V Conferencia


5 años después



Aparecida, un torrente de vida y de gracias

Cardenal Francisco Javier Errázuriz O.

 

La quinta Conferencia General del episcopado latinoamericano, la Conferencia de Aparecida, tuvo lugar hace tan sólo 5 años. Concluyó con esa memorable eucaristía en el santuario, en que recordamos con gratitud a la discípula misionera que peregrinó a la casa de Isabel, llevando en su seno a Jesús, Vida y Alegría de nuestros pueblos. Concluyó la asamblea, pero el torrente vivificante de vida y de gracias que brotó sigue fluyendo y fecundando a nuestra iglesia.

¿Se celebraría una nueva Conferencia General para nuestros países, o la última sería la de Santo Domingo, con sus conocidas dificultades, cediéndole el paso a futuras Asambleas Especiales del Sínodo de los Obispos para todos los países de América y el Caribe? No había unanimidad al respecto. Fue Juan Pablo II quien valoró nuestras Conferencias generales, en las que la iniciativa nace de las conferencias episcopales, el tema es propuesto por ellas al Papa, y la preparación queda en sus manos a través del CELAM. Nos pidió que mantuviéramos esa modalidad de encuentro pastoral que nació entre nosotros y nos es propia.

El Papa Benedicto XVI, por su parte, ante la presión de quienes querían que la Asamblea fuera celebrada en Roma, resolvió que tendría lugar “junto al santuario mariano de Nuestra Señora Aparecida en Brasil”. Todo el documento conclusivo recoge el espíritu mariano y la esperanza viva de los innumerables peregrinos que acudían a su santuario nacional con nosotros.

Cuando invitamos a preparar la Conferencia General, al primer escrito no lo quisimos llamar documento de consulta, sino de participación. Así lo entendieron las comunidades en todos nuestros países. Pusieron sus manos y su corazón a la obra, y enviaron incontables proposiciones; también las comunidades de hispanos en 40 diócesis de los Estados Unidos Muchas tuvieron la alegría de encontrarlas en el documento de síntesis y en las conclusiones.

En el tiempo de preparación y en los trabajos junto al santuario, la experiencia más honda fue el espíritu de comunión y participación que animó a los miembros e invitados de la asamblea. Concurrimos con la intención de acoger toda la riqueza y las experiencias que el Espíritu les había regalado a los pastores y a las comunidades vivas a lo largo del Continente en los años anteriores, y cuanto nos entregaría en el aula y en las comisiones. No percibimos luchas por posturas antagónicos, pero sí la voluntad de sumar; también las aportaciones de quienes querían hacer contribuciones, sin estar invitados a la asamblea. Nos animaba mucho respeto mutuo y un gran amor a la Iglesia y a nuestros pueblos, especialmente a los marginados al borde del camino, a los que más necesitan “vida en abundancia”.

La experiencia de comunión -que a diario ya se manifestaba en los sencillos alojamientos, casas de Betania y de Nazareth para todos-, no abarcaba solamente a los participantes, a los cuales se sumaban quienes seguían los trabajos por internet. Era comunión entre ellos, y comunión viva y vivificante con Dios. Una comunión que brotaba en cada Eucaristía, con el apoyo del coro y los peregrinos del santuario, que era alimentada con el Pan bajado del cielo, y por las homilías que escuchábamos con corazón de discípulos en las misas y en las vísperas. Esa común-unión con Cristo recorría las reflexiones y los trabajos de todas las horas, para desembocar en las conclusiones finales.

Constatemos esos frutos de Aparecida que distingue esta Conferencia General de las anteriores, y que actúan como semillas de gran vitalidad entre nosotros. Comencemos con su manera de caracterizar la identidad del cristiano. Hay maneras de definirlo que han cedido su lugar, privilegiando otras. En toda América Latina nos emociona saber y experimentar que un cristiano es un “discípulo misionero de Jesucristo”, que comparte la misión suya, trabajando para que nuestros pueblos tengan vida en abundancia. Nos conmueve ver en las iglesias y en tantos otros lugares el “Tríptico de Aparecida”, verdadero catecismo para discípulos misioneros, en cuyo centro Cristo nos envía a hacer discípulos a todos los pueblos.

Imborrable es la valoración que hizo Aparecida de las palabras de Cristo a orillas del Jordán, cuando trató a los suyos de buscadores y los invitó a permanecer con él para ser sus testigos y enviarlos a evangelizar. Seguimos aprendiendo del llamado de los primeros discípulos (ver Jn 1, 37-42). Y hasta hoy nos sorprende esa frase tan sabia como incisiva del documento: “Esta narración –el llamado de los primeros discípulos- permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano.”

