Una vasta planicie, en un día nublado. Por entre las nubes, se abre paso un rayo de sol. Un hombre, con un espejo en la mano, se coloca bajo ese rayo y pone su espejo perpendicular al haz luminoso que cae sobre él. El espejo, limpio y puro, resplandece como el mismo sol: se ve el sol en él.
Ese hombre al reflejar hacia el sol del cual procede el haz de luz que cae sobre su espejo lo ilumina con su misma luz. Así veo yo a Alberto Hurtado, con su corazón limpio, captando un rayo del amor divino y reflejándolo hacia Dios. Así lo veo en sus largas horas de oración silenciosa, amando a Dios con el amor con que Dios lo amaba a él.
Imagino ahora a ese hombre, ladeando el espejo de tal manera que, sin dejar de recibir en él la luz del sol, pueda dirigirla hacia los hombres, sus hermanos. Lo veo iluminando a los demás con la luz que viene del sol y que él proyecta hacia ellos. Así veo yo también al Padre Hurtado: amando a todos los hombres con el amor que recibe de Dios, amándonos como Dios nos ama. Esa es la santidad: un corazón limpio que recibe todo el amor de Dios y lo refleja, hacia Dios y hacia los hombres. Así fue Alberto Hurtado.
Cada cual tiene su manera de amar, su estilo propio, sus preferencias. El estilo propio de Cristo. El lo expresó en las llamadas "bienaventuranzas evangélicas". Allí nos dice quiénes verán su rostro en el cielo y, además, poseerán la tierra; quienes serán consolados por El, obtendrán misericordia y vivirán en paz; a quienes debemos amar más que a los otros; en quienes debemos reconocer el rostro del mismo Cristo; a quiénes debemos imitar: son los pobres, los humildes, los afligidos, los puros, los pacíficos, los misericordiosos, los que buscan la justicia y son perseguidos por ella.
Tal fue el estilo, la manera de amar de un chileno, de Alberto Hurtado. Y porque amó a los que Cristo amó y porque los amó como Cristo las amaba, y porque quiso ser como ellos, por eso, el Santo Padre se prepara para, mañana, declararlo santo. Por eso, están aquí, esta tarde, en Roma, el Presidente de la República y muchas autoridades de nuestro país, los Obispos de Chile y miles de chilenos para decirle: "Gracias
patroncito", gracias Padre Hurtado, por haber llegado a ser - ¡sólo Dios sabe con cuanto sacrificio! - lo que fue.
Cuando, en una noche de invierno, desde uno de los puentes del Mapocho vio el Padre Hurtado a un grupo de niños andrajosos que, revueltos con sus perros callejeros y, sin duda, llenos de pulgas, se disponían a dormir en el lecho del río, algo pasó en él. Descendió por donde mismo habían bajado los niños a su albergue nocturno, los saludó con cariño y les ofreció venir a dormir a una hospedería que él iba a fundar para ellos, donde tendrían camas y frazadas, y donde se les serviría una taza de té calientito y un buen desayuno, y donde sus perritos serían también acogidos. El Padre Hurtado había reconocido en ellos a Cristo.
Cuando descubrió el Padre Hurtado que muchos ancianos, gravemente enfermos, y hasta moribundos no tenían donde esperar la muerte y ser atendidos, vio nuevamente a Cristo en ellos y fundó para ellos una, y luego varias, hospederías, donde podrían encontrar un lugar acogedor, donde fueran acogidos con cariño y pudieran esperar la muerte con dignidad y con esperanza.
Cuando se dio cuenta que, en nuestro país como en el mundo entero hay quienes pisan fuerte y hablan claro y hay otros a quienes solo les está permitido escuchar, obedecer y trabajar, se propuso el Padre Hurtado ser la voz de los que no logran hacerse oír. Y habló, escribió y trabajó hasta el agotamiento para que hubiera en Chile más justicia, más solidaridad y más fraternidad.
Cuando vio venir hacia él, atraídos por la luz que el irradiaba y el calor que de él emanaba, a centenares de jóvenes de alma limpia y de corazón generoso y a hombres y mujeres dispuestos a servir, los invitó el Padre Hurtado a crecer en el amor, a hacer el bien, a servir a todos, a luchar por la justicia y por la paz; les cambió la vida y, por ello cambió la vida de muchos miles de personas y pudo hacerlo porque también él, antes que ellos, había cambiado de vida: era el entusiasta, el incansable, el generoso, el "¡contento, Señor, contento!", el que, antes de actuar, se preguntaba a si mismo: "¿qué haría Cristo si estuviera en mi lugar?"
Un condenado a muerte vivía, en vísperas de su ejecución, una noche de angustia. A su lado estaba un joven religioso. Había venido a acompañarlo, a pasar su última noche con él. Era Alberto Hurtado, el misericordioso, el hermano de los angustiados, de los sufrientes, y también de los perseguidos, el que irradiaba paz, perdón, misericordia, esperanza, el que había oído a Jesús decir, desde la cruz, al delincuente crucificado con él: "hoy estarás conmigo en el paraíso".
El Padre Hurtado era un chileno, de tomo y lomo, con algo de huaso de manta y espuelas y algo también del estudiante, entusiasta e inquieto de novedades, con algo de empresario visionario y realizador, y un no se qué de patrón de fundo que merecía por su gentileza, ser lamado "patroncito" con cariño. Y nos enseñó a los chilenos a ser cristianos como él: cristianos "a la chilena·" o, si se quiere, "chilenos a lo cristiano".
Permítanme, para terminar, dirigirme a él y decirle lo que todos hoy día queremos decirle: "Padre Hurtado" desde el cielo, en que sabremos mañana, en la fe y por la voz de la Iglesia, que usted está compartiendo la Gracia de Dios, mire a Chile con cariño, o más bien con amor apasionado, porque usted era apasionado.
Ayúdenos a salir adelante con nuestros problemas; a querernos los unos a los otros aunque tomemos opciones diferentes; a perdonarnos y a olvidar los agravios: abra nuestros corazones y nuestras mentes a la misericordia y a la justicia: bendiga y apoye a los que trabajan por el bien de Chile y de los chilenos: háganos humildes, desapegados de los bienes materiales, entusiastas y alegres como lo era usted y pida a Dios, de quien está tan cerca, una bendición inmensa para Chile, para nuestra patria que es su patria y que tanto lo quiere".
Roma, 22 de octubre de 2005