Cada año, en las catedrales y templos de Chile autoridades y ciudadanos nos reunimos en esta fecha para alabar, confesar y venerar a Dios, uniéndonos al coro de los ángeles y santos que, en el cielo, proclaman al Dios único, creador de cuanto existe: “llenos están los cielos y la tierra de la majestad de tu gloria”. Nuestra acción de gracias va dirigida, junto con el Padre y el Espíritu Paráclito, a Cristo, el rey de la Gloria, Hijo eterno del Padre, que, en cumplimiento de su voluntad, no rehusó encarnarse en el seno de una mujer para abrirnos la entrada a la vida venciendo a la muerte con su misma muerte.
La gratitud impregna toda auténtica vida cristiana. Ella brota de haber descubierto con gozo que estamos sostenidos por el amor infinito de un Padre que nos invita a confiar en El y a asumir sin complejos ni temores la tarea que, como imagen y semejanza suya, nos corresponde en este mundo.
Nuestra tarea es Chile; y hoy, haciendo memoria de su fundación como país independiente y libre, tomamos renovada conciencia de ella. Pensando en la celebración del Bicentenario de la Independencia, que se aproxima, los Obispos de Chile hemos ofrecido a los fieles católicos un “documento de trabajo” destinado a estimular la reflexión y ayudar a sopesar las propias responsabilidades en la tarea constante de construir nuestra sociedad. Ofrecemos también este documento a todas aquellas personas – creyentes y no creyentes - que se sientan estimuladas a participar en la reflexión de la Iglesia en este momento de nuestra historia patria.
Para un pueblo, es vital conservar la memoria de los acontecimientos fundacionales y referirse a ellos a lo largo de su historia. Los pueblos judío y cristiano se sostienen en la memoria de sus hechos fundantes: La liberación de la servidumbre al estado faraónico, para los israelitas; la liberación del pecado y de la muerte por el sacrificio y la resurrección de Cristo con la irrupción del Espíritu Santo, para los cristianos. En estos acontecimientos buscamos los cristianos la orientación que da sentido a todo proyecto, decisión y acto humano, tanto individual como social. Chile tiene sus momentos fundacionales que son de inspiración claramente cristiana. En ellos debemos buscar constantemente el espíritu que puede asegurarnos la fidelidad a este proyecto humano que es una vocación y una tarea en medio de los pueblos y naciones de este mundo; vocación y tarea que, para el cristiano, vienen de Dios, y para cuyo cumplimiento hemos recibido condiciones naturales y cualidades espirituales que nos son propias y debemos cultivar.
Sólo la sabiduría divina es capaz de abarcar un plan tan inmenso y complejo, que abarca todos los pueblos, razas y culturas, y se despliega a lo largo de siglos y milenios, y en el que la inteligencia humana enfrenta cuestiones que entrañan auténticos misterios. ¡Si ya el mismo hombre es un misterio para sí mismo! (cf.G.sp 3.4.10). Sin embargo, el hombre necesita saber quién es él, para poder concebir proyectos y comprometerse con tareas de los que depende su propia realización.
Es verdad que en nuestro mundo de antigua cultura cristiana, la que llamamos cultura occidental, parece ir perdiéndose el impulso de volverse a la consideración de los valores fundacionales. En sus días, el Cardenal Silva Henríquez sintió necesario llamar a buscar el “alma de nuestro pueblo”. Hoy, en Europa, se lanzan proyectos de vastos horizontes renunciando explícitamente a establecer como principios y verdades orientadores aquellos que hicieron posible (le dieron alma) a esa estupenda realización social, política y cultural que es la misma Europa cristiana. Por eso, hoy, como en los años del Cardenal Silva Henríquez, la Iglesia invita a todos los chilenos a pensar en los grandes desafíos que se abren ante nosotros, buscando el terreno firme de los principios y valores que dieron forma a esta realidad histórica que con razón celebramos y agradecemos a Dios, principio y fin de cuanto existe, inspirador y sostenedor de toda obra en la que los hombres se esfuerzan por construir sobre la verdad poniendo, como medida de sus proyectos, la “dignidad incuestionable de la persona humana, de toda persona humana” (Camino al Bicentenario, n.19).
