Acción de Gracias por S.S. el Papa Juan Pablo II
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Acción de Gracias por S.S. el Papa Juan Pablo II

Fecha: Domingo 03 de Abril de 2005
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa


Mientras los apóstoles permanecían con las puertas cerradas, por miedo a los que habían dado muerte a su Maestro Y Señor, entró Jesús y se puso en medio de ellos, deseándoles la paz.

Así llegó el Santo Padre Juan Pablo II a nuestro país, trayéndonos la presencia de Jesús. También nuestras puertas estaban cerradas. Y cerradas estaban las puertas de la fraternidad en un mundo marcado por la guerra fría; como también cerradas las ventanas de la libertad y de la trascendencia en innumerables países oprimidos, también por ideologías ateas; asimismo las puertas de la esperanza en países olvidados, sumidos en la pobreza, la enfermedad y el hambre. Nosotros lo recibimos, con la alegría de acogerlo como “mensajero de la vida y peregrino de la paz”. Una canción de bienvenida que nunca olvidó, porque la acogida que le dio Chile, le recordaba el cariño con que lo recibía en cada visita su propia patria.

Mientras daba sus últimos pasos de peregrino, lleno de esperanza, hacia la patria de la vida y de la paz, todos nosotros lo acompañábamos con mucha gratitud e indecible dolor. Y día a día hemos estado junto a él. Sufríamos con él. Pero nuestras lágrimas no fueron sólo el desahogo de un profundo dolor; también eran expresión del recuerdo emocionado, ya que confluía su paso a la Patria eterna, con su paso por Chile. En efecto, día a día seguíamos también sus huellas por nuestra patria. No podíamos olvidar que hace 18 años, precisamente un primero de abril, pisó nuestra tierra y también la besó, poniendo de manifiesto su aprecio por nuestra historia y por los anhelos de paz, de libertad y de vida que latían entre nosotros, conforme a nuestra dignidad de hijos de Dios.

Hace 18 años, a estas horas, todavía vibraban sus palabras de la tarde anterior a los jóvenes en el Estadio Nacional, que habían acogido su mensaje vigoroso que los invitó a levantarse, a resucitar, y a mirar el rostro de Cristo. Y ese tres de abril, peregrinó al Santuario de la Virgen del Carmen en Maipú, tierra de encuentro y de misericordia, para alentar en las religiosas su vida contemplativa y de servicio, impulsadas por el amor y la audacia del Evangelio. Después de coronar la imagen de la Sma. Virgen, reconociendo el poder de su bondad, junto al Señor Jesús, Rey del Universo, les habló a los campesinos de la zona central. Y desde allí acudió al Hogar de Cristo, a visitar a los enfermos. Junto con pedirles que fueran en su debilidad y con su oración una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad, le rogó a Dios que siguiera suscitando apóstoles de la talla del P. Alberto Hurtado. Poco después ingresaba a la Universidad Católica, para animar las aportaciones del mundo de la cultura y de los constructores de la sociedad. A ellos los instó a ensanchar y consolidar una cultura de solidaridad, como asimismo a profundizar nuestra identidad cultural, proyectándola hacia el futuro. Y ese mismo día pronunció su célebre discurso en la Sede de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, urgiendo a los economistas a descubrir en las cifras del subdesarrollo el rostro viviente y doloroso de cada persona, porque es “el hombre, todo el hombre, cada hombre en su ser único e irrepetible, creado y redimido por Dios, el que se asoma … tras la generalidad de las estadísticas”. A ellos los urgía, diciéndoles: “¡los pobres no pueden esperar!”. Ese mismo día, entregó su mensaje a los diplomáticos, se reunió con la comunidad polaca, y invitó a un grupo de políticos, de muy variadas tendencias, a la colaboración y el diálogo en aras del bien común, rechazando toda violencia. Y como si lo anterior fuera poco ese mismo 3 de abril, que recordamos como una bendición de Dios para nuestra patria, celebró en el parque O´Higgins la Eucaristía de la Reconciliación, en la que experimentamos al mismo tiempo la cercanía del cielo -cuando Jesucristo actualizaba su alianza de paz, y el Papa beatificaba a nuestra primera santa, Teresita de los Andes- como también la fuerza del mal. Pero esa misa y la convivencia entre nosotros no quedó marcada por la violencia, sino por su grito de esperanza en medio del desconcierto: ¡El amor es más fuerte!

