinieran de cristianos que están conmovidos por el don del Padre que han recibido: Jesucristo y su misión? Queremos ser misioneros “por desborde de gratitud y alegría” (VER NOTA 8). Traigo a la memoria el número 29:
“La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (VER NOTA 9).
Es la actitud de la Sma. Virgen en la casa de su prima Isabel y siempre. Con razón saludó el ángel a la mujer que estaba llena de la gracia, deseándole alegría.
5. María madre, discípula misionera, educadora y servidora en la Iglesia
La II Conferencia General del Episcopado realizada en Medellín poco tiempo después del Concilio Vaticano II se propuso reflexionar sobre la presencia de la Iglesia en las actuales transformaciones de América Latina, a la luz del Concilio Vaticano II. Junto a la elaboración de orientaciones de honda repercusión en el Continente, se dio una omisión preocupante. Entre los documentos no figura alusión alguna a la Virgen María, cuya maternidad en el orden de la gracia había sido reconocida poco antes por el Concilio, como así mismo la gracia de ser ella prototipo y modelo de la Iglesia en el orden de la fe y la caridad, como también de la perfecta unión con Cristo.
Son conocidos los valiosos textos de Puebla y Santo Domingo, que relacionan la vida y la misión de María con nuestros pueblos y con nuestra vida y misión. Esta vez la Conferencia General se realizó en un santuario mariano, en la capital de la geografía de la fe del pueblo brasileño, en medio de miles y miles de peregrinos que acudían llenos de fe y de esperanza en Dios a Nuestra Señora de la Concepción Aparecida.
Pocos meses antes, preparando la Vª Conferencia, nos habíamos reunidos cerca del santuario de Guadalupe en un congreso mariológico, que reflexionó sobre María, discípula y misionera, y acerca de la pastoral mariana en el Continente. Agradecidos por el don de Dios que significa el amor a la Virgen de nuestros pueblos, buscábamos caminos pastorales para que ese amor fuera valorado y cultivado. Así ofrecería a la Iglesia y a la sociedad todos sus frutos como camino hacia el encuentro con Cristo y hacia una disponibilidad plena al Espíritu Santo, como amor a la Palabra de Dios y transformación eucarística, como impulso a la solidaridad y la misericordia con los hombres, como aliento para la unidad de la familia, para enaltecer la misión de la mujer, y para avanzar hacia la unidad entre nuestros pueblos, etc.
El Santo Padre, ya al atardecer del día 12 de mayo, en sus palabras al término del rezo del rosario en el santuario nos alentó a proseguir por este camino. Nos dijo:
“Es ella quien nos muestra el modo de abrir nuestra mente y nuestro corazón a la fuerza del Espíritu Santo, que viene para ser comunicado al mundo entero. (…) El Papa vino a Aparecida con viva alegría para deciros en primer lugar: \"Permaneced en la escuela de María\". Inspiraos en sus enseñanzas. Procurad acoger y guardar dentro del corazón las luces que Ella, por mandato divino, os envía desde lo alto”.
Nos resultaba fácil seguir este consejo junto a la pequeña imagen de la Virgen, que había visto la luz del día después de la admirable pesca milagrosa en el río Paracaíba, para iluminar al alma de una gran nación. Con frecuencia escuché un proyecto común: que la persona y la misión de la Virgen estén presentes en todo el documento. “En María nos encontramos con Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, como asimismo con los hermanos” (267). Ella es la Estrella de la nueva Evangelización; ella es el modelo, la madre y la educadora de los discípulos misioneros de Jesucristo; su maternidad une a la Iglesia-familia; ella trabaja con nosotros en la construcción de la comunión, precisamente por ser un camino privilegiado para llegar al encuentro con Cristo, para cercarnos con amor a los hermanos y para abrir su corazón al Evangelio y a la paz. Ella es madre de la Vida de nuestras familias y de nuestros pueblos, su madre común, y nos sigue abriendo camino a sus culturas y a sus pobres.
