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Homilía del Cardenal Arzobispo de Santiago, monseñor Francisco
Javier Errázuriz Ossa, en la Eucaristía celebrada en la Catedral
Metropolitana el sábado 3 de marzo 2001



Mi primera palabra quiere ser una palabra de cordial gratitud a todos Uds. por acompañarme en esta Eucaristía que celebramos en la Casa de Dios; de gratitud a los aquí presentes y a cuantos participan en esta celebración desde sus hogares. Gracias, por las innumerables muestras de cercanía, de solidaridad y de afecto durante los días pasados en Roma. Gracias por las oraciones de todos Uds., pidiéndole al Señor, por intercesión de María Santísima, la luz, los dones y los carismas que necesitamos para responder a la confianza que el Santo Padre nos ha regalado: a todos Uds., y también a mí.

Cuando el Papa nombra al Arzobispo de una diócesis Cardenal de la Iglesia, distingue con su confianza, y asocia con un vínculo más estrecho a su propia misión pastoral, no sólo a la persona nombrada, sino también, y de modo especial, a la Arquidiócesis que guía y a la Iglesia del país. Es más, el nombramiento es un signo de aprecio hacia el mismo pueblo del cual proviene la persona nombrada; en este caso hacia el nuestro, que él recuerda con tanto afecto.

Por eso, pensando en este signo de confianza y en esta misión que nos une, quisiera compartirla con Uds. e invitarles a hacer conmigo el recorrido interior de la peregrinación a Roma, a Tierra Santa y a nuestro mundo contemporáneo que implica este nombramiento. Quisiéramos hacerla a la luz del relato evangélico que hemos escuchado. ¡En tu nombre, Señor, echaremos las redes!

Peregrinar a Roma y llegar a la Basílica que se levanta en el lugar del martirio de San Pedro, es un acto de fe que nos introduce vigorosa y elocuentemente en el misterio de la implantación del cristianismo en la historia de los pueblos a través del anuncio del nombre de Jesús y de los caminos del Evangelio, como también mediante el testimonio de muchísimos santos, y la fidelidad hasta la muerte de generaciones de mártires ... durante casi tres siglos en el imperio romano.

En mi caso, al acercarme al Santo Padre para recibir de él el encargo cardenalicio, sobre todo afloraba el recuerdo de la consagración episcopal, que ha pasado a ser el fundamento y la raíz del servicio a la Iglesia que prestan los cardenales. La persona de Juan Pablo II, y los diez años que han transcurrido desde ese seis de enero en la gran Basílica, evocaban lo más central del llamado del Señor: ser un discípulo suyo; y como discípulo, uno de los sucesores de sus apóstoles. Y agradecido por esta vocación, he peregrinado espiritualmente hasta Nazaret, a la casa de la Anunciación, y hasta las orillas del Jordán, donde los primeros discípulos se encontraron con el Maestro. Y con ellos he peregrinado al mar de Galilea ... asimismo a Jerusalén - al Templo, al Cenáculo y al Calvario - pero también al día de la irrupción del Espíritu Santo en Pentecostés, y del envío de los apóstoles y los discípulos hasta los confines de la tierra. Y nosotros somos uno de esos confines al cual llegó el bautismo y el Evangelio de la vida, de la esperanza y de la paz

Haber recibido ese bautismo, que nos hizo familiares de Dios y de todos sus hijos, y gozar de la fuerza vivificante del “torrente de agua viva” que es el Espíritu de Jesús, nos ha dado un corazón de discípulo, y ha puesto en nosotros la alabanza, el ardor, la disponibilidad y la audacia misionera de los testigos de las palabras de vida y de las obras asombrosas del Señor. Ésa es nuestra alegría y nuestro tesoro. Vivirlo en mayor plenitud, ésa es la primera tarea de quienes son elegidos Obispos o Cardenales en la Iglesia, y de la porción del Pueblo de Dios que los acompaña.