Sólo está destinado a perdurar lo que se construye sobre la verdad. En la Sagrada Escritura, “verdadero” es lo firme, aquello sobre lo que se puede construir algo duradero, porque está de acuerdo con la realidad, lo que es. Y parte esencial de la verdad sobre la cual puede construirse una sociedad realmente humana es la verdad acerca del hombre: que él es el centro de toda la realidad creada y el destinatario de todos los bienes que contiene este mundo, y cuyo bien debe ser el objetivo de todo proyecto humano. Los proyectos y realizaciones humanas son buenas o malas según contribuyan o no al bien del hombre. A su verdadero bien. De todo hombre sin exclusión alguna.
De ahí la importancia de una recta antropología, para poder discernir el bien del mal.
Hemos visto en el siglo recién pasado los desastres que pueden producir proyectos ideológicos que descartan la necesidad de descubrir (para eso es la inteligencia) y someterse a la verdad acerca del hombre, porque abrigaban la soberbia confianza de poder “crear al hombre”, al hombre “nuevo”. Un hombre más allá de su definición “tradicional” y no sujeto a sus exigencias morales; un hombre que alcanzaría así la verdadera libertad y su felicidad plena y definitiva.
Para esas ideologías, el principio primero no venía del hombre real, existente, sino que radicaba en un sistema ideológico que prometía el advenimiento de un hombre racialmente depurado (nazismo), o que resultaría de la eliminación de la propiedad privada, y de una supuesta consiguiente humanización del trabajo (marxismo). El resultado fueron millones de seres humanos reales sacrificados.
Hoy la ideología es la de la ciencia y la tecnología. También envuelve el peligro de confiar en ellas para la producción de un hombre nuevo que gozaría de nuevas condiciones de vida, libre de la enfermedad e incluso de la muerte, al menos en la forma dolorosa que la conocemos. Ya vamos viendo que también ese proyecto ideal conduce a hecatombes humanas que afectan, como siempre, a los “no deseados”.
Las ideologías no necesitan ser justificadas moralmente. Se justifican por sí mismas. En la ideología de la ciencia el principio que justifica un proyecto es el de su posibilidad científica y tecnológica. Todo lo que es posible realizar por esos métodos es ético. Los efectos penosos que puedan tener sobre algunos individuos, pocos o muchos, no invalidan su licitud; la cual descansa en la ideología, instancia considerada válida por sí misma.
Es una forma de idolatría.
Este problema que es antiguo, que acompaña al hombre desde sus orígenes ( suplantar a Dios), está fielmente retratado en el episodio de Jesús ante Pilato.
Pilato es el agente de la ideología del Estado absoluto que se siente llamado a realizar el ideal nunca ahogado en el corazón humano, de un mundo unido e integrado en la paz (la pax romana) y el derecho (el ius romanum). Ideal sumamente atractivo, de proyecciones universales y definitivas. Ese proyecto romano era la “verdad” que había que construir. Lo que constituyera un obstáculo no era, por definición, verdadero. No tenía validez.
Jesús es acusado por los suyos de constituir una amenaza directa contra el proyecto romano: se proclama "rey”.
Pilato sabe que Jesús no constituye ningún peligro antiimperial. A la pregunta de rigor: ¿Eres tú el Rey de los judíos?”, Jesús contesta: “Yo soy rey. Yo he venido para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha mi voz”. Lo que Jesús dice es: yo no soy el “rey de los judíos”, el que ellos esperan para inaugurar un reino en competencia con el de los romanos. Yo he venido para ser rey de un reino que no es de este mundo y que se va construyendo con todo aquel que sea de la verdad.
Pilato responde, “¿Qué es la verdad?”. No reconoce otra verdad que la oficial del Imperio. El mundo no se construye sobre las verdades que discuten los filósofos sino sobre el poder. Y lo que está en juego, a sus ojos, es eso, y también su propio interés.
Pilato no es “de la verdad” y eso lleva a un cierto concepto de la justicia en el que el hombre concreto queda inerme.
Contra esta mentalidad se rebelaba ya el judaísmo, instruido en la sabiduría de la Ley del Dios del Sinaí; y de ella libró al mundo el cristianismo.