Cito tan sólo algunas frases del número 269:
“María es la gran misionera, continuadora de la misión de su Hijo y formadora de misioneros. Ella, así como dio a luz al Salvador del mundo, trajo el Evangelio a nuestra América. En el acontecimiento guadalupano, presidió junto al humilde Juan Diego el Pentecostés que nos abrió a los dones del Espíritu. Desde entonces son incontables las comunidades que han encontrado en ella la inspiración más cercana para aprender cómo ser discípulos y misioneros de Jesús. Con gozo constatamos que se ha hecho parte del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando profundamente en el tejido de su historia y acogiendo los rasgos más nobles y significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los santuarios esparcidos a lo largo y ancho del Continente testimonian la presencia cercana de María a la gente y, al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que los devotos sienten por ella. Ella les pertenece y ellos la sienten como madre y hermana”.
Aparecida pide que nos acerquemos al amor a la Virgen de nuestro pueblo, que comprendamos su insondable riqueza, y que lo cultivemos de modo que nos lleve al encuentro de Cristo, nos enseñe a ser discípulos misioneros, y maduren sus frutos de conversión, contemplación, comunión y solidaridad.
6. La Iglesia y su responsabilidad por el Reino
Aparecida retoma y confirma las grandes opciones pastorales de las Conferencias anteriores.
Su primera novedad pastoral está, como lo hemos visto, en descender a la persona, a su identidad y vitalidad cristianas, a la fuente de todo dinamismo interior y de toda iniciativa: a su encuentro con Jesucristo vivo y a su compromiso discipular y misionero. A partir de ese compromiso con Cristo, esperamos que la Iglesia cumpla más plenamente su misión en el mundo. Es algo característicos del discípulo su coherencia en el seguimiento de Jesucristo, superando el divorcio que con frecuencia constatamos entre fe y responsabilidad social, entre adhesión a Jesucristo y pertenencia viva a su Iglesia, entre vida personal y familiar e inserción eclesial, entre espiritualidad y acción secular, en último término, entre amor a Dios y amor al prójimo.
Aparecida tiene, además, clara conciencia de la situación de innumerables bautizados cuya pertenencia a la Iglesia no se expresa en una participación viva ni en la liturgia dominical, ni en la recepción de la Palabra de Dios, ni en alguna comunidad cristiana; también tiene clara conciencia del aumento del número de latinoamericanos y caribeños que no están bautizados; sabe que un número importante de personas que fueron bautizadas en la Iglesia católica, al perder contacto con la riqueza de la vida y la acción pastoral de su Iglesia (225), han buscado respuesta a su sed de Dios en otras confesiones religiosas, generalmente en comunidades cristianas. Gracias a Dios, en muchas diócesis, comunidades parroquiales, movimientos apostólicos, colegios y comunidades de universitarios, renace el ardor misionero. Sin embargo, estos brotes no ocurren con la frecuencia y la universalidad que corresponde a nuestra vocación misionera. Le pedimos al Espíritu Santo que irrumpa entre nosotros, haciendo nuevas todas las cosas, sacudiendo de nosotros todo letargo misionero.
Vamos hacia un despertar misionero en toda nuestra Iglesia en América Latina y el Caribe, en el cual cada Juan Diego, llamado por su nombre, salga a evangelizar con la Biblia en la mano y con la imagen de la Virgen María, como aparece en el tríptico que nos regaló el Santo Padre en Aparecida.
Esta gran novedad de Aparecida persigue que el Pueblo de Dios viva en estado de misión permanente. Para ello la Iglesia ha de ser un espacio que facilite la experiencia religiosa y la vida comunitaria, una escuela de formación bíblico-doctrinal, y una casa de la cual todos salen con un profundo compromiso misionero (226).
En el ámbito de la misión de la Iglesia, Aparecida nos enriquece al definirla en relación a la misión de Cristo, con las mismas palabras del Buen Pastor: “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Ya el tema de la Vª Conferencia fue formulado conforme a las palabras del Señor: “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestro pueblos en él tengan vida. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Por eso la tercera y última parte del Documento conclusivo lleva como título: “La vida de Jesucristo para nuestros pueblos”.
La opción fundamental por la vida de nuestros pueblos en Cristo, determina nuestra perspectiva para ver la situación de nuestros pueblos, de sus culturas y de sus familias, nos ofrece un criterio insustituible de discernimiento y evaluación, y numerosas prioridades para la contemplación y la acción.
