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Primera semana de Cuaresma
Reposo sabático: Contemplar la grandeza del corazón del Padre
Mateo 5,43- 48

Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial

En el caminar se necesitan momentos de reposo que permiten retomar contemplativamente lo vivido. El evangelio de hoy nos invita a una experiencia de este tipo. El horizonte de la contemplación es una realidad que está por encima de nosotros mismos y de nuestros pecados: la extraordinaria grandeza del corazón de Dios Padre.

El imperativo “sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (5,48) es la conclusión de la serie de antítesis entre la antigua Ley (“no matarás”, “no cometerás adulterio”, “no jurarás en falso”...) y la novedad de vida según el Reino de Dios (“Pues yo os digo...”). Jesús, quien siempre pide ir más allá de la Ley, llevándola a su plenitud junto con él –el Hijo que puede revelar su sentido más profundo-, nos dice su secreto: el parámetro de su comportamiento y lo que inspira ese ir más allá de las primeras normas es la perfección de Dios en cuanto Padre.

La perfección del Padre tiene que ver en primer lugar con su magnánimo amor en el que no hay estrechez ni mezquindad ni discriminación sino espacio para todos: “Hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (v.45b).  Para todos irradia vida y bendición.

Por eso es que hay que dar un paso hacia delante con relación al mandato del amor que restringía el amor al círculo estrecho de los compatriotas (v.43). Las barreras se rompen de forma inaudita cuando Jesús manda amar al enemigo: “Amad a vuestro enemigos y rogad por los que os persigan” (v.44). Es fácil amar allí donde hay armonía y afinidad, donde el otro no invade mi terreno ni sus compartimientos son una amenaza para mí. Lo difícil es amar a quien no se merece mi amor, a quien me jugó una mala pasada y tengo suficientes motivos para no volver a confiar en él.

El amor que pide Jesús se edifica sobre el terreno frágil de las ambigüedades donde en principio no se dan las condiciones para entablar una relación y sobre todo donde se pierden todas las seguridades personales quedando permanentemente expuesto a cualquier agresión sorpresiva.

Es duro. Pero el parámetro es el corazón de Dios Padre y no el mezquino corazón humano que busca siempre que se firmen garantías para poder abrirse, no hay otra alternativa. Puesto que un hijo se parece a su papá, no sólo físicamente sino en sus actitudes, así un hijo de Dios –en Jesús- está llamado a transparentar en todos sus comportamientos el amor perfecto de Dios Padre (v.45ª).  En esto se diferencia un discípulo de Jesús de un no convertido: sea publicano o gentil (vv.46-47).

Para dilatar el corazón hay que poner la mirada en la perfección del Padre que es ese adorable corazón que se dilató por nosotros en el corazón de su Hijo crucificado para invadirnos gratuitamente de su incomparable amor y constituirnos en hijos que son como Él. Es recibiendo ese amor como podremos darlo una vez que –al purificarnos- se haya hecho uno con el nuestro. Este llegar a ser con Él un solo corazón que palpita de amor al unísono por todos los que él ama –buenos y malos, justos e injustos, amigos y enemigos- es la plenitud de la Alianza que sellamos con Él en el Bautismo.

Gocémonos en ese amor que nos abrazó primero, no precisamente por el hecho de que fuéramos buenos o justos. La vida nueva que hace brotar en nosotros por la nutrición de su sol (luz) y de su lluvia (agua) es pura gratuidad suya.

Para cultivar la semilla de la Palabra en la vida:


1. ¿Tengo restricciones para admitir personas en mi círculo de relaciones? ¿Hay alguien que no me cabe en el corazón?

2. ¿Qué caracteriza el amor de Dios Padre, ése amor que inspiró todas las actitudes, comportamientos y relaciones de Jesús?

3. ¿Qué debemos hacer para ser reconocidos como hijos del Padre celestial? ¿Cómo lo voy a ejercitar en este día?