Sus palabras constituyeron un mensaje potente, lleno de verdad y de vida. Era un mensaje liberador, que despertaba nuestra esperanza. Ese día 3 de abril nos alentó a ser artesanos de la paz, de la democracia y de la reconciliación, y a trabajar por la solidaridad, a partir de los valores de nuestra cultura, que había acogido el mensaje del Evangelio. Nos propuso contemplar el rostro de Jesús, y servir a los más pobres y marginados, que no pueden esperar. Nos invitó a hacer fructificar nuestra cultura ante los nuevos desafíos. Y puso ante nuestros ojos la fidelidad y la maternidad de la Virgen del Carmen, la alegría y la familiaridad con Cristo de Teresita, como también la figura del P. Hurtado, a quien llamó “hijo preclaro de la Iglesia y de Chile”.

Pero la emoción y la gratitud que late entre nosotros no se explica tan sólo por sus palabras y sus mensajes. Había algo más profundo en él, que tocaba lo más hondo de nuestro ser, que nos llena de emoción y de gratitud, y que aun hoy nos ha hecho orar y llorar por su partida.

Es cierto, era un gran comunicador. Pero no un vendedor de proyectos o ilusiones. Con mucha sinceridad y cercanía nos hablaba al corazón, despertaba nuestra esperanza, nos hacía creer en Chile y en nuestra propia vocación al amor y al servicio. Jesucristo, cuando nos habló en parábolas, nos dijo que el Buen Pastor llama a las suyas por su nombre. Las llama desde su vocación más profunda, que siempre es una vocación a la verdad, a la paz, a la bondad y al amor, que siempre es vocación a la amistad con Dios y con los hermanos, a la reconciliación y el perdón, a la plenitud y la felicidad, que es siempre vocación de cielo. Lo repetía Juan Pablo II incansablemente y así lo sentíamos en sus palabras y en el trato que nos daba: quería para nosotros una vida conforme a nuestra dignidad de hijos de Dios. Y por eso ponía todo de su parte para que saliéramos de la miseria, de la enemistad, de las guerras, de la opresión, de la esclavitud de poner nuestras aspiraciones sólo en los bienes materiales, olvidando los bienes de arriba, los que Cristo nos conquistó al amarnos hasta el extremo de dar su vida por nosotros, y de convertirnos en sus amigos, para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. En él, en su preocupación por todo lo nuestro, tuvimos una experiencia extraordinaria: el Evangelio es una vida llena de alegría – se nos relata que uno de los últimos mensajes suyos antes de morir, fue decir a sus colaboradores más cercanos: “soy feliz, sedlo también vosotros” -, es una vida llena de amor, de generosidad, de contemplación y de servicio a los hermanos, encontrando en todos ellos, particularmente en los niños, los pobres y los afligidos, el rostro de Jesús.

Pero hay también otra experiencia que nos conmovió. Fue él mismo. Pasó entre nosotros como un hombre de Dios. Nos cautivó la integridad de su vida, la alegría de su rostro, la profundidad de su oración, la cordialidad de sus gestos, la esperanza de sus palabras, la ternura de su cariño, la convicción de su apoyo a los Obispos, como evangelizadores de esperanza y reconciliación, la fuerza de su voz, cada vez que nos mostraba el camino y nos pedía dejar las rutas que no conducen ni a la vida ni al bien. Admiramos su donación permanente, su respeto a todos, su amistad con Jesucristo, su admiración por los santos, su cercanía a innumerables líderes religiosos, buscando la unidad y la paz, su capacidad de diálogo con quienes disentía, su valentía ante los poderosos, su preocupación por los más débiles, por las vidas indefensas antes del nacimiento, por los encarcelados, por los condenados a muerte, para salvar sus vidas. Nos maravilló su amor a la verdad, la que salía de su mente y de su corazón como agua refrescante, también cuando denunciaba males y proponía caminos de comunión y de santidad.