1. El documento, en el capítulo 7, nos invita vigorosamente a
valorar la vida nueva en Cristo, a vivirla con toda su riqueza y a comunicarla a nuestros pueblos, porque “
nuestros pueblos no quieren andar en sombras de muerte; tienen sed de vida y felicidad en Cristo. Lo buscan como fuente de vida” (350). Así los obispos nos orientan hacia la voluntad de Cristo de comunicarnos su vida y ponerse al servicio de la vida, en sus variadas dimensiones (353ss). Tanto en este capítulo del documento (358) como en otros lugares (65, 402 y 407ss), los obispos denuncian con mucho dolor aquellas situaciones inhumanas que son incompatibles con el Reino de vida que Cristo vino a traer, y que exigen “
un mayor compromiso a favor de la cultura de la vida”. Agrega ese texto: “
Si pretendemos cerrar los ojos ante estas realidades no somos defensores de la vida del Reino y nos situamos en el camino de la muerte” (358). Recordando una ley profunda de la realidad: que “la vida sólo se desarrolla plenamente en la comunión fraterna y justa”, concluye: “El rico magisterio social de la Iglesia nos indica que no podemos concebir una oferta de vida en Cristo sin un dinamismo de liberación integral, de humanización, de reconciliación y de inserción social” (359). De inmediato nos señala un camino humano y muy cristiano: “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás” (360). Esa actitud nos impulsará no sólo a ir en camino a la santidad (148, 163), y a promover una renovación misionera (365ss), cuya fuente y cumbre será la Eucaristía (363), sino además a partir a la misión ad gentes (373-379).
2. La opción radical por la vida en Cristo, es
una opción por la Reino de Dios y por la promoción de la dignidad humana. De ellas trata el capítulo 8, que establece numerosas metas para nuestro servicio pastoral. Enumero las siguientes orientaciones:
a.
“Ser discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos, en Él, tengan vida, nos lleva a asumir evangélicamente y desde la perspectiva del Reino las tareas prioritarias que contribuyen a la dignificación de todo ser humano, y a trabajar junto con los demás ciudadanos e instituciones en bien del ser humano. El amor de misericordia para con todos los que ven vulnerada su vida en cualquiera de sus dimensiones, como bien nos muestra el Señor en todos sus gestos de misericordia, requiere que socorramos las necesidades urgentes, al mismo tiempo que colaboremos con otros organismos o instituciones para organizar estructuras más justas en los ámbitos nacionales e internacionales. Urge crear estructuras que consoliden un orden social, económico y político en el que no haya inequidad y donde haya posibilidades para todos. Igualmente, se requieren nuevas estructuras que promuevan una auténtica convivencia humana, que impidan la prepotencia de algunos y faciliten el diálogo constructivo para los necesarios consensos sociales” (384).
“
La misericordia siempre será necesaria, pero no debe contribuir a crear círculos viciosos que sean funcionales a un sistema económico inicuo. Se requiere que las obras de misericordia estén acompañas por la búsqueda de una verdadera justicia social, que vaya elevando el nivel de vida de los ciudadanos, promoviéndolos comos sujetos de su propio desarrollo” (385).
b. El Documento trata de
la dignidad humana y afirma que “l
a cultura actual tiende a proponer estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y dignidad del ser humano.” (387) Ante ello, “nuestra fidelidad al Evangelio nos exige proclamar en todos los areópagos públicos y privados del mundo de hoy, y desde todas las instancias de la vida y misión de la Iglesia, la verdad sobre el ser humano y la dignidad de toda persona humana” (390).
Cumpliendo con esa tarea “
Proclamamos que todo ser humano existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva en cada instante. La creación del varón y la mujer, a su imagen y semejanza, es un acontecimiento divino de vida, y su fuente es el amor fiel del Señor. Luego, sólo el Señor es el autor y el dueño de la vida, y el ser humano, su imagen viviente, es siempre sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de la existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte” (388).
