“…Para que sean uno como Nosotros somos Uno” (Jn 17, 22)
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“…Para que sean uno como Nosotros somos Uno” (Jn 17, 22)

Intervención del Presidente de la CECh en la sesión inaugural de la Primera Asamblea Eclesial. Centro de Peregrinos de Schoenstatt, 10 de octubre de 2007.

Fecha: Miércoles 10 de Octubre de 2007
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Alejandro Goic Karmelic

Saludo e introducción

En nombre del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile y de la Comisión Preparatoria saludo fraternalmente a todos ustedes, queridas hermanas y queridos hermanos, venidos de todos los rincones de la Patria. Un saludo especia a los hermanos y hermanas representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales cristianas.

Nos reunimos como miembros del pueblo de Dios que peregrina en Chile para dar gracias al Señor por todo lo que han significado las Conferencias Generales del Celam (Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo y recientemente Aparecida) en la vida de nuestra Iglesia y en su acción pastoral. Estas grandes Asambleas Continentales han influido en nuestras propias Orientaciones Pastorales, a partir de 1968. También agradecemos al Señor los 50 años de la CECh.

Nos reunimos, pues como miembros del pueblo de Dios, para discernir juntos un elenco de propuestas para las grandes líneas orientadoras de la Iglesia en Chile en los próximos cinco años. Y lo hacemos animados por una espiritualidad de comunión que deseamos sea la que caracterice nuestras actitudes y toda nuestra participación a lo largo de toda esta Asamblea y también que continúe después de ella.

Antes de su Pascua, Jesús oró al Padre con estas hermosas palabras que encontramos en el Evangelio de Juan:

“… para que sean uno
como nosotros somos uno:
yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno,
y el mundo conozca que tú me has enviado”
(Jn 17, 22-23).


Damos gracias a nuestro Padre Dios porque en esta Asamblea Eclesial Nacional se nos regala la posibilidad de experimentar de un modo más nítido cómo esta oración de Jesús, por la gracia y fuerza de su Espíritu, se hace realidad en medio nuestro.


La riqueza de la diversidad…

Entre nosotros hay múltiples signos de diversidad: somos hombres y mujeres, venimos del campo y de la ciudad, del norte y del sur, somos jóvenes y ancianos, pobres y ricos, estudiantes y trabajadores; nuestras comunidades eclesiales están insertas en Capillas y Parroquias, en diversos Movimientos Apostólicos y espiritualidades… ¿Qué decir de toda esta diversidad de tiempos, lugares, personas y comunidades que se nos hacen presente tan hermosamente en este encuentro? Es cierto, esta diversidad puede ser considerada como problemática, por cuanto ella pudiera ser sólo aquello: es decir, sólo diversidad, sólo pluralidad, sólo diferencia. Sin embargo, en la fe reconocemos que esta extraordinaria diversidad que hay entre nosotros es expresión de una de las notas más características de nuestra Iglesia: el ser católica, el ser universal. La capacidad de inclusión de la diversidad es lo propio de la catolicidad. Por ello, favorece que cada uno aporte lo suyo para enriquecer al conjunto, porque ”ninguno de nosotros vive para sí, como tampoco muere nadie para sí” (Rm 14,7). La caridad es así el “alma” de esta comunión católica. El amor lleva a comunicarse recibiendo a los otros y a sus dones con humildad y gratitud, y dándose uno y dando los propios dones con generosidad y gratuidad. Hoy -de modo semejante a como sucedió en Pentecostés- tenemos la gracia de experimentar cómo el Espíritu sigue convocando a la Iglesia, Pueblo de Dios, en los más diversos lugares de nuestra patria, entre las distintas edades, entre personas con distintas actividades y oficios.

