El 18 de agosto celebramos la fiesta del Beato Alberto Hurtado y es un mes dedicado a la solidaridad, concepto que expresa “una virtud eminentemente cristiana. Es ejercicio de la comunicación de bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales” como enseña el Catecismo de la Iglesia. Su fundamento arranca de una realidad espiritual que confesamos en el Credo; la comunión de los santos: "ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo" (Rom. 14, 7). "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 Co 12, 26-27). "La caridad no busca su interés" (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión. (CEC n 953).
La solidaridad tiene también el nombre de "amistad" o "caridad social" y es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana. “Un error, hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora" (Pío XII, enc. "Summi pontificatus") (CEC n. 1939).
La mayoría de las personas entiende la solidaridad como la participación y distribución de los bienes materiales. Pero esa exigencia de la justicia y de la caridad no agota su verdadero sentido pues “supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada. (CEC n. 1940). Escribió Alberto Hurtado: “Si bien debemos mirar al cielo para adorar al Padre, para recibir su inspiración, para fortalecernos para nuestros trabajos y sacrificios, ese gesto no puede ser el único gesto de nuestra vida. Es importantísimo, y sin él no hay acción valedera, pero ha de completarse con otro gesto, también profundamente evangélico. Con una mirada llena de amor y de interés a la tierra, a esta tierra tan llena de valor y de sentido, que cautivó al amor de Dios Eterno, atrayéndolo a ella para redimirla y santificarla con sus enseñanzas, sus ejemplos, sus dolores y su muerte”. Nuestro nuevo santo tuvo una visión muy nítida de las obligaciones que nace de la solidaridad entre los hombres. Nos enseñó que sólo desde la perspectiva del amor a Dios el hombre es capaz de abrir su corazón a la caridad social, a la solidaridad con los más pobres. El amó profundamente a los pobres porque amó más profundamente a Dios.
Estas breves consideraciones son especialmente importantes cuando muchas veces parece entenderse la solidaridad como una simple expresión de la caridad sin Dios, una especie de caridad laica, que se funda en una hermandad universal nacida sólo de elementos naturales, de la casa común que es la tierra y que de esa manera, quizá sin quererlo, va excluyendo del corazón humano el verdadero fundamento de toda comunión entre los hombres: ser hijos del Padre de los cielos, hermanos del Hijo de Dios. También una visión verdadera de la solidaridad exige que ella no sea sólo la expresión de la ayuda material – necesaria sin duda – a los más desposeídos, sino que ella vaya fundada, acompañada y guiada por el amor a Dios y a los hermanos. Si no es así, van quedando por el camino las iniciativas y vamos contentado conciencias con muy poco, con la entrega de algo de tiempo, de algunos bienes, pero no con la obligación que todos tenemos de amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma, amor desde el cual sale la entrega sin medida a los hermanos.
+ Juan Ignacio, Obispo de San Bernardo
