Después de muchos años de interrupción de esta hermosa tradición, que comenzó en los albores de la vida de nuestra arquidiócesis de Santiago, hemos querido acoger la petición que nos hizo Su Santidad Juan Pablo II, y celebrar en el centro de esta Gran Ciudad, la procesión de Corpus Christi. Lo hacemos en este año de la Eucaristía. También de mi parte, he querido inspirarme y transmitirles las palabras con que Su Santidad Benedicto XVI motivó la procesión que él presidió desde su catedral como Obispo de Roma, la basílica de San Juan de Letrán, hasta Santa María la Mayor.
Sus reflexiones tuvieron como punto de partida la celebración de la Pascua en el Cenáculo. Nos decía que en la fiesta de Corpus Christi, del Cuerpo del Señor, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. Nos recordaba que también la celebración litúrgica del Jueves Santo culmina con una procesión eucarística. Con ella la Iglesia repite la salida de Jesús del Cenáculo al Huerto de los Olivos, donde se inició su agonía, y comenzó a derramar su preciosa sangre, aceptando el cáliz de la pasión.
En Israel se celebraba la noche de la Pascua en casa, en la intimidad de la familia. Así se hacía memoria de la primera Pascua en Egipto, de aquella noche en la cual la sangre del cordero pascual, con la cual se había untado el marco de la puerta de casa, protegía del paso del exterminador. Jesús, en la noche del Jueves Santo, hizo lo contrario: salió de la casa y se entregó en manos del traidor, del exterminador. Y precisamente de esta manera venció a la muerte, venció las tinieblas del mal. Ya lo había expresado anteriormente. Nadie le quitaría su vida. Él quería darla, como expresión del máximo amor a los suyos. Toda su vida, como nos lo recordaría el P. Alberto Hurtado, era don y donación. Solamente así, el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, encontró su cumplimiento: Jesús donó realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte, llegó a ser el Pan vivo, el verdadero maná, el alimento inextinguible para todos los siglos. Su carne donada, expresión de su amor hasta el extremo, llegó a ser pan de vida.
En la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos. Lo que más quiere esa noche la Iglesia orante es vigilar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición y de la indiferencia de tantos. En la fiesta del Corpus Christi reemprendemos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ya ha resucitado, ya llega como mensajero de la vida y de la paz. Llega y nos precede. Sabemos, por los relatos de la Resurrección, que Cristo quiso encontrarse con los suyos en Galilea. Por el relato del Evangelio conocemos el mensaje del ángel: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis”. Él irá delante, él nos precede, y lo hace de dos maneras. Por una parte, en Israel se consideraba a Galilea como la puerta hacia el mundo de los paganos. Y ocurrió precisamente en Galilea, sobre el monte, que los discípulos vieron a Jesús y que el Señor les dijo: “Vayan … y hagan discípulos a todas los pueblos” (Mt 28, 19). Pero Jesús los precede además en una segunda dirección. Aparece en sus palabras a Santa María Magdalena: “Déjame, que aún no he subido al Padre”. (Jn 20,17). Jesús nos precede, subiendo hacia el Padre, y nos invita a seguirlo.
Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen. Por el contrario, indican el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios. El Padre es la casa de las muchas moradas. Pero podemos subir a esta morada solamente encaminando nuestros pasos hacia la Galilea, caminando por las calles del mundo, llevando el evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos. Por eso el camino de los apóstoles se extendió hasta los confines de la tierra. Así Pedro y Pablo caminaron hasta Roma, ciudad que era entonces el centro del mundo conocido, la verdadera capital del mundo.
La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su soledad hacia el “via crucis”. Lo acompaña en su camino hacia el derramamiento de su sangre, hacia la hora santa en que su cuerpo, como un pan, será partido y compartido. La procesión del Corpus Christi, por su parte, responde de manera simbólica al mandato del Señor Resucitado: yo os precederé en Galilea. Vayan hasta los confines del mundo, lleven el Evangelio al mundo.