Otra huella imperecedera de Aparecida, por desarrollar la orientación pastoral que nos dio el Sínodo para América, nos conduce a diario al encuentro con Jesucristo vivo en los lugares de encuentro con él. Concurríamos a algunos de ellos. Queremos recurrir con más frecuencia, sobre todo los domingos, al “lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo, a la Eucaristía, sacramento en que Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo.” Y gracias a la acción del Espíritu Santo, hemos incorporado en nuestra vida, como nunca antes en los últimos siglos, la “Lectio Divina”. Nos impulsa hacia un conocimiento y una experiencia más profunda de la Palabra de Dios, en los días de del ministerio público de Cristo y también ahora; nos revela de manera viva la persona de Jesús que hoy nos habla, su sabiduría y su amor a nosotros; pero también nos pide y exige que los sentimientos de Jesús nos hagan servidores de nuestros hermanos. Nos sobrecoge que Dios haya amado tanto al mundo que nos envió a su Hijo, como nuestro hermano y mediador de la nueva Alianza. La lectura orante de la Palabra de Dios nos ayuda a vivir nuestra fe con gran plenitud, apartándonos de todo activismo. Gracias a ella, queremos ser un pueblo de hermanos de Jesús, un pueblo fraterno que transforma la historia y es, a la vez, orante y contemplativo.

Estábamos acostumbrados a hablar de nosotros como misioneros, porque “anunciamos” el kerigma, porque “proclamamos” la Palabra de Dios. ¿Cómo negar la necesidad del anuncio? Pero de repente aparece algo que lo enriquece, porque nos llega el eco de los primeros tiempos.  Recordamos la conversación de Andrés con su hermano Pedro, después de haber pasado esa tarde memorable con Jesús, la primera de su vida con él. Y emerge una verdad que llena el anuncio de vida convincente y de sentimientos del corazón. Estamos llamados a “comunicar por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo”. Se trata no sólo de anunciar, sino también de compartir esa experiencia gozosa con los hermanos que buscan, acogiendo la manera de evangelizar de los primeros discípulos y apóstoles. Compartían su propia experiencia de Jesús, de sus enseñanzas y de sus signos, de su testimonio de Hijo del Padre y Buen Samaritano. Así anunciaban “por desborde de gratitud y alegría”.

Así pasó al primer plano en el compromiso pastoral la categoría “encuentro” personal y comunitario. Sin lugar a dudas hay que organizar el servicio pastoral; también hay que priorizar tareas. Pero todo esto no puede postergar lo primero: el encuentro inherente a la comunión, a la gratuidad y al servicio. Aparecida reafirmó, de manera convincente, esta raíz pastoral. Resultó  innegable la importancia del encuentro con Jesucristo vivo, que marcó todas nuestras reflexiones y las orientaciones pastorales. Como consecuencia, quienes están llamados a reflejar a Cristo, el Buen Pastor, tienen la misión de salir al encuentro como él, y de hacer que cada uno de sus encuentros haga revivir el acontecimiento decisivo: que sea realmente un encuentro con Jesús.

A lo largo de las orientaciones de Aparecida llama la atención la centralidad de la vida. Ya lo decía el enunciado del lema, recogiendo las palabras de Cristo sobre la misión del Buen Pastor, que vino para que los suyos tengan vida, y la tengan en abundancia. Por eso, los pastores se refirieron una y otra vez al Reino de la Vida, y a la misión de los discípulos al servicio de la vida plena para todos, lejos de lacerantes discriminaciones, y de todo reduccionismo acerca de la vocación humana. Señalaron la urgencia del compromiso coherente con los derechos humanos, y mostraron que la vocación y la dignidad humana va más allá. Nos llenan de esperanza, porque tienden a la vida nueva en Cristo, que “toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana en su dimensión personal, familiar, cultural y social”, porque “la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza”.  

Aparecida no olvidó las aportaciones de las Conferencias Generales de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Las asumió, profundizó y actualizó. Con el dolor de escuchar el clamor de los rostros sufrientes, insistió en la Opción Preferencial por los Pobres, como uno de los rasgos cristológicos, “que marca la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña”. Valoró las Comunidades Eclesiales de Base, en las cuales muchos cristianos han recogido y testimoniado la experiencia de las primeras comunidades. Relanzó la evangelización de las culturas de nuestros pueblos, unida a la relevancia de la educación para formar discípulos, y para  superar las escandalosas desigualdades. Apreció con Benedicto XVI, dedicándole notables páginas, la religiosidad popular, etc. Una afirmación medular recoge asimismo los progresos recientes de la pastoral familiar: “la preocupación por la familia debe asumirse como uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora de la Iglesia”.