“Nos urge la misión de entregar a nuestros pueblos la vida plena y feliz que Jesús nos trae, para que cada persona humana viva de acuerdo con la dignidad que Dios le ha dado” (389).
c. La opción por la promoción de la dignidad humana conduce necesariamente a
la opción preferencial por los pobres y excluidos. Ella es “
uno de los rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña” (391), con el cual Aparecida se compromete. Los obispos aseveran: “
Nos comprometemos a trabajar para que nuestra Iglesia Latinoamericana y Caribeña siga siendo, con mayor ahínco, compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio. Hoy queremos ratificar y potenciar la opción del amor preferencial por los pobres hecha en las Conferencias anteriores(VER NOTA 10)” (396). Recordando palabras de Su Santidad Juan Pablo II en Iglesia en América y del Papa Benedicto XVI en Aparecida afirma el Documento de Aparecida sobre el fundamento de nuestra opción preferencial: “
Nuestra fe proclama que “Jesucristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”(VER NOTA 11). Por eso “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza(VER NOTA 12) . Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano (cf. Hb 2, 11-12)” (392). El Documento explica: “
De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos. La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (257).
Los demás párrafos dedicados a esta opción (392-398) contienen perspectivas de gran valor, y propician una opción que, sin ser excluyente, sea más fraterna, que se manifieste en opciones y gestos concretos, y que por ser preferencial atraviese todas las estructuras y prioridades pastorales. Piden, además, una especial preocupación pastoral por los constructores católicos de la sociedad que son responsables de las finanzas de las naciones, pueden fomentar el empleo y crear condiciones para el desarrollo económico de los países.
Este capítulo propone una visión universal de las necesidades, ya que impulsa una renovada pastoral social para la promoción humana integral, valiéndose de la Doctrina Social de la Iglesia. Alienta a los empresarios que se caracterizan por su compromiso social (404, 122), propicia la globalización de la solidaridad y de la justicia internacional (406) y nos insta a detenernos ante los “rostros sufrientes que nos duelen”, y a seguir el ejemplo del Buen Samaritano, siendo fieles a nuestra opción por la vida ante los malheridos e nuestra sociedad: que viven en situación de calle (407-410), que son migrantes (411-416), sufren enfermedad (417-421), son adicto dependientes (422-427) o viven detenidos en cárceles (427-430).
d. La opción por la vida de Jesucristo para nuestros pueblos, es una opción por la familia, por la cultura de la vida y por la misma vida.
Sin ocultar en nada la difícil situación por la cual pasa
la familia, patrimonio de la humanidad, en nuestro continente, y con plena conciencia de ser ella el valor más querido de nuestros pueblos, con fuerza pide Aparecida a los gobernantes, a los legisladores y a los profesionales de la salud que la defiendan y protejan, también de los crímenes del aborto y la eutanasia, y expresa su convicción: en toda diócesis se requiere una pastoral familiar intensa y vigorosa, además la preocupación por la familia debe ser uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora (432-437. El mismo capítulo noveno del Documento se refiere a otras acciones prioritarias de la Iglesia, de la familia y de las instituciones del Estado en el ámbito de la familia. Trata de
los niños y de dolorosas situaciones que los afectan, como asimismo de necesarias orientaciones pastorales (438-441). Después de detenerse en la vocación de
los jóvenes, en sus grandes posibilidades y en numerosas situaciones que los afectan significativamente, renueva Aparecida la opción preferencial por los jóvenes en continuidad con las Conferencias Generales anteriores (442-445). Motiva el respeto, el aprecio y el reconocimiento a
los ancianos, como asimismo la búsqueda de su bien (447-450). Y dedica un apartado a
la dignidad y participación de las mujeres (451-458), que refleja la gran estima y gratitud que tienen hacia ella los pastores, como asimismo una visión dolida de las dificultades que deben enfrentar, y esperanzada en las aportaciones de su maternidad espiritual en la sociedad, en la familia y en la Iglesia. Como gran novedad el Documento dedica unas reflexiones y orientaciones a
la responsabilidad del varón y padre de familia (459-463). Concluye este capítulo con un fuerte llamado al
cuidado del medio ambiente (470-475), cuando la riqueza natural de nuestros países experimenta una explotación irracional, y
exhortando a proclamar y defender la cultura de la vida, don gratuito que hemos recibido de Dios y tarea insoslayable, que nos pide ser voz de los que no la tienen, ya que la vida humana debe ser defendida siempre, sobre todo ahora que está amenazada por ídolos que crecen entre nosotros (464-469).
