Texto del mensaje en el inicio del Mes de María 2006, María une América Latina, del Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa, Arzobispo de Santiago, Presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano.
Fecha: Viernes 10 de Noviembre de 2006
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa
En esta oportunidad del inicio de nuestro tradicional y popular Mes de María en el corazón de la ciudad y en esta Iglesia Catedral, con alegría acojo esta iniciativa de la Comisión Bicentenario del Arzobispado, de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la entusiasta y activa colaboración de diversas representaciones diplomáticas, de la Ilustre Municipalidad, del Programa Bicentenario del Canal 13 y de generosos auspiciadores. Efectivamente María une América Latina.
Nuestros pueblos de América
Desde la perspectiva de la Evangelización, vivimos una de las horas más decisivas, y también dramáticas, de nuestra historia. Sin embargo, bullen en ella también poderosos signos de esperanza –entre los cuales, el crecimiento y la fecundidad de los movimientos eclesiales ocupan un lugar relevante-, que nos permiten pensar que las dificultades y los sufrimientos son dolores de parto. Preparan el nacimiento de nuevas comunidades y de una nueva cultura según el Evangelio… Algunas constataciones claman por una respuesta desde lo más hondo de nuestra fe y del compromiso vivo de quienes reciben del Espíritu Santo dones carismáticos para el bien de la Iglesia y la extensión del Reino…
Nos duele la vida de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Nos duelen su pobreza, sus adicciones y todas sus carencias en el campo de la fe, la esperanza, el trabajo, la educación, la salud y la habitación. El norte de nuestros afanes tiene que estar definitivamente marcado por la cultura de la vida: por el respeto a la vida, por el gozo de transmitir la vida, por la gestación de familias cristianas que sean santuarios de la vida, por la plasmación de condiciones sociales y legislativas, que permitan a todos, especialmente a los más afligidos, pobres y marginados, llevar una vida digna de su vocación humana y cristiana. La Iglesia participó profundamente en la gestación de estos pueblos. También por eso los pastores bien pueden llamarlos nuestros pueblos.
La preocupación de la Iglesia abarca el bien temporal, pero tiene dimensiones aún más amplias que el solo bien temporal. La plenitud de vida que Dios quiere para nosotros tiene dimensiones humanas a la vez que divinas. No tiene la Iglesia otro don más precioso para que los pueblos vivan, que hacer de ellos discípulos del Señor, y convertirlos a la vida nueva en Cristo. Se trata de la vida “en Él”, la vida que de Cristo resucitado toma su fuerza, su inspiración y su estilo inconfundible; porque tiene su origen en Él, se realiza con Él y llega en Él a su plenitud. Queremos, en efecto, que la cultura sea un espacio que acoja la vida en Cristo, de modo que todos seamos en Él hijos del mismo Padre y vivamos como familiares de Dios, llamados a la santidad, y a la alegría y la fecundidad de la Buena Noticia. Queremos que también los pobres y marginados puedan vivir conforme a su vocación de ciudadanos del cielo, trabajando con ellos en la construcción de su Reino, para que todos tengan vida y la tengan en abundancia.
El aporte de una Madre
Incontables católicos de otros continentes que participan por primera vez en una peregrinación a uno de los grandes santuarios marianos de América Latina y del Caribe suelen quedar admirados del número de peregrinos, de su capacidad de sacrificio en largas jornadas de camino, de su alma contemplativa y colmada de esperanza, de la gratitud a Dios y a la Virgen, como también de la confianza en ser escuchados en sus ruegos que los puso en camino, del recurso al sacramento de la reconciliación para dar un nuevo comienzo a su vida, de la explosión de gozo, hasta las lágrimas, al llegar al lugar santo, y del espíritu de fe, de familia, de solidaridad y alegría que brota espontáneo con el canto durante la fiesta religiosa.
