Discurso del Cardenal Francisco Javier Errázuriz durante el homenaje ciudadano al Cardenal Raúl Silva.
Plaza de Armas, 27 de septiembre de 2007
Fecha: Viernes 28 de Septiembre de 2007
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa, Arzobispo de Santiago
Con profunda alegría y emoción celebramos esta tarde el Centenario del nacimiento del querido Cardenal Raúl Silva Henríquez, antecesor nuestro en la conducción pastoral de la Arquidiócesis de Santiago.
Don Raúl sintetiza de modo notable el amor por su Iglesia y el amor por su Patria. Dos amores que hoy, observados con la distancia y la serenidad que da el paso del tiempo, son dignos de resaltar. Ellos iluminan nuestra vida de hombres y mujeres de fe, miembros del Pueblo de Dios, y también de ciudadanos de esta tierra chilena.
1. Raúl Silva Henríquez, hijo y pastor de la Patria.
El Cardenal Raúl fue, ante todo, un padre preocupado, providente y cariñoso. Nacido en la región del Maule como hijo de una familia numerosa en la que fue el número 16 de 19 hermanos, siendo aún joven sintió el llamado a ser padre de muchos. En una ocasión, explicando los motivos de su vocación sacerdotal, él señalaba que una voz en su interior le había dicho: Hay tantos hijos que no tienen padre. ¿Por qué no puedes ser tú un padre para esos hijos, por qué no quieres consagrarte a ellos?
Ejerció esta paternidad, en primer lugar, como un amor a la Patria que se hizo servicio concreto a sus semejantes. Don Raúl fue un formidable emprendedor y en él, el amor se materializó en respuestas a las necesidades más sentidas de su pueblo: techo para quienes no tenían una vivienda digna; alimento para el necesitado; promoción social para el excluido; educación para niños y jóvenes; tierra propia para los campesinos; refugio para los migrantes; protección para los perseguidos; defensa de la dignidad para todos.
Sería largo enumerar sus múltiples iniciativas. Éstas nos enseñan que el amor a la Patria y a los semejantes no es un sentimiento vago: es amor y compromiso que urge y se hace respuesta creativa y solidaria.
No hubo desafío, tema o preocupación nacional que fuese ajeno a su interés: en las catástrofes conocimos sus dotes de organizador; ante la amenaza de la guerra con nuestros hermanos argentinos, su solicitud de mediación ante el Papa, en la misma celebración con que daba inicio a su pontificado, olvidó protocolos habituales; ante el quiebre institucional, instando y procurando el dialogo hasta el final. En fin, su anhelo por la restitución de la paz y el derecho supieron de su temple, cuando el odio quiso apoderarse de nuestra convivencia.
Cuando nuestra Patria se prepara para celebrar el Bicentenario de su independencia, nos hace bien recordar que Don Raúl no fue un simple hacedor de cosas. A él le debemos una expresión que nos invita a percibir lo más hondo de nuestra realidad, la fuente de nuestros compromisos y de nuestra creatividad: “el alma de Chile”. El alma que debemos descubrir, cuidar y cultivar. El alma por la cual se dio por entero para que nuestra Patria siempre reconociera el primado de la libertad sobre toda forma de opresión, de la justicia sobre toda forma de anarquía y arbitrariedad, y de la fe sobre toda forma de idolatría.
En momentos de tránsito cultural y de fascinación por un mundo más abierto y global, conviene recordar esos rasgos tan nobles que heredamos de nuestros antepasados y que constituyen nuestro acervo cultural, nuestro tesoro mas preciado. Vivir esos valores y educarnos en ellos, es condición para un desarrollo fecundo y sin complejos. Los pueblos, al igual que las personas, cuando rompen con su mejor tradición y olvidan su identidad están condenados a innumerables rupturas y disensos, a la frustración y el fracaso. Precisamente esto es lo que debemos valorar y cultivar en el seno de nuestras familias, escuelas y lugares de trabajo, de tal suerte que las generaciones más jóvenes estén orgullosas de su pertenencia a una historia y una cultura rica en valores, plenamente abierta a la riqueza de sus aportaciones y a los desafíos del hoy y del mañana en un mundo globalizado.