e. La opción por la vida es también
una opción por la evangelización de la cultura y de las culturas de nuestros pueblos. Una tarea de tales proporciones como la que nos propusimos en Aparecida, alimentando una verdadera pasión por la vida de nuestros pueblos, tenía que dar un paso más, debía apuntar hacia la evangelización de nuestras convicciones, de nuestros comportamientos y costumbres, hacia la manera como cultivamos la relación con la naturaleza, entre nosotros y con Dios (ver Puebla 386). En una palabra, tenía que plantearse ante la evangelización de la cultura (476-480), sobre todo de determinadas culturas –como la cultura urbana, que requiere una acción pastoral adecuada a ella (509-519)-, de nuevos areópagos y centros de decisión (491-500), de aquellas actividades humanas que ejercen una influencia poderosa sobre la cultura –tales como la educación (481-483), los medios de comunicación social (484-490), y el servicio público, en el cual deseamos que numerosos laicos trabajen como discípulos misioneros de Cristo (501-508)-, y tenía que abordar temas más amplios que atañen a aspectos culturales que debemos abordar para que nuestras etnias, nuestros pueblos y nuestras naciones sean hermanas y opten por la paz (520-546).
La búsqueda del bien de nuestros pueblos para que tengan vida en abundancia, y la transformación de la sociedad desde las responsabilidades que plantean los nuevos areópagos y en los centros de decisión -en todo lo que atañe directamente a la política, la creación artística, la enseñanza superior, los medios de comunicación social, la organización de la empresa y de las organizaciones laborales-, en todas sus dimensiones seculares, es
una misión específica de los fieles laicos.
Las palabras del Santo Padre en su discurso inaugural apuntaron a una tarea que debemos abordar. Todos estamos sumamente agradecidos de las aportaciones que han hecho los laicos más comprometidos en la catequesis y en otras tareas necesarias para la edificación de la Iglesia. Pero sin perder la corresponsabilidad que han asumido, tenemos que apoyar a innumerables laicos de manera que se entusiasmen y comprometan con sus tareas en la sociedad. Éstas fueron las palabras del Papa Benedicto XVI:
“Por tratarse de un Continente de bautizados, conviene colmar la notable ausencia, en el ámbito político, comunicativo y universitario, de voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas. Los movimientos eclesiales tienen aquí un amplio campo para recordar a los laicos su responsabilidad y su misión de llevar la luz del Evangelio a la vida pública, cultural, económica y política”.
Es otro de los grandes desafíos de Aparecida.
7. La acción vivificadora del Espíritu en la Iglesia, punto de partida de toda acción evangelizadora.
Las orientaciones dedicadas al aprecio y el cultivo de la piedad popular como espacio de encuentro con Jesucristo, que podemos considerar una de las páginas más hermosas de Aparecida, dan respuesta en el número 263 a las críticas que a veces surgen entre quienes la miran con desdén. Leemos en el Documento:
“No podemos devaluar la espiritualidad popular, o considerarla un modo secundario de la vida cristiana, porque sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios. En la piedad popular se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. Es también una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia”.
El primado de la acción del Espíritu y de la iniciativa gratuita del amor de Dios, más allá de una visión realista de la acción de quienes siembran cizaña y de sus devastadores efectos, llevó a los obispos a valorar la siembra de Dios en nuestra Iglesia y en la sociedad, es decir, todo lo que brota y crece en ellas por obra del Espíritu, como el mejor punto de partida, o más precisamente, como el único punto de arranque de nuestra acción evangelizadora.
