Discurso de la Presidenta de la República, Michelle Bachelet en la conmemoración del centenario del natalicio del Cardenal Raúl Silva Henríquez
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Discurso de la Presidenta de la República, Michelle Bachelet en la conmemoración del centenario del natalicio del Cardenal Raúl Silva Henríquez

Plaza de Armas, Santiago Jueves, 27 de Septiembre de 2007

Fecha: Viernes 28 de Septiembre de 2007
Autor: Michelle Bachelet, Presidenta de la república

Amigas y amigos del Cardenal que hoy día nos acompañan:

Escuchar al Cardenal Silva Henríquez, con su timbre de voz inconfundible, aquí en esta Plaza de Armas de Santiago, junto a la Iglesia Catedral y a la Vicaría de la Solidaridad, es un hecho que me conmueve en lo más profundo, mientras pasan por mi mente recuerdos e impresiones imborrables.

Con estos sentimientos nos reunimos, con emoción y gratitud, para recordar a quien fuera un gran pastor de la Iglesia Católica, un chileno admirable y un hombre excepcional, que dedicara su vida al servicio de su pueblo.

Siempre recuerdo –en medio del dolor que entonces sentíamos- el aliento de su voz y sus palabras para la Pascua de Resurrección en abril de 1974. Y cito:

"Hemos dicho que la violencia no genera sino la violencia, y que ese no es el camino de hacer una sociedad más justa y mejor. Hemos dicho a nuestro pueblo, a nuestras autoridades, que no se puede faltar a los principios del respeto al hombre, que los derechos humanos son sagrados, que nadie puede violarlos. Les hemos dicho en todos los tonos esta verdad. No se nos ha oído."

¡Son tantas las palabras y los actos del Cardenal que -como el timbre de su voz- tenemos grabadas en nuestras mentes y en nuestros corazones!

Palabras claras, directas, firmes, valientes, y que se dijeron cuando el murmullo era coraje y el riesgo por atreverse a decirlas, era evidente.

La voz del Cardenal fue un puente con la libertad que tuvimos y con la libertad que volveríamos a recuperar.

¿Cuántas vidas habrá salvado desde el Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad, gracias a la autoridad moral que opuso al desenfreno represivo de esos años?

Quizás nunca lo sepamos. Pero en esto, el número no es lo importante, sino el jugarse por entero por la vida.

Por eso, Chile nunca terminará de agradecerle.

No es fácil abarcar en un solo homenaje su figura paternal, pero a la vez recia y acogedora, emprendedora y reflexiva. Menos aún penetrar en las honduras de su espíritu para comprender las motivaciones que lo habitaron a lo largo de su vida.

Ahí está su amor a Dios, que lo llevó a abrazar el sacerdocio. Su amor por la justicia y el derecho, que lo llevaron a la abogacía. Su amor entrañable por su patria, que ha dejado honda huella en todos nosotros. Y su dedicación al servicio de los más pobres, que mantuvo siempre inquieto su corazón.

Si algo se puede decir de nuestro Cardenal, y es el más grande homenaje que se pueda hacer de alguien, es que fue fiel a todo lo que amó y todo lo que tenía lo entregaba a aquello que amaba.

Su figura, su pensamiento y obra, dio lugar al aplauso o a la incomprensión, pero nunca pasó desapercibida. Ningún hombre santo deja indiferente a quienes lo conocen.

No pasó desapercibido para el Papa Juan XXIII, que lo nombra Obispo de Valparaíso, Arzobispo de Santiago y Cardenal.

No pasó desapercibido por los obispos que participaron en el Concilio Vaticano II, en Medellín, en Puebla.

No pasó desapercibido para los gobernantes con quienes hubo de alternar en sus 24 años de episcopado activo.

No pasó desapercibido, tampoco, para grandes personalidades del mundo entero, que buscaron su amistad, su consejo, ni como aquí se ha recordado, por las Naciones Unidas, universidades e instituciones de todo el planeta que lo distinguieron en las distintas etapas de su vida.

No pasó desapercibido para la prensa de aquellos años: ni cuando ella destacaba su trayectoria, ni cuando acallaba su pensamiento.

Y no pasó desapercibido, sin duda, para los campesinos, los obreros, los jóvenes, las mujeres, ni para los académicos y los políticos, ni mucho menos para los más pobres de esta tierra nuestra, a quienes dedicó sus mejores energías.

No pasó sin ser notado, porque las grandes figuras de la historia llenan el tiempo que les toca vivir, con su ejemplo, su palabra y su testimonio. Y el Cardenal Silva Henríquez era una de estas grandes figuras.

Fue, en verdad, una personalidad admirable, caracterizado por un amor inmenso por su Patria. Y ese amor no lo abandona nunca. Es un amor que lo inquieta, lo pone en acción, lo vuelve un emprendedor increíblemente ejecutivo.

Por momentos, ese mismo amor le causaba angustia --como él mismo lo confiesa-, sobre todo al ser testigo del destrozo de nuestra convivencia y de las grandes penurias de los pobres.

Estas últimas le arrancan lágrimas de los ojos y lo llevan a pedir, a clamar por la justicia social, y como buen campesino, a seguir sembrando valores hasta que ya la salud lo impide.

Nunca se calla, nunca se rinde. Siempre busca el diálogo, la mediación y el reencuentro. Da la cara, pone la otra mejilla cuando lo critican o lo insultan, y nunca deja de abogar por la libertad y el derecho, por la justicia y la solidaridad, que con lucidez considera componentes esenciales de la paz, y los componentes del alma de su Patria tan amada.