A los discípulos de Cristo en Antioquia, precisamente porque lo reflejaban a él, comenzaron a llamarlos “cristianos”. Por eso decían entre ellos: “viste al hermano, viste a Cristo”. Con mucha razón, gente de nuestro pueblo confidenciaba, al ser entrevistada en estos días: “Al verlo a él, me encontré con Cristo. Tuve la experiencia de Cristo, recorriendo los caminos de nuestra patria. Pasaba entre nosotros, como se dice de Jesús, sólo haciendo el bien”.

“Hemos visto al Señor”. Con estas palabras, los apóstoles que estaban en la sala cuando Jesús entró y las puertas estaban cerradas, trataron de convencer a Tomás para que creyera. Pero era demasiado grande su pena y su desconfianza. No lograba creer en la resurrección de Cristo. No lograba resucitar su esperanza. Él necesitaba, personalmente, un encuentro con Jesús. El Señor, que es misericordioso, llegó hasta él. También las puertas cerradas por su falta de fe, su nostalgia y su desconfianza. Entró, deseando la paz. Y le presentó a Tomás, personalmente, los signos de su pasión. Ahí estaban las huellas de los clavos en sus manos, y de la lanza en su costado. Pero las llagas no sangraban. Estaban transfiguradas. Y esta señal de la resurrección de Cristo se da en nuestro dolor. Las llagas pueden estar traspasadas por el amor, por la confianza en el Padre y por el amor a los hermanos; pueden tener algo de la transparencia y la intimidad con Jesús, propias del cielo.

Fue su último mensaje. Quiso el Papa ser discípulo de Jesús, llevando su propia cruz hasta el final. Ni el domingo ni el miércoles pudo hablarnos con palabras, pero nos habló con la elocuencia de quien alienta con su testimonio, con su paso a la contemplación del rostro de Cristo, como familiar de Dios, llevando la cruz del Señor. Nos ha confiado la sabiduría de asumir la nuestra – el dolor de la enfermedad, la incomunicación y la ancianidad - como cruz que purifica y nos acerca a Dios. Su última palabra la pronunció con la elocuencia del amor, del sufrimiento y de la esperanza.

Concluyamos nuestra acción de gracias. Dios nos ha visitado en la persona de un padre, un pastor, un profeta, un sacerdote, un maestro, un hermano y un amigo; amigo nuestro y amigo de Jesús. Aprendió a amarlo, inspirado por el Espíritu Santo, desde el corazón de la Sma. Virgen. “Todo tuyo” le decía cada vez que daba un nuevo paso en su vida; siempre, cada día.

En este domingo, fiesta de la Misericordia de Dios, cuando nuestros cuasimodistas acompañan al Señor de la misericordia para que sea acogido por los enfermos, al término de su cabalgata hacia la gloria, así lo esperamos, el cielo espera y acoge con inmensa alegría a nuestro Papa Juan Pablo II.

Y nosotros, desde esta plaza, que nos recuerda la historia de la República, y en la cual se cruzan los caminos de la patria, lo despedimos con inmensa gratitud. Nuestro corazón nos dice emocionado que ha partido, pero que no podremos olvidarlo. Ha escrito páginas decisivas de nuestra historia, porque su amor fue más fuerte. Páginas, que queremos seguir escribiendo con él y con su Señor y nuestro Señor, porque también en nuestra vida, en camino al Bicentenario, el amor quiere ser más fuerte.

Amén.

† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
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