En lo que se refiere al Pueblo de Dios, el número 98 del Documento enumera algunas características de esta plantación de Dios que crece:
“La Iglesia Católica en América Latina y El Caribe, a pesar de las deficiencias y ambigüedades de algunos de sus miembros, ha dado testimonio de Cristo, anunciado su Evangelio y brindado su servicio de caridad particularmente a los más pobres, en el esfuerzo por promover su dignidad, y también en el empeño de promoción humana en los campos de la salud, economía solidaria, educación, trabajo, acceso a la tierra, cultura, vivienda y asistencia, entre otros. Con su voz, unida a la de otras instituciones nacionales y mundiales, ha ayudado a dar orientaciones prudentes y a promover la justicia, los derechos humanos y la reconciliación de los pueblos. Esto ha permitido que la Iglesia sea reconocida socialmente en muchas ocasiones como una instancia de confianza y credibilidad. Su empeño a favor de los más pobres y su lucha por la dignidad de cada ser humano han ocasionado, en muchos casos, la persecución y aún la muerte de algunos de sus miembros, a los que consideramos testigos de la fe. Queremos recordar el testimonio valiente de nuestros santos y santas, y de quienes aún sin haber sido canonizados, han vivido con radicalidad el evangelio y han ofrendado su vida por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo”.
El número 99 trata de otras iniciativas inspiradas y bendecidas por Dios, en el campo de la animación bíblica de la pastoral, del amor por la Palabra de Dios, de la valoración del magisterio y de la renovación de la catequesis, como asimismo de la renovación litúrgica y la religiosidad popular, del fortalecimiento de la responsabilidad por la verdad, del testimonio de vida de los sacerdotes y su creatividad pastoral, del desarrollo del diaconado permanente y de los ministerios confiados a los laicos, de la formación en los seminarios y en otros espacios de formación, del testimonio y el aporte evangelizador -particularmente en situaciones de pobreza, de riesgo y de frontera- de la vida consagrada, de la entrega generosa de los misioneros y las misioneras, de la renovación pastoral de las parroquias, del florecimiento de un gran número de comunidades eclesiales de base, de la riqueza educativa y evangelizadora de muchos movimientos y nuevas comunidades, de las iniciativas de la pastoral familiar, de la infancia, juvenil, educacional y social, de innumerables iniciativas laicales que se inspiran en la Doctrina Social de la Iglesia, de la pastoral de las comunicaciones sociales y la evangelización de la cultura, de acercamientos en el diálogo ecuménico.
En lo que se refiere a la dimensión comunitaria de la Iglesia, cabe constatar la valoración que hace Aparecida de la piedad popular (258-265). Es cierto que reconoce que la “
fe que se encarnó en la cultura puede ser profundizada y penetrar cada vez mejor la forma de vivir de nuestros pueblos”, pero agrega “
eso sólo puede suceder si valoramos positivamente lo que el Espíritu Santo ya ha sembrado. La piedad popular es un imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del pueblo madure y se haga más fecunda”(262). Algo semejante afirma el Documento sobre incontables comunidades eclesiales de base florecientes, que “
despliegan su compromiso evangelizador y misionero entre los más sencillos y alejados, y son expresión visible de la opción preferencial por los pobres” (179), y que son reconocidas como “
escuelas que han ayudado a formar cristianos comprometidos con su fe, discípulos y misioneros del Señor, como testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de tantos miembros suyos” (178). También de los nuevos movimientos y comunidades afirman los obispos que “
son un don del Espíritu Santo para la Iglesia” (311), y se proponen “
aprovechar mejor los carismas y servicios de los movimientos eclesiales en el campo de la formación de los laicos”. Para ello expresan que desean “
respetar sus carismas y su originalidad, procurando que se integren más plenamente a la estructura originaria que se da en la diócesis. A la vez, es necesario que la comunidad diocesana acoja la riqueza espiritual y apostólica de los movimientos” (313).
Con estos ejemplos sólo he querido ilustrar la opción pastoral que emerge del Documento de considerar como punto de partida de la acción pastoral los gérmenes de vida, las iniciativas y las comunidades en las cuales podemos reconocer la iniciativa de Dios en bien de su pueblo y de la sociedad. De esta manera la Asamblea hizo suya una orientación que surgió en las aportaciones recibidas durante el tiempo de preparación, y que fue resumida en el documento de Síntesis con las siguientes palabras:
“Toda iniciativa y todo plan pastoral en la Iglesia ha de tener presente la acción del Espíritu Santo. Nosotros colaboramos con él. Por eso, no basta con constatar carencias y deducir de ellas nuevas intervenciones pastorales. Aun antes de elaborar nuevos planes pastorales, es necesario contemplar y discernir las iniciativas que ya ha tomado o está tomando el Espíritu Santo. Éste es el primer imperativo de todo plan y de toda pedagogía pastoral. Ha de buscar cuidadosamente las personas y comunidades, y las iniciativas evangelizadoras a través de las cuales el Espíritu ya está obrando, como asimismo los carismas que él sembró y está sembrando en el pueblo de Dios. El bautizado, cuando piensa en su acción evangelizadora, debe tener la confianza de que no parte de cero. Alguien, el Espíritu Santo, ya trabajaba antes que él y lo invita a colaborar con él, tomando como punto de partida la vida y las iniciativas que ya existen y que esperan aliento, apoyo, conducción e integración para ser plenamente fecundas y dar todos sus frutos” (317).