El Cardenal Silva Henríquez fue un hijo excepcional de esta tierra, un padre de corazón generoso y emprendedor, y un pastor insigne de la Patria, a la que regaló generosamente su vida y sus dones, porque la quería más justa y más digna de su vocación.
2. Don Raúl, hijo y padre de la Iglesia.
¿Dónde robusteció su personalidad este hombre incansable?
Quienes tuvimos el privilegio de conocerle y compartir con él, no tenemos dudas. Don Raúl no fue sólo alguien dotado de grandes cualidades sino, y más profundamente, un discípulo de Jesucristo, y un padre y pastor de su Iglesia. Fue la caridad de Cristo la que lo cautivó y movilizó toda su energía. De ahí su lema “Caritas Christi urget nos”, “La caridad de Cristo nos urge”.
Como sacerdote salesiano declaraba: “Don Bosco me ha conquistado”. Así quiso seguir su ejemplo, consagrándose a la educación desde una mirada social, siendo rector de colegios; creador de la Federación de Instituciones de Educación Particular, FIDE; Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica de Chile e impulsor de la creación de la Universidad Católica Silva Henríquez, que hoy lleva su nombre en gratitud al pastor-educador que en el otoño de su vida dedicaba su tiempo a la guía espiritual de jóvenes estudiantes.
Fue un padre cercano, y su voz se hizo sentir con fuerza en la defensa de los más débiles. “La mía es una palabra de amor”, nos dice en su testamento espiritual. Efectivamente sus palabras fueron un baluarte de paz y de amor para la inmensa mayoría, si bien desconcertaron e incomodaron a muchos que no lograron entender, más allá de cualquiera limitación personal, sus nobles intenciones o las urgencias de los tiempos como voz de Dios.
El cardenal Silva Henríquez fue un notable defensor de los Derechos Humanos. Derribando fronteras invitó a trabajar en común a diversas iglesias y comuniones cristianas y al gran rabino de la comunidad israelita en la creación del Comité Pro Paz, cuya finalidad la asumió después la Vicaría de la Solidaridad, obra que le valdría el reconocimiento de las Naciones Unidas y que lo colocó entre de las más destacadas figuras de la conciencia moral de todo el planeta. Su preocupación por los trabajadores la volcó en la creación de la Vicaría de Pastoral Obrera, con un llamado inolvidable: “La Iglesia no puede olvidar la cuna en que nació”.
La Iglesia en Chile lo recuerda como su segundo Cardenal y nuestra arquidiócesis de Santiago como uno de los pastores que más profundamente ha marcado su camino, organizando Vicarías y creando múltiples obras de servicio. Muy en los inicios de su ministerio episcopal en Santiago, muchos miraron con recelo y tal vez con desconfianza a su nuevo pastor. Poco a poco se fue ganando el cariño y el respeto no sólo de su clero, sino del pueblo. Eso quedó de manifiesto en la hora de su despedida cuando miles y miles quisieron demostrarlo en el silencio de su homenaje y en la clamorosa demostración de una honda gratitud y admiración.
Amó entrañablemente a Jesucristo, y ejerció su ministerio con abnegación. Procuró, junto a sus hermanos en el episcopado, renovar la Iglesia. Participó en el Concilio Vaticano II, donde impulsó el compromiso de la Iglesia con quien Dios escogió para ser madre de su Hijo, con aquella mujer admirable, la Virgen María, que nos precedió en el amor a Cristo y a todos nosotros. Con paciencia y perseverancia quiso que el pueblo de Dios fuera más fiel a su vocación de servicio. Fue un visionario que se dejó llevar por las necesidades profundas de su pueblo, y con espíritu sencillo -con ese enorme amor a Jesucristo y a los pobres- le sirvió con ternura y abnegación, haciendo suyo el amor del Buen Pastor.