Y la vocación de discípulos, nos induce a apreciar la gran herencia que nos dejó el Jubileo. Hemos contemplado el rostro del Señor. Hemos agradecido y acogido nuevamente su Evangelio como alma de nuestra convivencia y de nuestra cultura. Hemos acogido a Jesús en las múltiples formas de su presencia. A petición suya, como Pedro, le hemos dado un lugar más central en la barca de nuestra vida, y desde ella lo hemos escuchado predicar a quienes le oían desde lejos y desde cerca. Como a Pedro, también a nosotros nos ha asombrado el eco que despiertan sus enseñanzas en cuantos le siguen. Y como discípulos que somos, nos hemos resuelto a amarlo más, a seguirlo con sencillez y admiración, a escuchar con más atención su palabra vivificante, transformadora, y sabia, de Maestro y Señor, y a ponerla realmente por obra, imitando la apertura de espíritu, la fe, la confianza y la generosidad de la Sma. Virgen. Esta vocación de discípulos es la primera. Ella dinamiza y vivifica nuestra existencia a lo largo de toda la vida. Nos une profundamente a todos: a los pastores, a los sacerdotes, a los miembros de los institutos de vida consagrada, a las catequistas, a los laicos que construyen sus hogares y trabajan en los barrios, las empresas, los talleres, los centros de enseñanza, las instituciones del país y en tantos otros lugares, para que todos ellos sean espacios de verdadera fraternidad. Al recibir el Cardenalato, como digo, peregriné espiritualmente al mar de Galilea, para seguir como discípulo los caminos de Jesús, acompañado por Uds., pero con el encargo que tengo con mis hermanos Obispos de alentar la peregrinación común, para que ocurra con fortaleza, con espíritu abierto, intrépido y solidario, sin que a nadie lo desaliente la pobreza o la enfermedad, la marginación o el desempleo, de modo que avancemos con mucho amor al Señor y a todos sus hermanos.

Al hecho de ser discípulo, hermano y pastor, la incorporación al Colegio de los Cardenales une con un vínculo más estrecho a San Pedro y a la misión del Santo Padre como Pastor de la Iglesia universal. Todo el Colegio Episcopal está unido a él; este lazo se refuerza con el cardenalato. No como un honor, sino como una responsabilidad y un servicio. Para subrayar este espíritu, el texto del Evangelio que iluminó el consistorio nos recordaba que “el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos”. Por eso el Papa presentó la tarea con estas palabras: “Vuestro servicio a la Iglesia se manifiesta prestando al Sucesor de Pedro vuestra asistencia y colaboración para aligerar el trabajo que implica su ministerio, que se extiende hasta los confines de la tierra. Junto con él debéis ser defensores valientes de la verdad y custodios del patrimonio de fe y costumbres que tienen su origen en el Evangelio.” “El Papa cuenta con vuestra ayuda al servicio de la comunidad cristiana, que se introduce con confianza en el tercer milenio.” En verdad, sólo quien se desviva por servir podrá colaborar con el Señor en la construcción del tercer milenio.

En esta perspectiva, y embargado por una gran confianza, el Papa nos expresó: “en el ‘inmenso océano’ que se abre ante la barca de la Iglesia, cuento con Uds. para orientar su camino en la verdad y en el amor, a fin de que, superando las tempestades del mundo, llegue a ser cada vez más eficazmente signo e instrumento de unidad para todo el género humano”. Y refiriéndose a esta labor conjunta, nos llamó a colaborar con todas nuestras fuerzas con el Espíritu Santo. Retomando la metáfora de la barca nos decía: “Juntos queremos desplegar las velas al viento del Espíritu, escudriñando los signos de los tiempos e interpretándolos a la luz del Evangelio, para responder a los perennes interrogantes de los hombres”.

Hermosa tarea en los albores del tercer milenio. Desplegar las velas, reconciliándonos con Dios y con los hermanos; desplegarlas en oración y con la energía que da el Pan de la Eucaristía, desplegarlas con solidaridad y dándoles cabida a todos los que quieren colaborar en esta fecunda tarea. Desplegar las velas al soplo del Espíritu, que nos invita a escudriñar en nuestro país y en la globalidad del mundo los signos de los tiempos, meditando la Palabra de Dios, y descubriendo las iniciativas y los dones de Dios. Desplegarlas, para que sepamos responder a los desafíos que exigen de nosotros mucho más esfuerzo para levantar una sociedad fraterna, que sepa construir con justicia y misericordia los itinerarios de la unidad, con benevolencia y confianza la fidelidad conyugal y la paz intrafamiliar, y que sepa respetar, con responsabilidad y gratitud a Dios, el don de la creación. Es la barca de Pedro, impulsada por el soplo del Espíritu y enviada por Jesús a navegar mar adentro, precisamente cuando los pescadores habían constatado en la noche que no había peces que pescar. Duc in altum! Es el Señor quien quiere obrar una pesca sobreabundante en este nuevo milenio. ¡En su nombre echaremos las redes!