Esta apertura al Espíritu Santo, unida a la oración de María Santísima y de todas las comunidades, convocadas a ser discípulas y misioneras, nos permite esperar un nuevo Pentecostés para la Iglesia.
8. Una Misión continental y una conversión pastoral
8.1 La conversión pastoral
Era tal la magnitud del compromiso asumido junto al santuario de Nuestra Señora Aparecida, que muy pronto los miembros de la Vª Conferencia comenzaron a hablar de una conversión pastoral, que tendría que abarcar a las personas, a las comunidades y a las diferentes instancias de nuestra Iglesia. Específicamente la proponen los números 365-372 del Documento conclusivo, pero su contenido lo encontramos en todos los capítulos.
Arriesgando olvidar algunos de sus aspectos, quisiera proponer los siguientes:
a. Su necesidad surge de la “
firme decisión misionera”. Ella “
debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos, y de cualquier institución de la Iglesia. Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe” (365). Esto “
implica reformas espirituales, pastorales y también institucionales” (367)
b. Dice el Documento que esa conversión requiere una permanente conversión pastoral de todos nosotros, para estar
disponibles a la voz del Espíritu Santo, que habla a través de los signos de los tiempos (366s). Asimismo, una
conversión de los pastores para “
vivir y promover una espiritualidad de comunión y participación”, sin olvidar la urgencia pastoral del “testimonio de comunión eclesial y santidad” (368 y 371). Esos números contiene además otras recomendaciones de interés.
c. Esta conversión pastoral supone la renovación de nuestras parroquias (170), nuestros movimientos y todas nuestras comunidades e instituciones de modo que sean
verdaderas escuelas de discípulos misioneros. Esto significa que sean escuelas que saben conducir y de hecho
conducen al encuentro con Jesucristo vivo, sobre todo enseñando la lectura orante de las Escrituras –lectio divina- (249), potenciando la iniciación a la vida cristiana, ya que “
o educamos en la fe, poniendo realmente en contacto con Jesucristo e invitando a su seguimiento, o no cumpliremos nuestra misión evangelizadora” (287), avivando el encuentro con Cristo en las celebraciones litúrgicas, particularmente en la celebración eucarística y del sacramento de la reconciliación (251-254), reconquistando la celebración del día del Señor, recurriendo al camino hacia Él, que es el amor a la Virgen María (267), sirviendo generosamente a los pobres, afligidos, enfermos y excluidos, cuyos derechos hemos de defender, en quienes encontramos y servimos al Señor (257), apreciando y cultivando la riqueza de la piedad popular.(259, 263, 265).
d. Desde el Sínodo especial para América hemos recuperado
la categoría “encuentro” como esencial en el proceso de la conversión, la comunión y la misión. Es Cristo quien sale a nuestro encuentro, y nosotros quienes vamos a su encuentro. También es el encuentro entre los hermanos, ya que todos son discípulos del mismo Señor, y en la comunión con él se gesta la comunión entre nosotros. Siendo que todo pastor ha de reflejar al Buen Pastor, es evidente que nuestra pastoral tiene que estar entretejida de encuentros, en la sencillez, la cordialidad, la solicitud, la escucha y el servicio a los demás. No pueden “defenderse” los pastores de utilizar una buena parte de su tiempo en ser encontrados y en salir al encuentro, como si mil ocupaciones lo absorbieran y le impidieran la relación cercana de amigo, hermano, padre y pastor. Naturalmente el pastor tendrá que ganar a colaboradores y colaboradoras que sean lugares de encuentro, que proporcionen la experiencia de la acogida y la sabiduría bondadosa de Dios.