Es cierto que en muchas ocasiones esta diversidad y pluralidad nos asusta, genera temores y desconfianza entre nosotros. Los otros no son como yo: quizás no piensan como yo, no se visten como yo, no tienen los mismos intereses que los míos… y todo ello me puede generar inseguridad; la inseguridad de quien se siente cuestionado por la presencia de quien es distinto. En ocasiones -quizás inconscientemente- quisiéramos que todos fueran muy parecidos a nosotros, y quizás -más allá de lo que lo reconocemos- nos cuesta acoger a los demás en su alteridad y diversidad. Sin embargo, ya el primer relato que encontramos en la Biblia nos habla de la diversidad según la cual Dios ha querido crear todo cuanto llamó a la vida. Y, también, “hombre y mujer los creó”… Una diversidad querida y creada por Dios, pero que no siempre hemos sabido reconocer, acoger y cuidar. En la misma Iglesia a veces se ha manifestado la intolerancia, el desprecio, o la desconfianza hacia los demás, incluso hacia otros hermanos y hermanas que profesan nuestra misma fe cristiana y católica.

El Apóstol Pablo, quien también supo de las faltas a la comunión y a la fraternidad entre los miembros de las primeras comunidades cristianas, escribía -por ejemplo- a la comunidad de Corinto: “Hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os ruego que os pongáis de acuerdo y que no haya divisiones entre vosotros, sino que conservéis la armonía en el pensar y en el sentir” (1 Cor 1,10). Y podía hacer esta petición a la comunidad de Corinto, porque el mismo Pablo había experimentado por la gracia de Dios que ya no había judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, puesto que todos somos “uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Somos efectivamente diferentes, pero ninguna de nuestras diferencias -sean estas religiosas, sociales o de género- constituyen de por sí un obstáculo, o algún privilegio, para acoger la gracia y la salvación de Dios. Por el contrario, es el mismo Espíritu de Cristo, quien nos regala sus dones para ponerlos al servicio de todos y edificar así su Iglesia universal: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor, 12,7). De esta manera, la diversidad que se expresa en esta comunión católica es un don del Espíritu Santo, pues el mismo Espíritu Santo es el autor de la diversidad en la comunión de la Iglesia, como nos lo ha recordado el apóstol Pablo (cf. 1 Cor 12, 4 – 11). Así, por la gracia del Espíritu, Dios ha querido constituir una comunidad de hombre y mujeres que en su universalidad y en su diversidad, viva la unidad y exprese aquello que Él mismo es: Uno y Trino.

En nuestra Iglesia convergen diversas razas, culturas y pueblos, ella ha sido dotada de diversos carismas y ministerios, en ella se expresan diversas sensibilidades sociales, espirituales, estéticas, en ella coexisten una pluralidad de lenguajes, signos y símbolos, en definitiva, en la Iglesia católica se expresa una extraordinaria pluralidad, que muchas veces podemos tener la tentación de nivelar y uniformar.

Sin embargo, cada uno de nosotros y de nuestras comunidades ha experimentado que la comunión se hace posible, justamente, al acoger el llamado del Señor a compartir gratuitamente aquella diversidad de dones que el Espíritu nos ha regalado: ”Han recibido gratuitamente, den también gratuitamente” (Mt 10, 8). Porque sabemos que todo aquello que llamamos “nuestro” -nuestras espiritualidades, comunidades, carismas, ministerios, etc.,- nos han sido regalados gratuitamente, nos sentimos también impulsados a dar y compartir todo don recibido. Nuestras identidades personales y colectivas, por tanto, no se constituyen en el antagonismo con los demás, o prescindiendo de aquellos que no son “como nosotros”, sino que en la alegría del acoger y del compartir, del dar y del recibir, del admirar y agradecer.


“… para que sean uno como nosotros somos uno”

La comunión en la Iglesia, por tanto, no se funda en empatías de carácter personal o social, sino en la misma unidad y comunión de Dios. Por ello, el don del Espíritu y los bienes salvíficos que Dios comunica en Cristo constituyen el ”centro” de la comunión eclesial (LG 7; CEC 949 953). La comunión eclesial se constituye como participación en la vida de Dios, y éste es el núcleo de la identidad católica, en la que hemos de reconocernos siempre más. No es, por cierto, una participación que nos merezcamos o que nos hayamos ganado por medio de nuestras buenas obras, sino que don de su amor y de su gracia, que acogemos con humildad y gratitud. Es mirando a Jesús como la Iglesia reconoce entonces el modo concreto de la comunión para la cual ha sido llamada. Es más, la comunidad de seguidores de Jesús -consciente de su identidad-, deberá ser signo entre los pueblos de esa comunión que Jesús vive con su Padre por medio del Espíritu. Es en Cristo, en su modo de vivir la comunión, donde la Iglesia encontrará la fuente de la cual mana todo principio de unidad en la verdad y en la caridad.

