Homilía 23ª de la Pascua de Mons. Enrique Alvear
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Homilía 23ª de la Pascua de Mons. Enrique Alvear

Fecha: Lunes 02 de Mayo de 2005
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Cristián Contreras Villarroel


1. Hace veintitrés años, una muchedumbre conmovida, despedía a Don Enrique Alvear, entonces obispo Auxiliar de Santiago, Pastor de la Iglesia, Vicario Episcopal de la Zona Oeste de Santiago. Sus restos mortales fueron acompañados desde la Iglesia Catedral hasta este templo de Lourdes, junto a los cantos que anunciaban la resurrección del Señor. Se sentían las lágrimas de desamparo que su partida prematura producía en tantas personas que habían experimentado su sonrisa afable y su mano protectora.

2. Hoy podemos unir su memoria a la partida de otro gran Pastor de la Iglesia, el Papa Juan Pablo II, el Grande, a quien una muchedumbre de diversa raza, lengua y nación, lloraba con un profundo sentimiento de orfandad, en Roma y en el mundo. ¡Qué privilegio ser bendecidos con tantos pastores que nos han mostrado de cerca el rostro de Jesús, el Buen Pastor!

3. Imposible no unir estos nombres a los de otros pastores que han servido a la Iglesia de Santiago, como el querido Cardenal Raúl Silva Henríquez, Don Juan Francisco Fresno, Don Carlos Oviedo y, en esta Zona Oeste, al de Don Fernando Ariztía.

Cada uno a su manera, con los talentos recibidos y prodigados en momentos difíciles de nuestra convivencia, nos han dejado un legado de fe sencilla, lúcida y valiente, que marca la historia personal de cada uno de nosotros, así como la historia de las comunidades de nuestra Iglesia de Santiago. ¡Qué privilegio el que Dios nos ha concedido! Y como todo privilegio, es también una ocasión de aprender de sus paternidades y sus pastoreos, para volcarlo en la fe de cada día, en la construcción del Reinado de Dios en las realidades en que nos toca vivir y servir para evangelizar el corazón de nuestra ciudad y de nuestra Patria.

4. Imposible hacer memoria de Don Enrique sin verlo transitando en su vehículo, con la mano siempre asomada, saludando continuamente a la gente que lo reconocía. Imposible pensarlo sin verlo con la Biblia entre las manos, adelantándose -como testimonian quienes lo conocieron en la familiaridad de la vida diaria- a la oración de sus hermanos. Imposible pensarlo no predicando la Palabra con sabiduría y con actualidad. Imposible hacer memoria sin reconocer agradecidos su valerosa contribución a la defensa de los derechos humanos, no sólo como un tema, sino como una relación personal y comprometida con cualquier persona que fuera agraviada en su dignidad de tal. Y como pastor de la Iglesia en las épocas de Medellín y de Puebla, le dio rostro y contenido a la opción preferencial por los pobres y a la opción preferencial por los jóvenes.

5. Celebramos esta noche estas visitas de Dios en la persona de su obispo, don Enrique. No nos debe inundar la congoja, o la desesperanza o el recuerdo nostálgico. Y de esto sabe muy bien el Señor Jesús y la liturgia pascual de la Iglesia. En efecto, los evangelios del tiempo pascual nos presentan frecuentemente el tema de la partida de Jesús de este mundo, para considerar cuál debe ser la relación que sus discípulos, los de ayer y los de hoy, deben establecer con Él. Un mensaje que es común a los evangelios de este tiempo pascual es la invitación de Jesús a no perder la serenidad: “No se turbe vuestro corazón”, escuchábamos el Domingo pasado.

6. La perspectiva de encontrarse solos de frente a un mundo hostil o indiferente; el mensaje de que la cruz es el camino a la vida, todo esto podía hacer que los seguidores de Jesús fueran personas inquietas y temerosas, sobre todo considerando que Jesús no estaría y no estaba más con ellos físicamente. Esta experiencia Jesús la prevé y de hecho es la experiencia que nos relatan los evangelios de la resurrección de Jesús. Los discípulos de Emaús caminan desesperanzados; los discípulos tienen el mandato de anunciar el mensaje de la resurrección y la triste realidad es que ellos no anuncian este hecho histórico por temor y por eso están con las puertas cerradas. Todo ello es una realidad de ayer y también de hoy. Hay temores, hay miedos paralizantes. Por eso, dejemos que resuene en nosotros la palabra de Jesús también hoy día.

Jesucristo sabe que su pasar de este mundo al Padre causará en los discípulos tristeza y sensación de orfandad. Es lo que sucede con la muerte de los seres que amamos. Nos sucedió con don Enrique y en estos días con el Papa Juan Pablo II. Por eso, sus mensajes son de una gran elocuencia para infundir en ellos esperanza y confianza en sus promesas: “No los dejaré solos”; “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones y yo me voy a prepararles un lugar”; “no se entristezca vuestro corazón”.

7. No estamos solos. Nunca lo estaremos. El Evangelio de hoy es elocuente. Nos quiere serenar a partir de una certeza o mejor dicho de una promesa de Jesús: la partida de Jesús no nos separa de Él, sino que crea entre nosotros y el Señor una comunión más profunda que hará de los discípulos de ayer y de nosotros hoy día, continuadores de su obra redentora. Jesucristo no quiere discípulos temerosos, paralizados, perplejos ante los vaivenes de la historia o de las arremetidas culturales de las que somos testigos hoy en día. “A la hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús dijo a sus discípulos: Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”.