¡Qué gran Pastor ha tenido la Iglesia Católica!

¡Qué gran hombre ha tenido la Patria!

¡Qué entrañable huella dejó este hombre entre nosotros, que hace que todavía ahora, cuando viéramos el video, cuando escucháramos La Iglesia que yo amo, su recuerdo haga brillar de emoción tantos de los ojos de quienes miro en este momento.

Por eso, tal vez sea el momento simplemente de agradecer, el momento de agitar un pañuelo levantado, de aplaudir, de sonreírle a la vida. Sí, éste es el momento de darle gracias a la vida y a quien amó tanto la vida.

Por eso ahora, ahora junto a todos ustedes, sin distingos ni diferencias, como Presidenta de Chile, alzo mi voz para decir la más sencilla y la más grande de las palabras: gracias, Cardenal; gracias don Raúl; gracias pastor.

Hoy podemos ofrecerle un país que quiere ser tierra de hermanos, que vive en democracia buscando caminos de mayores entendimientos.

Su acción y su palabra, centradas en la dignidad de las personas y en los derechos humanos, contribuyeron al reencuentro de los humanismos cristiano y laico, que hizo posible la recuperación de la democracia.

El Cardenal fue un pionero en este sentido. Allá por el año 1978 organizó una serie de reflexiones y actividades con motivo del Año de los Derechos Humanos. Y a partir de entonces, los derechos de las personas se fueron transformando en un marco doctrinario compartido, en fundamento y finalidad ética de la acción política para todas las personas que participamos en la recuperación de la democracia.

Al asumir sin reservas la perspectiva de los derechos humanos, incidiría en modificaciones doctrinarias de gran envergadura entre quienes asumimos la democratización.

Y a partir de nuestra dolorosa experiencia histórica, hemos arribado a la convicción profunda que los derechos humanos, y en particular los derechos civiles y políticos, son exigibles en cualquier tiempo y lugar.

Del mismo modo, la conciencia universal y nacional ha madurado la interrelación profunda que existe entre los derechos civiles y políticos y los así llamados derechos económicos, sociales y culturales.

De esta interrelación profunda, dan cuenta el creciente debate sobre la cohesión social en Chile, América Latina y el mundo; y el consenso que ha dado origen, por ejemplo, en la conformación del Comité Asesor de Trabajo y Equidad social por un Chile más justo.

He dicho que no hay una democracia sana y vigorosa, si no se asume en serio el tema de la justicia social.

La satisfacción de estándares mínimos de bienestar social es incluso un requisito para que los derechos civiles y políticos puedan ser ejercidos plenamente por todos.

Al mismo tiempo, la plena vigencia de las libertades políticas constituye la mejor garantía para el control y cumplimiento de las obligaciones que emanan de los derechos sociales.

Por eso, al comienzo del siglo XXI, y después de asegurar la plena vigencia de libertades públicas y la democracia, aspiramos a cohesionar socialmente a nuestras sociedades, fundados en el reconocimiento y la garantía de derechos sociales que enfrenten y derroten efectivamente la exclusión y la discriminación.

Y no estoy hablando de populismo ni de utopías. ¡Hemos ido avanzando lo suficiente para saber que esto es posible!

Y es lo que hoy estamos tratando de implementar en salud, en la reforma previsional, en vivienda, medio ambiente, calidad de la educación, trabajo, derechos indígenas, integración de la mujer, y tantos otros ámbitos.

Se trata de reconocer derechos que garanticen la cohesión social indispensable para nuestra democracia. Pero también, de establecer mecanismos prudentes y progresivos, aunque no por ello menos obligatorios para el Estado y la sociedad, capaces de materializarlos.

Nunca más los derechos de los más débiles de nuestra sociedad pueden ser la variable de ajuste de políticas económicas, como lo vimos hace años atrás.

Dotando a las personas del poder jurídico y social de exigir del Estado ciertos comportamientos que aseguren el avance hacia el pleno ejercicio de los derechos, queremos darle un nuevo alcance a la idea de la plena vigencia de los derechos humanos en Chile. Porque creemos, entre otras cosas, que es lo que debemos hacer. Pero además, el mejor homenaje que podamos hacer al Cardenal Silva Henríquez.

Los derechos humanos por los que él tanto lucho, hoy se funden con la ética y la justicia social.

Ahora que Chile celebra el centenario del natalicio de su Cardenal, refrendamos nuestro compromiso con la justicia social, con el respeto a los derechos humanos, con la paz y con nuestra voluntad de enaltecer una convivencia que le dé estabilidad y futuro a nuestra patria.

Son los primeros 100 años de nuestro Cardenal. Muchos otros homenajes le seguirán. No puede ser de otro modo: mientras exista en Chile amor por la verdad, la justicia y la libertad, habrá quienes recuerden a Raúl Silva Henríquez, porque es un hombre de ayer, de hoy y de mañana.

Querido don Raúl:

Hace cuarenta y cinco años, el día en fue investido como Cardenal, usted prestó un solemne juramento, propio de los cardenales.

Juró -y cito-, "mostrarse intrépido, hasta la efusión de la sangre, si fuese necesario, por la exaltación de la Fe y por la Paz y la tranquilidad de su Pueblo".

Hoy le puedo decir con profunda admiración, que la patria le agradece su intrepidez.

Por esta razón, su nombre tiene una página de honor en la historia de Chile y su persona tiene un lugar en el corazón de todos los habitantes de esta tierra, a quien dedicó sus mejores energías.

Gracias don Raúl.

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