volver

TESTIMONIO DE UN ANTIGUO DIÁCONO 

 

El Concilio Vaticano II (1962-1965) abrió la posibilidad de la ordenación de diáconos permanentes. Santiago, en el Sínodo que realizó entre los años 1967 y 1968, pidió por la casi unanimidad de los participantes que se solicitara el permiso para preparar diáconos. Chile fue el primer país del mundo en solicitar este permiso. 

Esta preparación se inició en Santiago en marzo de 1969 con la participación de 23 candidatos, número que luego fue aumentando.

A los de la Zona Rural-Costa de Santiago –hoy diócesis San José de Melipilla- casi a fines de 1970 nos trasladaron de Santiago a Malloco cuando habíamos cuatro postulantes: Oscar Baioli de Colina, Jorge Bravo de Valdivia de Paine, Daniel Quiroz de Linderos –los tres ya fallecidos- y el suscrito de  San Antonio; siendo trasladados más tarde, a fines de 1971, a Peñaflor, donde tuvimos al gran maestro P. Gabriel Paccanaro. 

Fuimos ordenados diáconos en la Parroquia de Melipilla –donde hoy se alza la catedral- por Monseñor Raúl Silva Henríquez.

Fui asignado como diácono a la parroquia de Santa Luisa de Marillac en Barrancas y a ejercer como responsable de la capilla del sector de Juan Aspée, el más humilde y pobre de la parroquia. Esta experiencia fue maravillosa, ya que allí aprendí a ser diácono-servidor: formar coros, grupos juveniles, comedor infantil, policlínico, formar catequistas, etc.; todo esto de gran provecho para los feligreses y muy provechoso también para mí, por todo lo que aprendí de esa gente y por el gran cariño con que me acogieron –lo del diaconado era una novedad y no se sabía cómo lo iba a recibir la gente. 

Volviendo un poco atrás. Cuando empezó la preparación al diaconado vivía en San Antonio y mi asesor espiritual era el P. Enrique Troncoso Troncoso –hoy mi obispo- y después del terremoto de 1971 fui asesorado por el P. Alberto Jara Franzoy –más tarde obispo de Chillán-, quien además me convidó casa por casi tres años, debido a que la casa donde yo vivía quedó destruida por el terremoto. ¡Cualquiera no tiene  estos dos asesores! 

En esta hermosa labor diaconal participé de muchas alegrías, cuando bautizaba o bendecía algún matrimonio y compartía con estas familias, pero también experimenté la pena y el dolor cuando debía despedir a algún difunto, especialmente si era joven, como ocurrió en 1976 cuando murió una profesora integrante del coro. 

Doy gracias a Dios por esta designación; especialmente al P. Mario González, que propuso mi nombre, y a Monseñor René Vío Valdivieso que lo aceptó y me envió a Santiago para iniciar mi preparación. También agradezco a todos los sacerdotes que me han aceptado en sus parroquias y a mi familia que con mucha generosidad siempre me ha apoyado. 

 

Mario Silva Ramírez
Llo-Lleo, Julio de 2008