Queridos hermanos y hermanas:
Lo primero, mis sinceras disculpas por estas palabras que, sin duda, serán precarias para tratar de decir algo de lo que ha significado el regalo de Dios, para la Iglesia y para el mundo, la vida de Juan Pablo II. Estamos todos conmovidos y también llenos de esperanza.
Quisiera comenzar agradeciendo las infinitas demostraciones de cariño y de gratitud en estos días. Agradecer la oración constante y la cercanía que hemos sentido durante la enfermedad, y ahora en la partida de nuestro querido Juan pablo II, Pontífice de la Iglesia, siervo humilde de los siervos de Dios. Gracias también por la delicadeza y el respeto de tantos hermanos y hermanas que no comparten nuestra fe, pero sí han querido compartir nuestro dolor. En verdad nos han ayudado a sentir.
Ante las circunstancias sólo nos queda repetir con el Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Todo lo ponemos en las manos del Señor. Hoy, en el domingo de la Misericordia, una profunda emoción ha recorrido la tierra entera; una pena honda nos aprieta el corazón a todos. Ha muerto el Papa Juan Pablo II; ha entrado en la vida eterna el sucesor de Pedro; ha culminado su vida el peregrino incansable del amor y de la paz, ha partido de vuelta a casa ese hombre providencial que hace 18 años rezó con nosotros en Chile, nos fortaleció en la fe, nos evitó una guerra fraticida y absurda, nos advirtió con autoridad que los pobres no pueden esperar y nos aseguró que el amor es más fuerte, que el amor vence siempre.
Después de compartir largamente la misión que le encomendó el Señor, y habiendo abrazado su cruz hasta las últimas consecuencias, ha pasado a la vida eterna el Vicario de Cristo. Como decía Catalina de Siena: “el dulce Cristo en la tierra”.
Con los ojos de la fe casi podemos ver la escena que ya se ha producido en el cielo. Viene llegando Juan Pablo II, un hijo herido, consumido y gastado por el Evangelio. En la puerta de la vida, a la entrada de la vida, en la casa del Padre Dios es recibido y abrazado largamente por Cristo, el hermano mayor, y es invitado a entrar al banquete de la vida y de la alegría. Con los oídos de la fe podemos sentir casi las palabras que le ha dicho el Señor: “Ven Juan Pablo, siervo bueno y fiel. Entra en la alegría de tu Señor”. Muy cerca de esa escena, con los ojos llenos de luz y la ternura de una madre, seguramente, está la Virgen María, que también recibe con cariño al que durante la vida quiso ser todo de Ella, todo suyo. “Todo tuyo soy María”, le dijo el Papa desde su juventud.
En este momento queridos hermanos del paso de Juan Pablo II a la vida se nos viene a la mente la ley del Reino de Dios: las bienaventuranzas. Tal vez ésta sea la letra del canto de los ángeles, de los mártires y de los santos a su llegada. Dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los humildes, los que lloran, los perseguidos por practicar la justicia; dichos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz por que de ellos es el Reino de los Cielos. Las bienaventuranzas, que duda cabe, han inspirado y describen la vida y el servicio de Juan Pablo II. Su vida fue toda entera para nosotros una bienaventuranza.
Durante 26 años lo tuvimos como Padre, Pastor y Amigo de la Iglesia Universal. Lo hemos querido intensamente. Primero movidos por la fe porque sabemos y creemos de que en él Cristo edifica la Iglesia, nos confirma en la verdad y nos acompaña hasta el fin de la historia. Sin duda también lo hemos querido por que el Papa nos ayudó a quererlo. Quizá sería bueno, siempre en forma precaria, preguntarnos por qué lo hemos querido tanto. Algunas razones que me atrevo a decir:
Lo primero, es que necesitamos a Dios y hemos encontrado en él a un sacerdote, a un hombre de Dios que transmitía a Dios. Que amaba profundamente al Señor y que lo buscaba permanentemente. El papa ha sido un sacerdote, un hombre de Dios enamorado de su vocación. Dijo en alguna ocasión: “Nuestro llamado al sacerdocio, momento más alto en el uso de nuestra libertad, la más grande e irrevocable opción de nuestra vida, y por lo tanto la página más bella de nuestra historia”.
Queremos al Papa porque hemos encontrado en él a un hombre de Dios que nos impulsó a buscarlo y hallarlo. Él estaba convencido que en el contacto con Dios florece la vida en toda su hermosura; toda la vida humana florece en el encuentro con Jesús.
