Volver

Quinta semana de Cuaresma
Rechazo de Jesús y luz sobre la Cruz (I):
La Cruz compromete el rostro de Dios
Juan 8,51-59

“Antes de que Abraham existiera, Yo Soy”

 

Retomemos el evangelio según san Juan

El evangelio de Juan describe a Jesús con acentos luminosos. Jesús se expresa en largos discursos de tono meditativo, que generalmente tienen como eje su identidad de único revelador de Dios y del camino que lleva a la salvación. El cuarto evangelio proclama una y otra vez que en la “carne” de Jesús y a través de ella, Dios se revela al mundo.

Esto supone de nuestra parte, como lectores, una actitud contemplativa que clave la atención en la verdad esencial: Jesús es el Verbo de Dios que viene al mundo para revelar el amor inmenso de Dios por el mundo.

En la medida en que contemplamos vamos comprendiendo las afirmaciones de Jesús, que proclama ser el “Hijo de Dios” (Juan 5,17-18) y que aún antes de Abraham ya existía (8,58), ubicando todo dentro del gran horizonte: Jesús procede de Dios y a Dios retorna (1,1; 13,1), y en este movimiento de descenso y ascenso atrase a la humanidad entera hacia Dios. Se suscita así un camino de descubrimiento y de acogida de Jesús que tiene como momento culminante la exclamación llena de gozo y de adoración por parte de Tomás: “¡Mi Señor y mi Dios!” (20,28).  Es así como el seguimiento de Jesús, en este evangelio, se concentra en el “creer en Jesús” y en el prolongar en nuestra vida actual su amor por los demás, así como lo hizo en la Cruz.

Pero, tal como lo muestra el evangelio, Jesús genera disensiones: en la medida en que se va revelando, unas personas creen en Él mientras que otras lo van contradiciendo y rechazando. Ante Jesús no hay medias tintas: o se le acoge o se le rechaza. Y todos los conflictos que se levantan contra Él terminan confluyendo en una única lucha extrema: la lucha entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio, entre la luz y las tinieblas.  Sin embargo, Jesús continuará siempre revelándose, tratando de responder a las inquietudes, a los malos entendidos y, todavía más, a las resistencias mezquinas e irracionales.

Tal como lo hemos venido leyendo en los capítulos 7 y 8 de Juan (ver la revista anterior), en la medida en que Jesús ha hecho seis revelaciones de sí mismo han aparecido sucesivas contradicciones por parte de sus adversarios.  Jesús se ha dado a conocer como

(1)  El enviado del Padre

(2)  La fuente de agua viva

(3)  La luz del mundo

(4)  El “Yo Soy”, revelado en el Éxodo

(5)  El Hijo dador de libertad

(6)  El dador de vida

(7) El Hijo de Dios pre-existente (tema del evangelio de hoy).

Vale la pena que veamos rápidamente la forma negativa como reaccionan ante Jesús sus adversarios. Las frases que citamos a continuación engloban bastante bien lo que Jesús llama “el odio del mundo”. Éstas son sus objeciones para abrirse a la luz del amor de Jesús:

-       “Unos decían: ‘engaña al pueblo’” (7,12)

-       “¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?” (7,15)

-       “Tienes un demonio” (7,19)

-       “¿Acaso va a venir de Galilea el Cristo?” (7,41)

-       “Tú das testimonio de ti mismo, tu testimonio no vale” (8,13)

-       “¿Dónde está tu padre?” (8,19)

-       “Se va a suicidar” (8,22)

-       “Eres samaritano y tienes un demonio” (8,48.52)

Profundicemos en el pasaje de hoy (8,51-59)

Respondiendo a la última objeción, Jesús dice: “Yo no tengo un demonio, sino que honro a mi Padre” (8,49). De aquí se parte para la revelación más alta de Jesús: la relación que sostiene con el Padre es única, Él es el Hijo, que existe desde antes de la creación del mundo (ver 1,2-3).

De esta relación se deriva en Jesús: (1) su poder de vivificar; (2) su gloria y (3) su preexistencia. Veamos cómo lo expone el evangelio.

Porque está unido al Padre, Jesús vivifica: “Si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás” (8,51). Según esto, aceptar a Jesús –entrar en comunión con Él- es adherir a la vida, superar la muerte. Esta comunión no se logra de forma sentimental sino mediante una obediencia efectiva a sus enseñanzas.

