Rezo diario del mes

Acoger al extranjero

Jueves 01 de Diciembre del 2022



Nos ponemos en presencia de Dios, persignándonos.


¡Oh María!, durante el bello mes que te está consagrado, todo resuena con tu nombre y alabanza. Tu santuario resplandece con nuevo brillo, y nuestras manos te han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presides nuestras fiestas y escuchas nuestras oraciones y votos.

Para honrarte, hemos esparcido frescas flores a tus pies, y adornado tu frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no te das por satisfecha con estos homenajes. Hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Éstas son las que Tú esperas de tus hijos, porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden depositar a sus pies, es la de sus virtudes.

Sí, los lirios que Tú nos pides son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos, pues, durante el curso de este mes consagrado a tu gloria, ¡oh Virgen Santa!, en conservar nuestras almas puras y sin manchas, y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.

La rosa, cuyo brillo agrada a tus ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos, pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia, cuya Madre eres, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal.

En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que te es tan querida, y con tu auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y esperanzados.

¡Oh María!, haz producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y la mejor de las madres.

Amén.

Cuarta semana: Reencuentro

Tanto en el país como en la Iglesia, hemos sufrido heridas causadas por nuestros propios egoísmos, por nuestra indiferencia con quien sufre y por preferir una “paz de mala calidad” a aquella paz que surge de la justicia. En cambio, cuando construimos relaciones desde el diálogo y la justicia, es posible reencontrarnos con quienes habíamos tenido desencuentros. Es lo que sucede a María y a los apóstoles por el don del Espíritu: se habían dispersado por la muerte de Jesús y tenían miedo de la muchedumbre. Pero el Espíritu hace surgir en ellos el deseo de encontrarse con los demás, acogiendo la diversidad y gestando una unidad plural. María y los apóstoles entran en diálogo con los extranjeros: no les exigen adaptarse a ellos, sino que los escuchan y hablan el lenguaje del otro. Esta conversión pastoral y social –entablar conversación con los demás, saliendo de las categorías que nos son conocidas – es fundamental para el reencuentro que anhelamos.

Pentecostés (Hch 1, 14; 2, 1–12)

Los apóstoles perseveraban unidos en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y sus hermanos. Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo lugar.

De pronto toda la casa donde se encontraban se llenó con un ruido parecido a un viento impetuoso que venía del cielo y se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes idiomas, según como el Espíritu les permitía expresarse.

En Jerusalén habitaban judíos piadosos de todas las naciones del mundo. Cuando se produjo este ruido, se reunió una multitud y todos quedaron asombrados, porque cada uno les oía hablar en su propio idioma. Admirados y sorprendidos decían:

—«¿Acaso no son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que nosotros los oímos hablar en nuestro propio idioma? Partos, medos y elamitas, los que vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y la zona de Libia que limita con Cirene, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos decir en nuestros propios idiomas las grandezas de Dios».

Todos estaban admirados y perplejos, y se preguntaban unos a otros:

—«¿Qué significa esto?»

Quienes estaban en Jerusalén para Pentecostés eran personas de distintos pueblos y naciones. A todos ellos llegó el anuncio por parte de los discípulos, a cada uno en su propio idioma. Nosotros, siguiendo el ejemplo de esos discípulos de Jesús, también estamos llamados a acoger a nuestros hermanos y hermanas migrantes y acompañarlos en sus momentos de dificultad tal como nos lo dijo Jesús: fui forastero y me recibiste (Mt 25, 35).

“La Iglesia, como Madre, debe sentirse a sí misma como Iglesia sin fronteras, Iglesia familiar, atenta al fenómeno creciente de la movilidad humana en sus diversos sectores. Considera indispensable el desarrollo de una mentalidad y una espiritualidad al servicio pastoral de los hermanos en movilidad, estableciendo estructuras nacionales y diocesanas apropiadas, que faciliten el encuentro del extranjero con la Iglesia particular de acogida. […]

Entre las tareas […] está indudablemente la denuncia profética de los atropellos que sufren frecuentemente, como también el esfuerzo por incidir […] en los gobiernos de los países, para lograr una política migratoria que tenga en cuenta los derechos de las personas en movilidad. […] En los países azotados por la violencia, se requiere la acción pastoral para acompañar a las víctimas y brindarles acogida y capacitarlos para que puedan vivir de su trabajo. Asimismo, deberá ahondar su esfuerzo pastoral y teológico para promover una ciudadanía universal en la que no haya distinción de personas.”

CELAM, Documento de Aparecida 412 y 414.

  • ¿De qué manera contribuyo a acoger a los hermanos y hermanas migrantes que han llegado a mi ciudad y país?
  • Como Iglesia y sociedad, ¿cómo podemos ser una instancia de acogida y apoyo ante la realidad de los migrantes que se acercan a nuestras comunidades?


¡Oh María, Madre de Jesús, nuestro Salvador y nuestra buena Madre! Nosotros venimos a ofrecerte, con estos obsequios que colocamos a tus pies, nuestros corazones deseosos de serte agradable y a solicitar de tu bondad un nuevo ardor en tu santo servicio.

Dígnate presentarnos a tu Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud.

Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambien tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el tuyo.

Que convierta a los enemigos de su Iglesia y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanzas para el porvenir.


Amén.


Canto final sugerido: Madre de los cansados
(Los Perales; L.: Esteban Gumucio, ss.cc.)

Madre de los cansados,
reina de los pañales,
las escobas y los panes
y el trajín de la cocina.
Todos los pobres la miran,
señora de la pobreza.
Hoy le golpeamos la puerta
para pedir, por favor,
que la tenga siempre abierta
y aprender de su valor.

Señora de San José,
tejedora de chalecos
para ayudar a su sueldo;
madre de los brazos firmes
tan animosa y humilde
consejera de humillados,
tiene los pies cansados
de tanto buscar carbón,
va nuestro pueblo a su lado
buscando liberación.

Mujer llena de fe,
compañera de la ruta,
madrina de la ternura
que muestra Dios a sus hijos
educadora de Cristo,
socia de nuestras penas,
amiga dulce y discreta,
ya no se puede vivir
con esta negra miseria.
Ayúdeme a discurrir.

Y usted, Virgen María,
fue la mamá del Señor;
yo sé que lo acompañó
hasta el destierro de Egipto;
no lo dejó en el camino:
lo siguió por todas partes,
discípula y escuchante,
lo acompañó hasta la muerte,
con esperanza gigante,
Madre de toda la gente.

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