También lo queremos porque hemos encontrado en él lo que todos buscamos: la paternal cercanía de Dios. No nos sirve un Dios tan lejano, inaccesible. La paternal cercanía Dios, nuestro Padre Universal que nos da seguridad llamándonos, es capaz de sacar lo mejor de cada uno.
También encontramos en el Papa la amistad respetuosa, cercana y salvadora de Jesucristo nuestro hermano. Encontramos al Padre Dios, encontramos a Cristo nuestro hermano interesado de todas las alegrías y dolores de los hombres, incansable predicador y constructor de la paz y de la justicia.
Lo queremos, también, porque en él hemos encontrado el amor sin fronteras del Espíritu Santo. Hemos sentido en el Papa el fuego del Espíritu siempre inquieto, siempre creativo, siempre libre. Ese Espíritu que desata una inquietud misionera incontrolable para que todos los hombre se salven y lleguen a conocer la verdad.
En el Papa, también, hemos encontrado una coherencia enorme. En su pensamiento y enseñanza percibimos a Cristo presente y preocupado de todas las dimensiones humanas, a un Dios que le interesa todo lo nuestro: el trabajo, la ciencia, el deporte, el arte, la naturaleza. No se cansó el Papa de proponer lo que pensaba y vivía. No se fatigó de abrir caminos para que Cristo pudiera llegar a todas las cosas.
Al Papa, lo hemos querido también, porque hemos sentido en su vida encarnado un amor intenso por la Iglesia, esta Iglesia que tanto amamos y por la que Cristo Jesús dio su vida. En su predicación y en su testimonio estaba siempre presente este amor a la Iglesia, especialmente la preocupación por los impulsos que el Concilio Vaticano II le dio a nuestra Iglesia Católica. El Papa amó intensamente la Iglesia y se gastó para imprimirle esos rasgos, esas facciones a la Iglesia de este tiempo. Un cardenal polaco un día le profetizó siendo joven, que él sería el que introduciría a la Iglesia en el tercer milenio. La Iglesia que el Papa quiso ayudar a profundizar su identidad es precisamente la que el Concilio nos señaló: Iglesia, casa de oración y escuela de comunión. Una Iglesia que resulta incomprensible sin el Señor, profundamente arraigada en el misterio de Cristo. Una Iglesia que se alimenta de Cristo y su Evangelio. Una Iglesia que considera la Eucaristía como su tesoro y la fuente principal de todo lo que tiene para entregar al mundo. Iglesia que tiene siempre a los pobres, enfermos, moribundos y despreciados de la tierra como sus predilectos. Una Iglesia también atenta a los gozos y esperanzas de la humanidad, especialmente a sus dolores. El hombre, dijo el Papa al comenzar su pontificado, es el camino por donde la Iglesia debe transitar. El hombre es el camino de la Iglesia. nos dijo en su primera encíclica “Redentor Hominis”: “Una Iglesia especialmente atenta y defensora de la vida y de la dignidad de todos los hombres”. La vida como regalo sagrado de Dios, en todas sus expresiones, ha sido objeto de la oración y de la profecía del Papa. El Papa, como dudarlo, ha sido un valiente e incansable defensor de la vida.
Queremos con humilde responsabilidad, recoger la herencia del Papa y seguir ahondando en nosotros y en la Iglesia los rasgos, la fisonomía de la Iglesia que él amó con toda el alma y por la que dio la vida entera. Una Iglesia que él quería ver semejante a la madre de Dios, como la Virgen. Así soñaba la Iglesia el Papa porque lo que él vivía era una Iglesia parecida a la Virgen, llena de Dios, ligera para andar, servidora, solidaria y valiente. Estas palabras del Papa quisiéramos ver reflejadas siempre en la Iglesia. María llevaba impreso el rostro del Salvador. La presencia materna de María entre los Apóstoles era para ellos memoria de Cristo. Su corazón inmaculado custodiaba sus misterios. Desde la anunciación hasta la resurrección y su ascensión al cielo, María estuvo pendiente y fiel a Jesús. Así quisiéramos ver la Iglesia. así, por esta Iglesia trabajó el Papa en todo su pontificado. Desde el cielo nos sigue acompañando para amarla y para verla cada día más hermosa, valiente y misionera.
A Cristo Jesús, que nos ha regalado al Papa y en el Papa una imagen viva de su presencia, a Él sea la gloria por los siglos de los siglos, Amén.
+ Horacio Valenzuela Abarca
Obispo de Talca