Como lo hace notar el evangelista, esta frase de Jesús es suficiente para suscitar la ira de sus adversarios. Al acusarlo de endemoniado o loco, escupen sus razones: “Abraham murió, y también los profetas, y tú dices...” (8,52).  Entonces formulan su insinuación de muerte: “¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?” (8,53).  La pregunta equivale a “¿Quién eres tú?”, la cual plantea –como venimos diciendo- el corazón del conflicto: la identidad de Jesús.

Para un judío nadie en la tierra puede ser superior a Abraham y a los profetas. Pertenecer a la descendencia de Abraham es garantía de ser un pueblo libre.  Jesús hace de esto el punto de partida de un llamado de atención: ser descendencia de Abraham no es un simple privilegio sino una llamada a vivir conforme a la actitud del Patriarca, esto es, la obediencia a Dios.

Por otra parte, para entender la afirmación de Jesús hay que colocarse en el plano del conocimiento. Como enseña la Biblia: el que “conoce” no es el que sabe sino el que está abierto a una relación profunda y personal con Dios.  Jesús es el “Hijo” que conoce y obedece, de esta forma lleva a plenitud por completo la alianza sellada con Abraham, “Yo sí que le conozco” (8,55). Es así como el Hijo glorifica al Padre (8,54).

Y más aún: “Vuestro Padre Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró” (8,56). El Padre de Jesús es Dios y no Abraham. Pero Abraham se alegra de la llegada de Jesús, el cumplimiento de la promesa (eco de Génesis 17,17: la risa de Abraham, que las interpretaciones tardías relacionan con su apertura a la Palabra salvadora de Dios).

Pero los jefes insisten en no profundizar más en ninguna de las palabras de Jesús. Las interpretan superficialmente, menospreciando su origen divino. No las quieren oír y presentan esta objeción. “¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?” (8,57). Olvidan que toda la promesa hecha a Abraham es una promesa de vida, de una alianza perpetua que domina sobre la muerte y extiende el nombre, la memoria y la fe de Abraham a través de mil generaciones. 

Entonces Jesús proclama terminantemente: “Antes que Abraham existiera, YO SOY” (9,58).  Este es el nombre de Dios dado como respuesta a la pregunta de Moisés en el monte Sinaí, antes de ir a presentarse ante el Faraón de Egipto.  Este nombre lo contiene todo: su fidelidad, su presencia, su interés por los hombres, su capacidad de dar vida y libertad.  En Jesús, el Hijo, se revela este misterio.

Viene así la reacción final de los adversarios: intentan lapidarlo (8,59). Según Levítico 24,16, quien blasfeme el nombre de Dios debe ser ejecutado con la pena de muerte. No han comprendido la revelación de Jesús y rechazan abiertamente a Dios en su Verbo encarnado.

Las autoridades judías que se proclamaban a sí mismas como conocedoras de Dios, no fueron capaces de reconocer a Dios en su Hijo. Como enfatiza Jesús, no se parecen a su Padre Abraham, quien supo escuchar la Palabra de Dios y respondió con su fe.

En adelante, toda relación con Dios se establecerá a partir de Jesús, porque en su Cruz se sella la Nueva Alianza.  Dentro de una semana estaremos celebrando el Jueves Santo y desde hoy ponemos nuestras mirada en el misterio por medio del cual llegamos al verdadero conocimiento de Dios, reconociéndolo en la fracción del pan.  En la Cruz eucarística de Jesús aprendemos a reconocer el verdadero rostro de Dios y también nuestra verdadera identidad.  Contemplar a Jesús es poder decir: “Así es como Dios quiere que yo viva”.  Sólo en Jesús vemos lo que Dios quiere que sepamos y lo que Dios quiere que seamos.

 

Para cultivar la semilla de la Palabra en el corazón:


1. ¿En qué grupo creo estar: el de los que creen o el de los que rechazan a Jesús? ¿Qué fundamenta mi respuesta?

2. ¿Si reconocemos en Jesús a Dios, entonces qué revela sobre Dios su muerte en la Cruz?

3. ¿Qué me pide este evangelio que purifique y, al mismo tiempo, que acreciente en mi relación con Jesús?