8. Lo dice al inicio y al término de su discurso. Ya antes, Jesús había dicho, citando el Antiguo Testamento, que hay dos mandamientos: amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno mismo. Las palabras de hoy van mucho más allá: amar como Jesús nos amó. Entramos así en lo específico del amor cristiano. No hay amor más grande que el de Jesús: dar la vida por los amigos. Es un amor viril y afable. Nos llama amigos y no siervos o empleados. Él nos hace entrar en su intimidad, que es la íntima comunión con el Padre. El amor, la amistad es esto: compartir la intimidad. Este amor es tan fuerte que no hay otro más grande. Los discípulos de Jesús tenemos este imperativo evangélico y ético. Esto lo entendieron muy bien los primeros cristianos y queremos también entenderlo y aceptarlo nosotros hoy día cuando recordamos a Mons. Alvear: amar a los demás superando el límite de nosotros mismos, incluso cuando nos insulten, nos menosprecien, nos expongan al escarnio público o nos ridiculicen. No se trata de tener afecto a los enemigos, que serán eso, enemigos; se trata más bien de no entrar en la lógica y en la dinámica de la muerte, de la amargura, del odio de quienes quieren dañar a los cristianos. El creyente debe permanecer purificado, uniéndose a la Cruz de Cristo, porque el justo vive por la fe y esa es su única fortaleza. Es una vocación, es decir, un llamado que debemos día a día renovar con un asentimiento filial y de amistad con Jesucristo.

9. Volvamos a nuestro querido don Enrique. A él le tocó vivir momentos históricos muy difíciles en nuestra Patria. Al igual que Jesús, ejerció su ministerio de enseñanza. Su magisterio fue diáfano y sencillo, como su persona, y por eso, más que volver a buscar las citas de sus homilías o sus cartas personales, uno agradece la posibilidad de leer la enseñanza escrita con el testimonio de su vida.

10. Don Enrique fue catequista y misionero. Dio testimonio de ello en sus trabajos apostólicos como sacerdote en Santiago y como obispo auxiliar de Talca, donde trabajó junto al gran obispo que fue Don Manuel Larraín. Su misión pastoral continuó en San Felipe y culminó en esta querida Zona Oeste donde diría más de una vez que los pobres lo habían evangelizado. Muchos años antes, al ser ordenado obispo había elegido como lema de su vida: “el Señor me envió a evangelizar los pobres”. Es decir, un bienaventurado con espíritu de pobre que, por lo mismo, se dejó tocar y conmover por los rostros de aquellos pobres que él mismo contribuyó a describir en el célebre documento de Puebla: “(…) rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela: rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer; (…) rostros de jóvenes, desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad (…), rostros de obreros frecuentemente mal retribuidos (…), rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen” (cfr. Documento de Puebla, 31-38).

11. Es decir, un Pastor bueno que, siguiendo las huellas de Jesús, siempre vio el rostro de los pobres y sufrientes, escuchó sus reclamos y lamentos, hizo propia su justa causa, y se conmovió ante esas muchedumbres – siempre con rostros y no con cifras – a veces hambrientas de pan, a veces sedientas de libertad, que requerían con urgencia al Pastor que reconociera su inalienable dignidad.

12. El mundo tiene, a veces, la imagen muy equivocada de que quien se preocupa del servicio de los pobres sea una persona llena de reclamos e insatisfacciones. Quien haya conocido a Don Enrique, pastor de profunda mansedumbre, se daría cuenta que quien se hace vulnerable a los más necesitados, es decir, quien ama como Cristo amó, tiene el alma llena de urgencias, henchida de amores, deseosa hasta el extremo que a cada cual se le pueda reconocer y valorar lo suyo. El obispo Enrique Alvear fue uno de ellos y por eso escribió con su vida una parábola de solidaridad que todos podíamos leer y admirar. Es decir, fue un Pastor al estilo del Señor.

13. Al hacer memoria de Don Enrique, a los veintitrés años de su paso al Padre, siento su presencia viva y cercana en medio de esta asamblea. La siento como un llamado a tomar en nuestras manos su legado de fe en el Señor, de amor, de acogida, de solidaridad. Un llamado a trabajar orando y contemplando mientras trabajamos. Una invitación a hacer nuestro su amor personal, profundo y dedicado, hacia la persona del Señor Jesús y una lealtad a toda prueba con la Iglesia, como fue la suya. Una invitación a dejarnos moldear por el Espíritu de Dios y por las manos maternas de la Virgen María, mientras nos encontramos con Cristo Vivo en la escucha atenta de la Palabra de Dios en el libro de la Biblia, en el libro de la vida y de la historia cotidiana y mientras celebramos su presencia en la Eucaristía que él siempre celebró con una devoción contagiosa.

14. En esta Santa Misa, en el año de la Eucaristía que el Papa Juan Pablo nos legó y que el Papa Benedicto XVI ha impulsado al inicio de su ministerio petrino, queremos esta noche hacer memoria de don Enrique y escuchar de sus labios la palabra “Padre” con que comenzaba cada una de sus oraciones, pronunciada con un amor filial que transparentaba un corazón totalmente entregado al servicio de su Reino.

15. Recordemos nuevamente las palabras del evangelio de Jesús: “A la hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús dijo a sus discípulos: Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que Yo les mando”.

16. A ti, Jesucristo, revelador del Padre y que con el Padre estás y que nos envías el Espíritu paráclito para darnos valentía evangélica, te damos todo honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

† Cristián Contreras Villarroel
Obispo Auxiliar de Santiago de Chile
Secretario General de la Conferencia Episcopal
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