3. La urgencia del amor
Al contemplar sus cualidades humanas y su vida de fe, sencilla y perseverante, podemos decir que en muchos ámbitos de su vida y su acción, Don Raúl fue un verdadero precursor. Precursor de un Patria más noble y justa para todos; precursor de una Iglesia siempre renovada al servicio de su misión, precursor como hombre de visión amplia y generosa para todos los pueblos. Su gran anhelo era testimoniar y anunciar que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros como un adelanto de la realidad nueva y definitiva de la historia. Ésa donde se enjugará toda lágrima y ya nadie atentará contra su hermano; la patria del justo Abel, la patria de la cual todos tenemos vocación de ciudadanos, la patria del cielo en la cual no habrá oscuridad, ni sufrimiento ni injusticia, ya que es la Patria del amor y de la fraternidad.
Profesar esa fe y esa suerte para la Patria, le significa comprometerse activamente con su presente. Así hizo creíble la esperanza.
A menudo nos preguntan y nos preguntamos por el legado que nos dejara el Cardenal Silva Henríquez al partir hacia la casa del Padre. Imposible expresarlo en una sola frase pues son tan múltiples y valiosas las huellas que nos ha dejado en su paso por la tierra. Sin embargo, me atrevo a decir en una frase que su legado fue “la urgencia del amor”, del amor a Cristo y a sus hermanos, es decir, el lema de toda su vida sacerdotal y episcopal.
Su amor fue contemplativo, ya que buscaba el rostro de Jesús en el Evangelio y en toda persona humana, especialmente en los pobres. Su amor fue profético, capaz de argüir, clamar y denunciar, y siempre proponer con valentía los caminos del Evangelio en medio de turbulencias y extravíos. Su amor fue solidario, abrazando en su corazón a todos y cada uno, pensara o no pensara como él. Su amor fue entrañable, pues se conmovía hasta las lágrimas con los sufrimientos de los pobres, de los enfermos y los encarcelados, y se acercaba a ellos para responder a su dolor, aun sin tener los medios para ello, con tal de consolar aunque fuera una sola lágrima.
Su amor urgente lo lleva a decir que “la Patria es ese conjunto de hombres y mujeres que renunciaron a odiarse, porque no les alcanza el tiempo para amarse”.
Ese fue su amor convencido, activo y perseverante y, como buen discípulo de Jesús, su amor crucificado, incomprendido y criticado, que ahora lo vemos germinar en más vida y en mejor vida para sus hijos tan amados. Se confirmaron en la vida del querido Cardenal, como en la vida del Señor crucificado, las palabras que nos trasmitió el evangelio según san Juan: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo, pero si muere, da mucho fruto.
Al acercarnos al bicentenario de la Patria, la figura del Señor Cardenal luce clara y señera en el firmamento de los grandes hombres y mujeres de nuestra historia. Y en este caso, como un hombre de Dios que miraba el futuro sin temor, con gran esperanza, y que por eso enriqueció el presente de la Patria.
En verdad, la caridad de Cristo nos urge. Sólo tenemos este presente para despertar nuestra libertad y hacerla compromiso responsable. Fue en su aquí y en su ahora donde don Raúl proclamaba a su único Absoluto, a Dios, y con él la dignidad de la persona humana, hecha a su imagen y semejanza.
Estimados amigos, amigas y hermanos, con el ejemplo del Cardenal Silva Henríquez, Dios ha bendecido a nuestro pueblo. Como seguía a su Señor y Maestro, también de él se puede decir lo que distinguió el paso de Jesús por la historia: pasó entre nosotros haciendo el bien, predicando el Evangelio a los pobres y aliviando de toda dolencia en la medida de sus fuerzas.
¡Nuestra gratitud a este compatriota ejemplar! Nuestro afecto más profundo para este Pastor y Maestro de la Iglesia. Su legado nos anima para vivir un Bicentenario enriquecido por el Evangelio; y en su espíritu, por las aportaciones de todos los que han optado como don Raúl por el amor, la libertad, la verdad, la justicia, la misericordia y la paz.