Por la razón anterior es que la Eucaristía es la “fuente y cima de toda la vida cristiana”, como nos enseñaba el Concilio Vaticano II (LG 11). Cada vez que hacemos memoria de la Pascua del Señor, Él mismo nos hace partícipes de su vida, nos alimenta con su cuerpo y sangre, con el pan de vida (Jn 6,35) que ha bajado del cielo (6,41) para que en Él tengamos viva eterna (Jn 6,51). Recordando al Papa Juan Pablo II, quien afirmó que la Iglesia era “casa y escuela de comunión” (NMI, n. 43), en Aparecida los Obispos nos recuerdan que esta comunión –justamente- nace y se nutre permanentemente de la Eucaristía, por cuanto ella es “participación de todos en el mismo Pan de Vida y en el mismo Cáliz de Salvación, nos hace miembros del mismo Cuerpo (cf. 1 Cor 10,17). En ella –continúa el texto- se nutren las nuevas relaciones evangélicas que surgen de ser hijos e hijas del Padre y hermanos y hermanas en Cristo” (Aparecida, n.158).

Esta referencia fundamental a la persona de Jesucristo es la que nos constituye como comunidad de discípulos. Tal como nos ha señalado la Conferencia de Aparecida, se trata de “hacernos discípulos dóciles, para aprender de Él” (Aparecida, nº 41), lo cual nos pone a todos en la Iglesia en un camino permanente de conversión; al mismo tiempo, este llegar a ser discípulos de Jesucristo nos sitúa a todos ante Él y nos iguala en nuestras diferencias: todos discípulos, todos llegando a ser discípulos en su única comunidad de los que lo siguen y dan testimonio de Él.

La comunión eclesial se hace posible en esta referencia a la persona de Jesucristo, Palabra eterna de Dios. Ninguna otra referencia, por significativa que ella pueda ser, debiera distraernos de quien es el único Alfa y Omega, Principio y Fin, el único Señor y Maestro. Cuando nos confundimos al respecto, cuando trastocamos el orden de los fines y de los medios, entonces absolutizamos lo relativo, nuestras particularidades ya no remiten más que a sí mismas, nuestras diferencias dejan ser vividas en la unidad del Dios que ha querido ser “todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28).


“y el mundo conozca que tú me has enviado …”

Sin embargo, la importancia de la Eucaristía no queda circunscrita a esa fraternidad que ella funda entre quienes participan directamente del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Como anunciaba el Papa Benedicto XVI al inaugurar la misma Conferencia en Aparecida, de la Eucaristía –justamente por ser ella participación y comunión en la vida de Dios, por hacernos a todos hijos y hermanos en Cristo-, brotará la civilización del amor que transformará Latinoamérica y El Caribe (Discurso Inaugural, 4). En efecto, la misma Eucaristía –nos recuerdan los Obispos en Aparecida- “nos plantea la exigencia de una evangelización integral. La inmensa mayoría de los católicos de nuestro continente viven bajo el flagelo de la pobreza. Esta tiene diversas expresiones: económica, física, espiritual, moral, etc. Si Jesús vino para que todos tengamos vida en plenitud, la Iglesia [“la Parroquia”, dice el texto] tiene la hermosa ocasión de responder a las grandes necesidades de nuestros pueblos” (Aparecida, n. 176).