Mayor será su admiración si visitan un santuario al cual suelen concurrir, para permanecer días enteros junto a la imagen bendita, asociaciones de bailes religiosos. Se pusieron en camino con espíritu penitente y esperanzado, con la decisión de vivir como peregrinos según el Evangelio. Se habían preparado durante meses para peregrinar con su propia imagen y llegar a saludar a su Señora en el santuario con sus bailes y con cantos muy queridos. En ellos confluyen la tierra, con sus afanes cotidianos, la esperanza que los anima a amar y sufrir con fe, como la Madre de Jesús, y el anhelado cielo, que presienten cercano y diáfano, sabiendo que la Virgen los va a ayudar a ser fieles al Señor y a alcanzar la gloria junto a Él, al Padre y al Espíritu Santo.
La confianza en la intercesión de la Santísima Virgen es ilimitada. El recuerdo de las bodas de Caná lleva a tantos creyentes a pedirle que ella los mire y le diga a su Hijo con ternura: “No tienen vino”. Y más de una madre, en el lecho de muerte le pide a su hijo, apartado de la fe pero no, paradójicamente, del amor a María, que le regale un gran consuelo: que rece todos los días antes de dormir un Ave María. Impresiona constatar, muchos años más tarde, que el hijo, antes de partir de esta vida, llama al sacerdote y se reconcilia, movido por el recuerdo y la fe de su madre, en quien admiraba a María.
Si nos contentásemos con la mera imitación de María como modelo de nuestro encuentro con Cristo, del camino a la santidad y al servicio de los hermanos, correríamos el peligro de favorecer otra modalidad de moralismo. Pero el primer mandamiento se refiere al amor, y no es un mero imperativo ético. Y nos resulta evidente que en el amor a la Virgen hay un tesoro inagotable, un potencial sorprendente de crecimiento y desarrollo de la fe y de la vida cristiana.
La gran oportunidad para hacerlo nos la ofrece la celebración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Por primera vez una Conferencia General va a ser celebrada junto a un santuario de la Virgen María, de Nuestra Señora Aparecida, más bien dicho, no ‘junto al santuario’ sino en el interior del santuario en que ella nos acoge, en los espacios desde los cuales se alzan sus muros. Al tratar el tema, la Conferencia centrará sus trabajos en nuestra vocación de discípulos y misioneros de Jesucristo, y en el encargo tan propio de la pedagogía pastoral, de hacer discípulos a todos los pueblos, y de formar misioneros, para que nuestros pueblos en Cristo tengan vida. El espíritu de fe y amor a la Virgen que alienta a los peregrinos, nos acompañará en todos nuestros trabajos. Con frecuencia celebraremos la Eucaristía con los peregrinos. Una y otra vez el santuario nos evocará la cultura de nuestros pueblos, sellada por el amor a la Virgen, y la vida de Nuestra Señora, la primera discípula y misionera de Jesucristo, como asimismo su misión de formar discípulos y misioneros suyos en toda América Latina y el Caribe, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Con estas celebraciones junto a las imágenes de María, que congregan a nuestros países queremos preparar las reflexiones y las conclusiones de la Conferencia General de Aparecida.
En camino al Bicentenario
Para que América sea una tierra de hermanos
Su Santidad Juan Pablo II, en su carta encíclica Redemptoris Mater, escribió: “En la fe de María, ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos ‘con toda clase de bendiciones espirituales’, el espacio de la ‘nueva y eterna alianza’. Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como ‘un sacramento… de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’ (LG, 1). En la fe que María profesó en la Anunciación como ‘esclava del Señor’ y en la que sin cesar ‘precede’ al ‘Pueblo de Dios’ en camino por toda la tierra, la Iglesia ‘tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera… bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu”(ibid, 13)” (Redemptoris Mater 28).
Que en el amor a María de nuestros pueblos se siga abriendo en la Iglesia para innumerables cristianos ese espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos con toda clase de bienes espirituales, el espacio de la nueva y eterna alianza, de la alianza de comunión y de paz, de amor filial y de fraternidad, de envío misionero y de abundante vida nueva en Cristo, Nuestro Señor. Y que este mes de oración y de encuentro con Cristo en la escuela de María, manifestación muy querida de religiosidad popular, permita que nuestros pueblos, en Cristo, tengan vida.
Muchas gracias a todos los que han colaborado en esta iniciativa ante todo laical y a quienes hoy nos acompañan. Contamos con su oración y apoyo.
Los bendice con alegría y esperanza,
Vuestro hermano y pastor,
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago