Homilía del Cardenal Francisco Javier Errázuriz en la solemne Misa de Domingo de Resurrección 2005 celebrada en la Catedral Metropolitana
Con el Domingo de Ramos celebramos el inicio de la Semana Santa. Recordábamos el ingreso de Jesucristo a Jerusalén. Con humildad y mansedumbre, montado sobre un asna, llegó a la Ciudad de la Paz, rodeado de sus discípulos y de una multitud de personas que lo vitoreaban, exclamando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”.
Pocos días después, el Jueves Santo, acompañamos al Señor hasta el Cenáculo, acogimos sus palabras, sus grandes obras y su ejemplo de servicio en la Última Cena; nos conmovió su oración en el Huerto de los Olivos; se rebeló nuestro corazón por la traición de Judas; y revivimos con dolor la captura y la inmensa soledad de Jesús. Amaneció el Viernes Santo, y en espíritu lo acompañamos por los caminos, en extremo dolorosos, de su juicio y de su pasión, hasta llegar en el Calvario a su crucifixión y muerte, tan cruel como injusta, por nuestros pecados. Lo acompañamos, conscientes de ser causantes, también nosotros, de tanto mal.
Mientras estábamos sumidos en este sufrimiento, llegó la buena noticia. E irrumpió nuestra alabanza a Dios con el resplandor de la noche santa que ha sido iluminada por la luz de Cristo. Anoche, en la Vigilia pascual, participamos del himno de alabanza que canta la Iglesia en el mundo entero. Unimos nuestras voces a las suyas: ¡Exulten los coros de los ángeles por la victoria de Rey tan poderoso! ¡Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, libre de las tinieblas que cubrían el orbe entero! ¡Ésta es la noche santa que ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, doblega a los poderosos y trae la concordia. En esta noche de gracia, los que confiesan su fe en Cristo son restituidos a la gracia y agregados a los santos. Así resonaba anoche nuestro canto, porque ¡ha resucitado el Señor, nuestra Vida y nuestra Esperanza!
Y por eso aun hoy recordamos conmovidos las primeras horas después de la resurrección, cuyo relato escuchamos en el Evangelio, cuando María Magdalena descubre al amanecer que el sepulcro está vacío, y los apóstoles Pedro y Juan corren a ver y creer lo que el Señor les había anunciado. En su espíritu estaba despuntando la aurora del gozo de su paso de la muerte a la vida, y de nuestro paso de la esclavitud del pecado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Con ellos celebramos su Pascua, y su ingreso a la Ciudad de la Paz más plena, a la Casa y la Gloria de su Padre, que es la casa abierta a todos nosotros, a toda la humanidad. Celebramos con Él también nuestra propia pascua, nuestro ingreso a la nueva alianza de paz con el Padre y entre nosotros, realmente hermanos. Celebramosasimismo nuestro bautismo, que fue resurrección de la muerte a la vida, que nos hizo hijos del Padre en Cristo, y ciudadanos del cielo.
Pero a pesar de tanta alegría todavía no logramos olvidar esa terrible contradicción que penetró el ánimo de tantos peregrinos en Jerusalén. Siete días antes, la ciudad se había conmovido, por las aclamaciones a Jesús como enviado del Señor. Pero se estremeció nuevamente, pocos días más tarde, con los gritos de quienes le exigían a Poncio Pilato, representante de la justicia y el poder, que lo sacara de en medio, que lo crucificara.
¡Impresionante dilema, también para nosotros! Aclamarlo o rechazarlo; guardarle inmensa gratitud u optar por el olvido y la exclusión; renunciar a las seducciones del príncipe de las tinieblas, como lo hicimos en la Vigilia pascual, para seguir al Maestro, o ser víctimas de su odio y sus mentiras; escuchar las palabras sabias de Cristo, sobrecogidos por su amor, y ponerlo como fundamento de nuestra existencia, o como en el Calvario arrojarlo a él, la piedra angular, lejos de la trama de la existencia, del trabajo, y de toda construcción espiritual y material; en una palabra, fuera de la vida, de la familia y de nuestras costumbres. Es una opción radical; es el dilema de todos nosotros, que vivimos optando, día a día, en las cosas grandes y en las pequeñas, entre los caminos que conducen a la vida verdadera y los que terminan en la verdadera muerte.
¡Asombroso el amor de Dios! Fue tan grande su misericordia, y con ella su voluntad de conducirnos a la vida y a la felicidad, que no se bloqueó ante los rechazos, los temores y las ingratitudes. No se detuvo en el camino del amor hasta el extremo. Después del horrible tormento, el mismo día de su resurrección, Jesús buscó a sus discípulos, entró al Cenáculo, mientras las puertas estaban cerradas por el miedo, les transmitió su paz y los envió, como dice San Pedro en la primera lectura, “a predicar al pueblo”, porque los que creen en él, reciben el perdón de los pecados. Y ahora sigue buscándonos y entrando como en aquel entonces en nuestros recintos cerrados para enviarnos y desearnos la paz, la que brota de su cercanía al Padre, y la que vibra en su relación con nosotros.