En efecto, Dios nos invita a participar de su propia vida no para un simple goce y solaz individual, sino para que seamos en el mundo “signos e instrumentos de la comunión con Dios y de la unión de todo el género humano” (LG 2). La unidad a la que hemos sido llamados, y que hoy tan visiblemente podemos experimentar, es un regalo para compartir. De allí que para todos nosotros sea un deber ineludible el compartir la amistad y el amor de Dios a todos los hombres. Nuestra comunión, por provenir de Dios y estar sustentada en Él, es una comunión que no descansa en lo ya alcanzado y vivido, sino que busca siempre extenderse hacia ámbitos de nuestra vida personal y social donde aún reinan el egoísmo, la mentira y la muerte. Los creyentes, por fidelidad al Dios que es amor, debemos buscar siempre caminos que nos ayuden a hacer más presente en nuestra historia “la civilización del amor”, amenazada tantas veces por las guerras, por las injusticias, por los odios, por el desprecio de los más pobres. La comunión que hoy vivimos es un signo de aquella fraternidad que queremos vivir en nuestras relaciones familiares, en nuestra sociedad, en nuestro mundo. Pero, al mismo tiempo, este signo de comunión se constituye también para nosotros en una misión: la de ser instrumentos de comunión en un mundo amenazado y herido por el desamor, por la exclusión, por las crecientes brechas socio-económicas, educaciones y culturales, por el consumismo materialista y la falta de sentido que asfixia a la esperanza.

El llamado que ha hecho la Conferencia Latinoamericana del Episcopado en Aparecida a cada comunidad cristiana es apremiante: “concretar en signos solidarios su compromiso social en diversos medios en que ella se mueve, con toda “la imaginación de la caridad”. No puede ser ajena a los grandes sufrimientos que vive la mayoría de nuestra gente y que, con mucha frecuencia, son pobrezas escondidas. Toda auténtica misión unifica la preocupación por la dimensión trascendente del ser humano y por todas sus necesidades concretas, para que todos alcancen la plenitud que Jesús ofrece” (n. 176).

La comunión no es, simplemente, un estado ya definitivo. Ella siempre permanece como aquel horizonte absoluto, que sólo será alcanzado al final del tiempo, cuando habitemos juntos en la nueva Jerusalén, que bajará del cielo junto a nuestro Dios (cf. Ap 3,12; 21,2). Mientras tanto somos Iglesia que peregrina en la historia, en comunión con todos cuantos nos han precedido en la fe, confiados en la acción del Espíritu, quien nos rejuvenece en el Evangelio, nos renueva constantemente y nos conduce a la unión consumada con Cristo a quien decimos: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20) (cf. LG 4). Como nos enseñaba el Concilio Vaticano II: La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor, 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor” (LG 8). De este modo, ser Iglesia peregrina nos impide quedarnos en lo ya alcanzado, por hermoso que ello pueda ser. Pero más aún, porque el Espíritu siempre nos renueva y nos impulsa hacia el futuro de Dios, no podemos quedarnos en el lamento de nuestras claudicaciones, de nuestras enemistades, de nuestras propias inconsecuencias. Como recordamos en Aparecida, “desde la primera evangelización hasta los tiempos recientes, la Iglesia ha experimentado luces y sombras” (n. 5). Es por ello, que en aquella verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32), todos los creyentes estamos llamados a “a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca con mayor claridad sobre el rostro de la Iglesia”(LG 15).

Con todos los hombres y mujeres de nuestra Patria caminamos hacia la celebración del Bicentenario. Hemos reafirmado con todos nuestros hermanos y hermanas de América Latina y El Caribe nuestra voluntad agradecida y esperanzada de ser discípulos y misioneros, testigos del amor de Dios por todo hombre y mujer, especialmente por los pobres, por cuantos son excluidos y marginados. Que el Espíritu de Cristo en esta Asamblea Eclesial Nacional y en esta maravillosa pluralidad de dones y carismas, nos permita seguir siendo “casa y escuela de comunión”, para servir a la Patria y a todos sus hijos.


† Alejandro Goic Karmelic
Obispo de Rancagua
Presidente de la
Conferencia Episcopal de Chile


Santiago, Octubre de 2007.

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