A veces nos encontramos con personas que no saben que Jesucristo es la Palabra, la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. No saben que la Palabra, el Hijo de Dios, se hizo hombre y habitó entre nosotros, y que a todos los que creen en Él les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Lo dicen con pena: aún no he recibido el don de la fe. Sin embargo, nos desean una feliz Navidad y nos desean felicidad, paz, mucho amor en las familias y en el mundo. Son sentimientos muy profundos los que anidan en sus corazones y llevan a esas personas amigas a desear esa luz y esa paz que contagian a quienes se acercan al pesebre, a colmar ese silencio y ese anhelo de felicidad que brotan de su espíritu y del nuestro. Comprendemos mejor lo que ocurre, si somos conscientes de que en Navidad se encuentran las expectativas más humanas con el amor de Dios, que viene a nuestro encuentro. Viene a cumplir de manera sorprendente los anhelos que Él mismo sembró en nuestro interior.
Nosotros, al reunirnos esta mañana de Navidad en la Casa de Dios, confesamos que hemos recibido el don de la fe, y sabemos que el nacimiento de Jesús como nuestro salvador y nuestro hermano es el acontecimiento más hermoso de la historia de la humanidad. Celebrarlo nos llena de gozo. Pero nos duele llegar al 25 de diciembre tan cansados. Nos lo reprochamos. Si la tranquilidad de la Noche Buena hubiese caracterizado los días anteriores a la fiesta, cuando no nos regalamos ni unas horas de nuestro tiempo, podríamos haber pregustado la alegría de la celebración del Nacimiento, sabiendo que Dios estaba cerca. Podríamos habernos sumergido en la Historia Sagrada y en los anuncios de su venida al mundo. Podríamos haber colaborado en preparar su Nacimiento en tantos otros hogares. Y siempre es así: podríamos gastar nuestro tiempo de otra manera. Podríamos ocuparlo de manera generosa, aún con mil actividades, pero contentos, muy contentos por la cercanía de Dios. Como San Alberto Hurtado.
Pero no olvidemos una cosa. También José y María llegaron cansados a Belén. No faltaba nada para el nacimiento de Jesús: días o tal vez sólo horas, que el primer nacimiento no conoce la puntualidad. Habían sido diez los kilómetros del camino. Por fin llegaron a la ciudad de David, llena de gente a causa del censo. No faltó puerta que José no golpeara. No quería que el niño naciera en las afueras de Belén. Pero no hubo lugar para que María diera a luz en una posada. Con esa pena y ese cansancio se acercaron a la pesebrera.
En las afueras de la ciudad se detuvo el tiempo. En medio de la noche despuntaba el Día. Se disiparon las tinieblas y las sombras de la muerte, también de la mentira y la maldad. Un trocito de cielo, vale decir, el mismo cielo, ya era el centro de sus miradas y su cariño, de su gratitud y su asombro, de su amor y su contemplación. Los artistas quedan sobrecogidos por el misterio. En sus cuadros, desde el Niño Jesús emana la luz y la calidez de la gloria de Dios, que iluminan el rostro de María, de José, de los pastores, y también nuestro rostro y nuestro interior. Nos arrodillamos ante Dios, que es Amor, ante Aquel que es nuestra Esperanza y nuestra Paz, la Luz de nuestros pasos y la Promesa del Padre, también para nuestra existencia y para nuestra familia. En el misterio del Nacimiento se encuentra Dios que ha descendido hasta nosotros, y nuestro anhelo de subir hasta Él, de acceder a la Felicidad y la Paz, a la comunión con Él y con los hermanos. Queremos que también nuestras prisas se detengan. Queremos tener tiempo para la irrupción maravillosa del amor y la verdad de Dios.
Sobrecogidos por el misterio del nacimiento, acogemos esa primera invitación que escuchó María en Nazareth: “Alégrate, llena de gracias, el Señor está contigo” … “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios”. La misma invitación la aceptaron los pastores: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”.
En verdad, ésa fue la intención de Dios al aparecer entre nosotros. ¿Qué temor puede despertar un niño pequeño? Es fuente de alegría y no causa de temores. En su infinita sabiduría y bondad, Dios quiso dejar en nosotros una impresión indeleble. Él quiso alejar el temor, para que diéramos cabida a su ternura, a su sonrisa, a la transparencia de su mirada. Es un mensaje suyo para todos los tiempos. Para mí y para cada uno de ustedes que se asombran conmigo. Dios es amor. Quien permanece en su amor, lo acoge y ama, y así vive la Buena Noticia en la alegría y la esperanza.
Surge al instante una pregunta. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Pues bien, ¿compartimos el proyecto de Dios, apareciendo cada uno en su familia, en sus comunidades cristianas, en el campo del trabajo y la política, como Jesús en Belén, como una presencia que no despierta temor, que inspira paz, esperanza y amistad?
No quisiera pasar por alto otra dimensión del mensaje de Belén. Un niño es una criatura que despierta todo nuestro cariño … y también el deseo de acompañarlo y ayudarlo. No se puede valer por sí mismo; no tiene nada de autosuficiente. Un niño depende de la ayuda de su familia, sobre todo de su madre. Nace muy desvalido. Al llegar hasta nosotros el Hijo de Dios como un niño, Dios no subrayó su poder infinito sino, por así decirlo, su desvalimiento. Desde la cuna, y también desde el cielo, nos pide nuestra colaboración. La necesita cada vez que nace un hijo de Dios, y cuando no tiene hogar ni cariño, cuando está hambriento, pobre, enfermo, encarcelado, esclavizado a adicciones, y muy afligido. Llega hasta nosotros el eco de las palabras de Jesús: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Es increíble nuestra dignidad. No sólo la de ser hijos de Dios en su Hijo, sino también la de ser hermanos y colaboradores de Dios. Él nos necesita en nuestra Patria para construir su Reino: un pueblo capaz de dar espacio y apoyo a la vida y a las familias, dispuesto a vivir en la justicia y la verdad, en la contemplación y la bondad, en la solidaridad y la paz, un pueblo que le abre camino a Jesucristo, también en los más necesitados y los sin empleo, y siempre en la fraternidad, el amor y la santidad. Somos colaboradores de Dios. Todos somos colaboradores suyos. Así quiso revelarlo al nacer en Belén como un niño, y al recibir todo el apoyo de una familia: de su madre María y de San José.
Cambian nuestros sentimientos y nuestras actitudes cuando celebramos el Nacimiento de Jesús en Belén. De corazón les deseo que el espíritu de la Navidad permanezca durante las próximas semanas entre nosotros, también en este tiempo de elecciones, y sea un fermento duradero en nuestra convivencia.
A todos les deseo una Navidad muy feliz, colmada de la paz y el amor de Dios.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago