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Feminismos y machismos versus cristianismo[1]

Gwendolyn Araya G.[2]

 

El mes de marzo es un mes difícil, suele estar recargado con muchos acontecimientos porque para muchos comienza realmente el año. Entre las diversas actividades de este mes se encuentra la celebración del día internacional de la mujer, acontecimiento que en los últimos años se conmemora de modo más visible que antes. En torno a esa fecha, podemos preguntarnos ¿cuál ha sido el aporte de esta celebración? o mejor aún ¿cuál ha sido el beneficio que nos ha traído el movimiento emancipatorio femenino que gestó esta celebración?

Hay que reconocer que, al levantar la bandera de la emancipación de las mujeres como un derecho, el feminismo ha provocado un cambio en la conciencia colectiva. Los roles que antes eran atribuidos por razones culturales a un determinado sexo, hoy se cuestionan, revisan e intercambian. El feminismo reivindicativo del primer momento provocó una especie de shock que nos despertó socialmente para revisar las estructuras de desigualdad en nuestras organizaciones privadas y públicas. No se trata solamente de la toma de conciencia de que las mujeres son “la mitad de la humanidad”, sino que nos hemos dado cuenta de que la discriminación no es únicamente una cuestión de sexos, sino que afecta a todo el entramado de relaciones interpersonales y sociales. Tanto el feminismo y el machismo, así como el racismo, son formas extremas de desintegración que no han logrado resolver adecuadamente las tensiones propias de quien se encuentra ante lo diferente. Estas manifestaciones están expresando una relacionalidad herida. Sin embargo, no sólo estos extremos acusan un problema en el modo de vivir las relaciones humanas; toda forma de relacionarnos requiere de una continua  purificación personal para vivir el mandato del Señor: “ámense mutuamente como yo los he amado” (Jn 15, 12).  Esta exigencia cristiana tiene un eco en todo el documento de Aparecida que, invitándonos a un estado de misión permanente, supone también una continua conversión.

Muchos autores piensan que hoy nos encontramos frente al feminismo del segundo momento que, madurando la reflexión sobre la identidad humana, ya no reclama tanto la igualdad de la mujer respecto al varón como lo hizo en un principio, sino más bien el derecho a su diferencia.

Uniendo estas dos grandes líneas debemos decir que  igualdad y diferencia no son derechos exclusivos de las mujeres, sino que son dos elementos constitutivos de la especie humana. La igualdad de varones y mujeres está dada en virtud de la unidad de la naturaleza humana y las diferencias entre ambos saltan a la vista biológica y culturalmente. Incluso desde la psicología se han establecido interesantes distinciones entre los sexos, no sólo en el modo de pensar y actuar, sino también en el de sentir y expresar la espiritualidad.

 

Somos diferentes, una constatación

Por otra parte, los estudios psicológicos son cada vez más convincentes acerca de lo saludable que es la integración de la dimensión femenina y masculina tanto en el hombre como en la mujer. Esta integración exige ciertas condiciones en las etapas de desarrollo y crecimiento, y en líneas generales está asociada al rol de los padres y a las influencias del contexto socio-cultural. La mujer y el varón tienen cualidades propias y diferenciadas que son identificadas a veces con la dimensión femenina y masculina respectivamente. Las características diferenciadoras entre varones y mujeres contribuyen al desarrollo y enriquecimiento del vínculo consigo mismo/a, los demás y también con Dios.

Tanto a nivel personal como a nivel institucional (matrimonio, familia, empresas, colegios, iglesias, etc.), cuando se valoran adecuadamente las dimensiones femenina y masculina tratando de integrar ambas se logra un desarrollo armónico y sólido de la propia identidad. Al contrario, cuando no se valora con justicia alguna de estas dimensiones se produce una ruptura a nivel de identidad y la integración no resuelta provoca una reducción de la riqueza del potencial humano.

Como lo femenino se atribuye generalmente a la mujer y lo masculino al varón, al desvalorizar una de estas dimensiones se desvaloriza también el sexo al cual ésta se atribuye. De este modo, la afectividad relacionada con lo femenino y por ello con la mujer, fue considerada durante mucho tiempo como debilidad de carácter, pero hoy en día está siendo más valorada e integrada tanto en varones como en mujeres con positivas consecuencias en el ámbito de las relaciones humanas. Por eso más que un problema de poder, la marginación de uno de los sexos va en detrimento de la potenciación de lo verdaderamente humano puesto que varón y mujer constituyen juntos la totalidad de la humanidad.

 

¿Complementarios o recíprocos?

Si lo femenino y lo masculino son dos aspectos de una misma realidad, ¿qué se puede decir del varón y la mujer? La Biblia afirma dos verdades: por una parte que Dios creó una única humanidad “a imagen y semejanza” suya (Cf. Gn 1, 26-27). Por otra parte se afirma que Dios creó al ser humano en dos versiones “macho y hembra” (Gn 1, 27). Estas dos verdades reflexionadas por el Papa Juan Pablo II implican que la humanidad es “una unidad de dos[3]. Pero ¿qué significa esta unidad?

Muchos han entendido esta unidad como “complementariedad”, concepto que nos trae a la memoria la imagen de dos piezas de ensamble que al unirlas forman una sola cosa. Algunos consideran que éste no es el mejor término para referirse a las relaciones entre varón y mujer pues los considera en sí mismo como seres  que quedarían incompletos sin el aporte del otro. En cierta manera esta crítica tiene razón porque Dios creó a cada persona como un ser único e irrepetible y en este sentido cada uno está “completo” en sí mismo. Pero profundizando más descubrimos que siempre nos relacionamos con el otro desde lo que somos, de modo que la complementariedad en el sentido de unificación no es sólo con una persona del otro sexo sino que en primer lugar es con y en uno mismo, luego también con los demás.

Y aunque “complementariedad” sigue siendo aún un concepto adecuado para expresar la idea de ser iguales en la diferencia y no a pesar de ella; la búsqueda de otro término que considere a cada ser en sí mismo ha llevado a usar la categoría de “reciprocidad”, que logra dar cuenta del aspecto relacional entre varón y mujer, ya que implica el reconocimiento mutuo de la alteridad que reina entre ambos. Por todo lo anterior se entiende que el documento de Aparecida reafirme que: “pertenece a la naturaleza humana el que el varón y la mujer busquen el uno en el otro su reciprocidad y complementariedad” (DA 116)[4].

En cuanto a la alteridad, es una palabra que deriva de “alter” que en latín designa “un otro en oposición a un individuo determinado”, no es simplemente “otro”, “otra cosa” o “diferente” como alius, alter y ceterus, sino que alude a un sujeto frente a otro, es decir, en relación[5]. Entendiendo así el término podemos añadir que la relación entre hombre y mujer, además, está anclada sobre el principio de la alteridad, que dice que Dios mismo es Otro (alter) en relación desde el momento en que es comunión entre diferentes, siendo la unidad el fruto de esa perfecta comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que se establece como modelo de toda relación humana. Así, la relación entre varón y mujer refleja la relación amorosa de la Trinidad en sí misma y en su autocomunicación al ser humano como desborde de amor.

La fe en la Trinidad nos hace descubrir que la comunión perfecta se basa en el reconocimiento de la alteridad (diversidad). De este modo el haber sido creado a imagen del Dios Trino y Uno implica que cada ser humano, sea varón o mujer, está constituido por el aspecto relacional expresado primariamente en la doble dimensión de lo femenino y masculino y, por lo tanto, llamado a integrar ambas en sí mismo como condición de posibilidad para la relación con los otros que, a su vez, enriquece la relación consigo mismo, entre sí y también la relación con Dios.

La fe en Dios Trino y Uno nos llama tanto a varones como mujeres a superar toda desigualdad rompiendo el círculo de la auto-referencia (machismos y feminismos) y a sentirnos corresponsables de la unidad que no es mero desafío sino don y posibilidad de plenitud humana. Por eso todos los creyentes (varones y mujeres) especialmente los laicos (por desempeñar su actividad en ámbitos seculares), tenemos la misión de participar activamente en la transformación de las relaciones humanas inspirándonos en los valores del Evangelio, tarea compleja pero posible puesto que centrándonos en Cristo podemos superar toda desigualdad (Cf. Gál 3, 28).

En efecto, el encuentro personal y profundo con Cristo al que nos invita el documento de Aparecida trae como consecuencia entre otras cosas la verdadera valoración de las diferencias y un replanteamiento de la unidad como desafío cultural. Como “Iglesia discípula misionera enviada a la misión permanente” nos encontramos en un contexto nacional privilegiado para ofrecer el aporte de la eclesiología de comunión, ayudando a superar heridas sociales, resquemores, desconfianzas y desesperanzas.

Con la ayuda del Señor cada discípulo/a misionero/a puede colaborar al profundo problema cultural del individualismo y revanchismo inútil entre varón y mujer. Para esto debemos salir del contraste puesto entre los sexos y situarnos por encima de esa contraposición, más allá de las luchas de poder y dominio. Esto permitirá tomar en serio la fe en la Trinidad recorriendo desde nuestra cotidianidad (familias, centros sociales, colegios, lugares de trabajo, comunidades de fe, etc.) un itinerario que permita construir y fortalecer relaciones interpersonales nuevas que nos conduzca como Iglesia a una verdadera comunión. Esta comprensión renovada de la dignidad humana es el regalo que podemos ofrecer en nuestra sociedad para el Chile del Bicentenario.



[1] Artículo publicado en revista Servicio, nº 291, marzo 2009

[2] Gwendolyn Araya Gómez es estudiante de Magíster en Teología, miembro de la Comisión Nacional de Pastoral con la Mujer de la CECh.

[3] Cf., JUAN PABLO II, Carta a las familias  del 2 de febrero de 1994 y Carta a las mujeres del 29 de junio de 1995.

[4] Frase tomada de: Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31 de mayo de 2004.

[5] Cf., ERNOUT – MEILLET, Dictionnaire étymologique de la langue latine. Histoire des mots