Los apóstoles, recién cuando recibieron el Espíritu de Cristo, no volvieron a dejarlo solo, ni se apartaron de él, ni lo negaron. Por el contrario, fueron portadores de su vida y de su luz. Entonces supieron hacer suya esa verdad elemental del cristianismo, la de abrazar también ellos, con los sentimientos de Cristo, su propia cruz, para vivir como discípulos suyos. Pero en el campo del dolor, la Resurrección de Cristo sembraba en su espíritu una gran esperanza. La última palabra no la tiene la muerte, sino la vida. Tomando nuestra cruz con los sentimientos de Cristo, encontramos paz en el corazón de Dios. Ofreciendo la cruz con amor a Dios y a los hermanos -también la cruz que implica levantar una sociedad más de acuerdo a la dignidad de todos- ella transfigura el dolor, acrecienta nuestra sed de salvación, nos hace más justos, comprensivos y misericordiosos, hace arder nuestro corazón por las cosas de Dios y de los hombres. Es más, nos conduce a la vida y a la resurrección.
Es el mensaje de este día de Resurrección. Es la fuerza y la esperanza que impulsaron hacia la santidad a Teresita de los Andes, a Laurita Vicuña y al beato Alberto Hurtado. Fue la Resurrección de Cristo la fuerza que animó al P. Hurtado a decirle a Dios, su Padre: “Contento, Señor, contento”. Optaron por la vida nueva en el Señor y, como nos dice la carta de San Pablo a los Colosenses que hemos escuchado, buscaron los bienes de arriba, para vivir en gloria, junto a Cristo, que es nuestra vida. Esta gracia animó y movió a tantos santos extraordinarios a contemplar a Dios, a cultivar la amistad con él, a acoger su Palabra, a inspirarse en la santidad y la misión de María, y a sembrar así el bien a manos llenas en el mundo. Es esta solidaridad con la pasión y la resurrección de Cristo la que alienta al Santo Padre en su enfermedad, en su dolor y su entrega.
También en la vida de los santos ocurrieron, por así decirlo, milagros de resurrección. Antes de que penetrara con fuerza la luz de Cristo en sus vidas, muchos de ellos eran conocidos por sus debilidades y sus errores. Pero el Señor resucitado los invitó a resucitar, a gustar la sabiduría y el amor gratuito de Dios, y a agradecérselo con gran generosidad y fidelidad, también mediante obras evangelizadoras impresionantes, preocupándose siempre por los más abandonados. También nosotros, sea cual sea el sepulcro en que estemos, o la lápida de piedra que nos impida ver la luz, podemos cifrar nuestra confianza en la gracia de la resurrección. Estamos llamados a la santidad, de modo que fructifiquen los gérmenes de vida que provienen del Señor Resucitado; y colaboremos con Él en la superación de las tristezas, las injusticias, el desamor, las inseguridades, la pobreza, el desaliento y la falta de fe, que agobian a tantas personas cercanas o lejanas a nosotros.
En esta fiesta de la Resurrección, muchos jóvenes en todo el país dan inicio, con este espíritu, a una gran misión juvenil. Lo hacen con la alegría de haber experimentado la verdad y la fuerza vivificante del encuentro con Jesucristo y de los caminos del Evangelio, y después de haber compartido la fe y muchas acciones misioneras y solidarias en innumerables comunidades cristianas a lo largo de Chile. Quienes se acercaron al Señor, y descubrieron en él el torrente de agua viva que ahora da alegría, generosidad y fecundidad a su vida, quieren ir al encuentro de otros jóvenes, para hacerles fácil un profundo encuentro con Cristo, que los vivifique y los llene de fuerzas y esperanza por obra del Espíritu Santo. Acompañémoslos con nuestra oración, para que sean verdaderos mensajeros de la vida y de la paz.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor, en esta celebración colmada de gozo y esperanza, abramos todas las puertas cerradas por el temor y el sufrimiento para que Cristo entre en nuestro propio interior, en nuestras familias, en nuestros lugares de estudio y de trabajo, en nuestros proyectos y en nuestra cultura. Pidámosle que asemeje nuestro amor al amor contento y sin límites del P. Alberto Hurtado, y digámosle con mucha gratitud en este año de la Eucaristía: “quédate, Señor, con nosotros”: quédate como el pan de nuestros días, como la esperanza de nuestros corazones, como el inspirador de nuestros proyectos, como la luz de nuestros pasos, como el aliento en nuestras horas de dolor, como el evangelizador de nuestro pueblo, quédate como la paz de nuestra vida. ¡Señor resucitado, quédate con nosotros!
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Domingo de Resurrección 2005