Encontramos estas reflexiones en el Mensaje final:
“La alegría de ser discípulos y misioneros se percibe de manera especial donde hacemos comunidad fraterna. Estamos llamados a ser Iglesia de brazos abiertos, que sabe acoger y valorar a cada uno de sus miembros. (…) Nos proponemos reforzar nuestra presencia y cercanía. Por eso, en nuestro servicio pastoral, invitamos a dedicarle más tiempo a cada persona, escucharla, estar a su lado en sus acontecimientos importantes y ayudar a buscar con ella las respuestas a sus necesidades. Hagamos que todos, al ser valorados, puedan sentirse en la Iglesia como en su propia casa”.
De manera similar se expresa el Documento Conclusivo:
“Los obispos, como sucesores de los apóstoles, junto con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad (VER NOTA 13) , con fe y esperanza, hemos aceptado la vocación de servir al Pueblo de Dios conforme al corazón de Cristo Buen Pastor. Junto con todos los fieles y en virtud del bautismo somos, ante todo, discípulos y miembros del Pueblo de Dios. Como todos los bautizados, y junto con ellos, queremos seguir a Jesús, Maestro de vida y de verdad, en la comunión de la Iglesia. Como Pastores, servidores del Evangelio, somos conscientes de ser llamados a vivir el amor a Jesucristo y a la Iglesia en la intimidad de la oración, y de la donación de nosotros mismos a los hermanos y hermanas, a quienes presidimos en la caridad. Es como dice San Agustín: con ustedes soy cristiano, para ustedes soy obispo” (186). “Para todo el Pueblo de Dios, en especial para los presbíteros, buscamos ser padres, amigos y hermanos, siempre abiertos al diálogo” (188).
“La fuerza de este anuncio de vida será fecunda si lo hacemos con el estilo adecuado, con las actitudes del Maestro, teniendo siempre a la Eucaristía como fuente y cumbre de toda actividad misionera. Invocamos al Espíritu Santo para poder dar un testimonio de proximidad que entraña cercanía afectuosa, escucha, humildad, solidaridad, compasión, diálogo, reconciliación, compromiso con la justicia social y capacidad de compartir, como Jesús lo hizo. Él sigue convocando, sigue invitando, sigue ofreciendo incesantemente una vida digna y plena para todos” (363, 368).
Lo que vale para los pastores, vale para todos nosotros con la gracia de Dios.
8.2 La misión continental
Desde muy temprano, casi al inicio de la preparación de la Vª Conferencia General, encontró un eco favorable la proposición de no concluir la Conferencia con un documento, sino en la fuerza del Espíritu Santo con una acción misionera que implicara la interiorización de todas las orientaciones pastorales, y el compromiso de la Iglesia en todo el Continente y el Caribe con ellas.
Así surgió la idea de concluir con una Misión Continental. En las últimas dos asambleas del CELAM, tanto en Lima como en La Habana, la idea fue respaldada por los presidentes de las 22 Conferencias Episcopales, de modo que la Asamblea la aprobó con entusiasmo. Leemos en el Mensaje final:
“Al terminar la Conferencia de Aparecida, en el vigor del Espíritu Santo, convocamos a todos nuestros hermanos y hermanas, para que, unidos, con entusiasmo realicemos la Gran Misión Continental. Será un nuevo Pentecostés que nos impulse a ir, de manera especial, en búsqueda de los católicos alejados y de los que poco o nada conocen a Jesucristo, para que formemos con alegría la comunidad de amor de nuestro Padre Dios. Misión que debe llegar a todos, ser permanente y profunda” (5) (VER NOTA 14).
Como se ve, la misión quiere abarcar a todos los bautizados y llegar aún a quienes no conocen a Jesucristo. En lo que atañe a nuestras comunidades, tiene dos objetivos: por una parte, dar un salto cualitativo para logar un vivo despertar misionero que sea permanente, ya que pedimos la gracia de ser una Iglesia realmente misionera, cuyos miembros sean de verdad discípulos misioneros. Por