Presbyterium de la Iglesia de San Marcos de Arica

Presbyterium de la Iglesia de San Marcos de Arica

Congregó una gran cantidad de movimientos católicos, bailes religiosos y laicos de capillas y parroquias de la ciudad, quienes acompañaron a sus Presbíteros en su renovación de votos ante Dios.

Jueves 28 de Marzo de 2013
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Homilía del Obispo de Arica, Mons. Héctor Vargas B.

Misa Crismal

Nos congregamos hoy en torno a este altar como Pueblo de Dios, y como comunidad sacerdotal: el presbyterium de la Iglesia de San Marcos de Arica. Lo hacemos en comunión con todos los presbiterios del mundo, que en esta misma eucaristía e idéntico rito, se congregan junto a sus obispos para la renovación de sus promesas sacerdotales. Ya que, por la gracia de Dios, somos sacerdotes de Cristo con todo nuestro ser.

Nos hemos reunido esta noche santa para preparar también la Pascua, celebrando juntos la liturgia de la bendición del crisma, del óleo de los catecúmenos y del óleo de los enfermos. Estamos juntos aquí queridos hermanos sacerdotes, en cuanto humildes adoradores e indignos administradores del misterio pascual de Jesucristo, y por ende, servidores de la incesante Pascua de la Iglesia, elegidos por la gracia de Dios.

Estamos presentes para renovar el vínculo vivificante de nuestro sacerdocio con el único Sacerdote, con el Sacerdote eterno, con Aquel "que nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, su Padre" (Ap 1, 6). Estamos presentes, para prepararnos a descender juntos con El al "abismo de la pasión", y para renovar los compromisos de nuestra fidelidad presbiteral. Porque, como dice el Apóstol Pablo, " lo que se busca en los dispensadores de la gracia de Dios, es que sean fieles" (1 Cor 4, 2).

Hemos sido ungidos, igual que todos nuestros hermanos y hermanas, con la gracia del bautismo y de la confirmación. Pero, además de esto, también han sido ungidas nuestras manos, con las cuales debemos renovar su propio Sacrificio sobre tantos altares. ¡Qué inestimable es para nosotros este día! Qué especial es la fiesta de hoy: el día en el que hemos nacido todos y ha nacido cada uno de nosotros, como sacerdote ministerial por obra del gran Ungido del Padre. "Vosotros os llamaréis sacerdotes del Señor, dirán de vosotros: ministros de nuestro Dios" (Is 61, 6).

Este es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo.

Pero no debemos olvidar nunca que sólo Jesucristo puede decir: "Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos débiles y pecadores, en virtud del Sacramento recibido y por un querer suyo, podemos ejercer su sacerdocio. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento de la Eucaristía nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en este día santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo sus sacerdotes, partícipes de este misterio.

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? El Señor nos impuso las manos sobre nosotros, y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos que transmitan su gracia divina, poniéndose al servicio de su amor.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: "Sígueme".

Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).

Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: "No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: "Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30). Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferra de la mano y nos sostiene. Volvamos entonces a fijar siempre nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.

La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas decía el Papa Juan Pablo II, es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: "Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar a los demás desde su persona presente en nosotros. Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.

Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Ya no os llamo siervos, sino amigos dice Jesús. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a la oración y a la contemplación, es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.

La amistad con Jesús sin embargo, no es algo exclusivamente personal, sino que siempre es, por antonomasia, amistad con todos los que son suyos. O sea, sólo podemos ser amigos de Jesús en la medida en que estemos en comunión con el Cristo entero, es decir con su cuerpo la Iglesia animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual, y en donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; Son las siguientes: "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús".

Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.

Fuente: Comunicaciones Arica
ARICA, 28-03-2013