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Mensaje de Pascua de Resurrección del año 2001
CARDENAL ARZOBISPO DE SANTIAGO, MONSEÑOR FRANCISCO JAVIER ERRAZURIZ OSSA

“Lucharon vida y muerte
En singular batalla
Y, muerto el que es Vida,
triunfante se levanta.”

Estas palabras de la secuencia del Domingo de Resurrección nos introducen en el misterio de la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo. Un misterio que abarca el drama de la lucha entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre la paz y la violencia.

Nos ha estremecido el sufrimiento causado a Jesucristo, que culminó con el tormento de los azotes, de los clavos y de su muerte en cruz; y con el dolor aún mayor de la vociferación del pueblo que rompía su gratitud a él y pedía su crucifixión, de la huida y el abandono de los suyos, y del rechazo de Jerusalén de cuanto él le traía como mensajero de la paz. La piedra angular, enviada por Dios para dar consistencia a toda la construcción, fue botada por los constructores como inútil, fuera de los muros de la ciudad. Tanto era el sufrimiento del Señor y Maestro.

Es imposible recordar estos hechos dramáticos sin que ellos despierten en nosotros una actitud vigilante. Las asechanzas del mal, de la oscuridad y de la muerte no son fenómenos lejanos. A veces se suman sus turbulencias, enrarecen y contaminan la atmósfera de nuestra vida personal y de la convivencia, y provocan pasiones y amenazas, enemistades, opresiones, violencias y muertes. Si se trató así al Maestro bueno, ¿qué de raro tiene que la muerte aseche a las puertas de quienes no tenemos su bondad?

Pero existen tantas otras muertes. A veces muere la libertad y muere la esperanza. Mueren los sueños y las ilusiones. Muere el amor, la generosidad y el espíritu solidario. Muere la alegría, y muere la franqueza y la lealtad. Muere la justicia y muere la honradez. A veces muere una familia y muere la paz.

El mensaje de la Resurrección resuena con fuerza en este panorama devastador. “Lucharon vida y muerte en singular batalla. Muerto el que es Vida, triunfante se levanta.” Es un mensaje de vida y de esperanza. Aquel que vino a revelarnos el amor de Dios, Aquel que llegó a este mundo para decirnos que somos sus amigos, Aquel que nos amó hasta el extremo de dar su vida por nosotros, el Señor Jesús, que nos reveló que había venido a darnos vida, y vida en abundancia (cf. Jn. 10,10), ha vencido al reino de las tinieblas, del pecado y de la muerte, ha resucitado. Dios ha removido la piedra del sepulcro – también de nuestros sepulcros – para que Cristo viva, y nosotros recorramos los caminos de la vida y de la felicidad. La vida no termina con la muerte, se proyecta hacia el amor sin fin. No nacimos para morir. Nacimos para vivir: en esta vida y en la vida eterna.

Es esta semilla de vida y de esperanza la que queremos plantar al inicio del tercer milenio - en primer lugar en nuestro espíritu - para que crezca en nuestros encuentros familiares, en el trabajo y el estudio. En la barca de nuestra travesía por este milenio, así como ocurrió tantas veces en el mar de Galilea, queremos invitar a Jesús para que suba con nosotros, y nos transmita su paz interior, basada en su confianza ilimitada en el Padre; para que nos enseñe su sabiduría; nos inspire su manera de amar al prójimo, también a los que se declaraban enemigos suyos (cf. Mt. 5,44); y nos cautive con su ejemplo, precisamente para imitarlo. Con él queremos construir un mundo favorable a la vida, a la justicia, a la verdad, a la contemplación, a la gratitud y a la esperanza. Con él y como él queremos pasar por este mundo haciendo el bien.

Es cierto, ésta es una manera de vivir en la cual se va perdiendo algo que también es nuestro. Se pierde comodidad, se pierden cosas superfluas y egoísmos, y se pierde ese afán de hacer girar todo el universo en torno a nuestra fama, nuestros deseos y caprichos, nuestras ansias de poder, de tener y de disfrutar ilimitadamente de todo y siempre ... a costa de uno mismo y de los demás. Ser discípulo de Jesús es perder esta manera de vivir, por amor a Jesús, para ganar la vida: la propia y la de nuestro pueblo (cf. Mt. 10,39). Es recorrer sus caminos por los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Esperar que otros den los primeros pasos es errar de camino. Si cada uno se decide a seguir los caminos del Evangelio aunque nadie los siga, estaremos siguiendo a Aquel que optó por dar su vida para sellar una alianza de reconciliación y de paz – con el Padre y entre nosotros. Es una decisión enteramente personal, que es capaz de cambiar el clima de la convivencia, y de conferir a quien la toma la felicidad que Jesús prometió a quienes sigan su ejemplo (cf. Jn. 13,27).

Trabajando, sirviendo y viviendo así, con Jesús y con su madre María, al inicio del tercer milenio, y cultivando la amistad con ellos; entregando nuestras vidas como Teresa de los Andes, el Padre Hurtado, Laurita Vicuña y tantos otros amigos del Señor, podremos remar mar adentro y lanzar las redes de la confianza en la palabra del Señor (cf. Lc. 5,4). Habrá pesca en abundancia, porque el Señor ha vencido a la muerte y es el Señor de la esperanza, de la alegría, de la vida y de la paz.

+ Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago

Santiago, fiesta de la Resurrección del Señor del año 2001.



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