Es cierto, por la fe la Eucaristía es un misterio de intimidad. Por eso nos acercamos a la Cena del Señor y lo acompañamos en la adoración eucarística. Así renovamos el misterio de la institución del sacramento en el Cenáculo, realizada por el Señor, rodeado de su nueva familia, de los doce apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. En razón de este don de intimidad, en la liturgia antigua, la distribución de la santa comunión era introducida por las palabras: “sancta sanctis”: el don santo, destinado a aquellos que han sido santificados. De esta manera se respondía a la admonición de San Pablo a los cristianos de Corinto: Que cada uno se examine a sí mismo y después coma de este pan y beba de este cáliz.
Sin embargo, desde esta intimidad, que es un don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de los muros de nuestra Iglesia. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística, se manifiesta en la procesión de nuestra fiesta. Nosotros llevamos a Cristo, presente en la especie del pan, por las calles de nuestra ciudad. Confiamos las calles, las casas, las oficinas, los vendedores ambulantes, en fin, toda nuestra vida cotidiana, a su infinita bondad. Que nuestras calles sean caminos de Cristo. Que nuestras casas sean casas para Él y con Él. Que nuestros trabajos y nuestros estudios transcurran ante su presencia y con su inspiración, que nuestras amistades, nuestros cariños, nuestras conversaciones y nuestras lágrimas sean bendecidas por su amor y nos ayuden a servir a los hermanos, en los cuales lo encontramos a Él. Que nuestro caminar de todos los días, esté compenetrado de su presencia. Con este gesto, al salir en procesión, ponemos bajo sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, el dolor y la nostalgia de los inmigrantes, las esperanzas, los programas, las tentaciones y los miedos, en una palabra, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y publica para nuestra ciudad, un camino y un proyecto de evangelización de su vida y su cultura. Cristo en persona es la bendición divina para el mundo, Que la irradiación de su bendición se extienda sobre todos nosotros, y sobre todo lo nuestro.
En la procesión del Corpus Christi acompañamos al Resucitado en su camino hacia el mundo. E haciendo esto, respondemos a su mandato: “Tomen y coman todos” No se puede “comer” al Resucitado, presente en la figura del pan, como quien come un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de comer, es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor. La finalidad de esta comunión es la asimilación de mi vida a la suya, es mi transformación y conformación con Aquel que es el AMOR vivo. Por eso esta comunión implica adoración e implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que nos precede, de seguirlo por los caminos que Él indique, por los caminos del amor, del sufrimiento y de la solidaridad, seguirlo hasta los confines del mundo, amando como Él nos ha amado y entregando la Palabra de vida eterna, y seguirlo hacia la casa del Padre, diciéndole con Jesús y con María Santísima, con Teresita, con el P. Hurtado y con Laurita Vicuña: Padre, mi alimento es hacer tu voluntad. Adoración, procesión, amor a los hermanos, hacen parte de un único gesto de comunión, y responden a su mandato: coman y beban, así permanecerán en mí y mi amor en ustedes, para que todos tengan vida, y la tengan en abundancia.
Nuestra procesión concluirá en la Iglesia Catedral, coronada por la imagen de la Virgen asunta, de aquella que siguió a Jesús hacia la casa del Padre, que siempre vivió en comunión con Él, y que desde lo alto, desde sus santuarios, sigue llevando el amor de Cristo hasta nuestros corazones, nuestros hogares y nuestra historia. Como le gustaba decir a Su Santidad Juan Pablo II, ella es la “mujer eucarística”. Benedicto XVI nos invitó hoy día desde Bari, donde la Iglesia italiana celebra su gran Congreso eucarístico, a entrar “en la escuela de María, a acoger como ella, por obra del Espíritu Santo, la presencia viva de Jesús, para llevarla a todos con amor que se multiplica en servir a los hermanos. Aprendamos a vivir siempre en comunión con Cristo crucificado y resucitado, dejándonos guiar en esto por su madre que es nuestra madre del cielo. Así, alimentados por la palabra y el pan de vida, nuestra existencia llegará a ser plenamente eucarística, y se hará ininterrumpida acción de gracias al Padre por Cristo en el Espíritu Santo”. Amén.
+ Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, Domingo 29 de Mayo, en la festividad de Corpus Christi