Merece un lugar importante entre los avances pastorales el lugar que recibió la Sma. Virgen, modelo y formadora de discípulos misioneros. El mismo Papa nos sorprendió cuando dijo: “El Papa vino a Aparecida con viva alegría para decirles en primer lugar: permanezcan en la escuela de María”. Los obispos no  quisieron dedicarle a la Virgen tan sólo un capítulo en el documento conclusivo, sino impregnar el documento entero de nuestra relación con ella. En la pastoral se había hecho imprescindible el cultivo del amor a ella de nuestros pueblos, don de Dios a la Iglesia y punto de partida de una pastoral orgánica. Ella fue, desde el acontecimiento de Guadalupe, y sigue siendo, puerta de entrada a la adhesión plena y vital a Cristo. Un congreso convocado durante la preparación a la Vª Conferencia ya había centrado sus reflexiones en la pastoral mariana.

Desde la perspectiva de la misión, uno de los mayores impactos de Aparecida, que condujo a la Misión Continental, fue su voluntad de remecer a los cristianos en nuestros países para que despierten de su letargo y respondan a su vocación misionera. También a nosotros, y no sólo a los Doce, nos pide que estemos con él para enviarnos a los confines de la tierra. Para ello Aparecida, acogiendo las palabras de Benedicto XVI, nos urgió a tomar conciencia de que el discipulado y la misión son las dos caras de una misma medalla. Lentamente cayó la “y” del lema de la Conferencia, y comenzamos a hablar de “discípulos misioneros”, y tomamos conciencia de que no podríamos realizar nuestro encargo misionero si no recorríamos los caminos de la Virgen María, los que ella abrió como discípula misionera de Jesucristo, y si no imploráramos con ella la irrupción del Espíritu Santo en un nuevo Pentecostés que lograra colmarnos de valor y de audacia apostólica.

Como consecuencia de ello, nos propuso que el despertar misionero encontrase su primer cauce en la Misión Continental, que busca poner a la Iglesia “en estado permanente de misión”, de modo que “abrace a todos con el amor de Dios, especialmente a los pobres y a los que sufren.” Por eso, una de sus dimensiones imprescindibles es “la solidaridad con los necesitados y su promoción humana integral”. No olvidemos tampoco otra consecuencia clarividente de Aparecida, sin la cual buena parte del programa de la V Conferencia sería letra muerta. La firme decisión misionera de la Iglesia “debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquiera de sus instituciones” Agrega: “Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera.” Para ello, convocó a una verdadera conversión pastoral, inseparablemente unida a la conversión personal de pastores y de fieles.

Han transcurrido cinco años. Las orientaciones pastorales de Aparecida, dondequiera que fueron acogidas como inspiración del Espíritu Santo, están dando sus primeros frutos. Estamos al comienzo de un largo proceso, que requiere un trabajo convencido durante decenios, superando inercias y dificultades. Aparecida nos ha propuesto que vayamos a orillas del Jordán, nos planteemos con profundidad el sentido de nuestras búsquedas, y le manifestemos a Jesús que anhelamos  su cercanía y estamos dispuestos a aceptar su invitación: “Vengan y lo verán”, conscientes de acercarnos así a la vida que supera todo egoísmo, toda carencia de sentido y toda muerte.

Escuchamos su voz en este mundo, en el cual se palpa la sed de Dios, mientras distintas culturas se alejan de su raíz cristiana. Constatamos con dolor que incontables jóvenes, entre los cuales un número creciente no ha recibido el bautismo, no obstante su generosidad, han caído en la droga y el alcoholismo, y no conocen a Cristo. Su sed de plenitud en medio de muchas confusiones y vacilaciones de la cultura, los lleva a protestar en una sociedad que encandila con ofertas de bienestar y felicidad, pero que no elimina sus irritantes brechas, ni encamina hacia los bienes que realmente producen bienestar espiritual y material.

En esta sociedad, empeñados en que nuestro pueblo tenga vida en Cristo, y en que todos seamos discípulos misioneros suyos, vivificados por ese torrente de agua viva que Dios nos regala, hemos tomado la decisión de no dedicar todos nuestros esfuerzos en soluciones parciales, si bien verdaderas. Sin desentendernos de los problemas de nuestra sociedad, hemos resuelto ir a la raíz, a lo más fructífero de nuestra vocación cristiana. Hemos resuelto recomenzar desde Cristo, reconociendo que ‘no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva’”  (Benedicto XVI, Deus Caritas est, 1).