Este es el aporte que la Iglesia debe hacer al mundo. No es suyo. Le viene de Jesús y de su Evangelio, y contiene “certezas y valores” irrenunciables por fidelidad a Jesucristo y por fidelidad al hombre.
El documento episcopal mencionado, estima oportuno recordar hoy día cuáles son esas “certezas y valores”.
En primer lugar, que toda construcción humana debe estar fundada en Dios. El hombre no es ni puede ser medida de sí mismo, ni de todo y de cualquier cosa. Pretenderlo, conduce inevitablemente a las luchas de poder en las que éste justifica los medios a partir de sus fines; o , más bien de sus intereses. Los ejemplos recorren toda la historia.
Sólo por su especial raigambre en Dios, que ha hecho al hombre a “imagen y semejanza suya”, es posible reconocerle a cada individuo una dignidad incuestionable, inviolable, por encima de cualquier otro interés o proyecto humano, por promisorio y deslumbrante que parezca. Dios ha puesto en el hombre su sello, le pertenece y le ha asegurado con juramento su protección y – en el lenguaje bíblico – le ha advertido de la “venganza”, e.d., las consecuencias nefastas que acarreará a la humanidad cualquier atropello a la vida y a la dignidad humanas.
Es por eso que la vida humana tiene un valor sagrado, siempre, en cualquiera condición, desde que empieza a ser vida humana hasta su muerte natural.
Sobre este fundamento, Cristo llama a poner especial atención a los más débiles, los pequeños, enfermos, pobres. Este es el fundamento de la entera doctrina social de la Iglesia. Sin él, esta inspiradora doctrina pierde su fundamento y se desvirtúa. El principio de la prioridad del pobre es tan original y convincente que se ha hecho parte de la conciencia de nuestra cultura, aunque no siempre seamos coherentes con él, precisamente porque lo aislamos de su principio que es Dios, el cual haciéndose presente en este mundo como un pobre nos comprometió a buscarlo y servirlo en ellos.
La dignidad del hombre es también la razón más profunda de la defensa de la familia, en su justa concepción. Como hacía notar Chesterton, es en la familia verdadera donde el hombre resguarda la libertad que le corresponde en cada etapa de su vida. Destruida la familia, pronosticaba el autor inglés, el individuo queda a merced del Estado.
En fin, de la verdad que se nos ha revelado en Jesucristo, resultan esos valores más propiamente humanos, que están por encima del simple progreso material, y a cuyo servicio éste debe estar: la libertad y el respeto de la conciencia, valores que, por lo demás, no son supremos y autónomos, sino que, siendo expresión de humanidad, deben estar orientados por la verdad acerca del hombre. De lo contrario se cae en el relativismo propio de un subjetivismo que pretende prescindir o adueñarse de la verdad moral.
El alma de Chile le debe mucho al Beato Alberto Hurtado. Su próxima canonización junto con llenarnos de alegría debe motivarnos a profundizar y asumir todo el legado de su pensamiento. Si en su tiempo produjo una impresión tan profunda fue por la fuerza y coherencia evangélica de su predicación y de su acción sacerdotal. Concluyamos con unas palabras suyas dirigidas a la juventud chilena en 1944, que resumen muy bien, el sentido en que la Iglesia entiende y aspira a ser entendida también, en su interés y participación en la construcción de este mundo. Dice: “Todo cuanto encierran de justo los programas más avanzados, el cristianismo lo reclama como suyo, por más audaz que parezca; y si rechaza ciertos programas de reivindicaciones no es porque ofrezcan demasiado, sino porque en realidad han de dar demasiado poco a nuestros hermanos, porque ignoran la verdadera naturaleza humana, y porque sacrifican lo que el hombre necesita más aun que los bienes materiales, los del espíritu, sin los cuales no puede ser feliz quien ha sido creado para el infinito.
El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones... Ellos hablaran de Jesús en todas partes y contagiarán a otras almas en el fuego del amor”.
+ ANTONIO MORENO CASAMITJANA
Arzobispo de la Ssma. Concepción
CONCEPCION, 18 de Septiembre de 2004.