En sus alocuciones durante el consistorio y en la concelebración del día siguiente, solicitando nuestra asistencia y nuestro apoyo, el Santo Padre se refirió sobre todo a la unidad y a la comunión. Lo que pedía a los cardenales recién nombrados, vale para todos nosotros. Estamos llamados a ser “signos elocuentes de comunión”, y “promotores de comunión” en nuestra Iglesia y en nuestra Patria. Nos instaba a comprometernos, en lo que de nosotros dependa, “a hacer que la espiritualidad de la comunión crezca en la Iglesia”, y a estar “abiertos al diálogo con toda persona y con toda instancia social, a fin de dar a cada uno razón de la esperanza que llevamos en el corazón”. Con especial énfasis pidió nuestro apoyo para que se cumpla el anhelo de Jesús de unir a todas las Iglesias y comunidades cristianas. Nos expresó: “A ustedes les pido que me asistan y colaboren conmigo, de todos los modos posibles, en esta exigente misión”. Busquemos juntos, con los representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas, los mejores medios para colaborar con él en esta primordial tarea.

Y con el objeto de prestar un servicio más amplio y eficaz, tanto en este ámbito como en el de otras necesidades de la Iglesia y expectativas de la sociedad, nos urgía a hacer nuestras otras actitudes que nos son muy queridas: la corresponsabilidad y la participación. Nos pide que ensanchemos “los espacios de la responsabilidad de cada uno al servicio de la comunión eclesial”. Sus palabras nos recuerdan otra exhortación suya, que nos llegó en su más reciente carta apostólica (Novo millennio ineunte), donde nos pedía que suscitásemos la colaboración de todos. Tenemos que “hacer nuestra la antigua sabiduría, la cual (...) sabía animar a los Pastores a escuchar atentamente a todo el Pueblo de Dios”, imitando a San Benito que recomendaba a los abades “consultar también a los más jóvenes”, ya que “Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor”, y escuchando a San Paulino de Nola, quien exhortaba “Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios”. (N.M.I. 45)

Termino estas palabras, con las cuales he querido invitarles a compartir las nuevas responsabilidades que me ha confiado el Santo Padre, y que buscan profundizar y extender la comunión. No podríamos cumplirlas, sin hacer nuestra, con mucha humildad, la última confesión de Pedro, la que Jesús necesitaba para confiarle la conducción de su rebaño. “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Es ese amor que entrega toda la vida, el sentido de las vestimentas de color rojo. El Santo Padre lo evidenciaba con estas palabras: “El color púrpura de las vestiduras que lleváis os recuerda esta urgencia.¿no es ese color un símbolo del amor apasionado a Cristo? Ese rojo encendido, ¿no indica el fuego ardiente del amor a la Iglesia que debe alimentar en vosotros la disponibilidad, si es necesario, incluso a dar el supremo testimonio de la sangre?

Queridos hermanos, éstas son exigencias muy serias. Es cierto, el llamado a la santidad pertenece a la vocación cristiana. Y la santidad es inseparable de la cruz de Cristo, que debemos abrazar con Él. A veces lo confesamos con temblor, pero no podemos dudarlo. Por eso, también la vocación al martirio se asoma día a día en la vida de quienes perciben que deben dar testimonio de la fidelidad a Jesús con todo su ser - con esperanza, renuncias y sacrificios - aceptando con la gracia de Dios también el rechazo que ese testimonio puede conllevar; a veces, el más radical de los rechazos.

Unamos nuestra oración, e imploremos la intercesión de la Sma. Virgen. Nadie como ella supo ser discípula de Jesús con tanto amor y coherencia, ni desplegar todo el velamen de su vida y su misión al soplo vivificante del Espíritu de santidad y de comunión. Ella es la Madre de los testigos de Jesús y la Reina de los mártires. Por su intercesión pidamos ese amor apasionado a su Hijo y a los hombres, sobre todo a los más pobres y afligidos, que necesitamos para crecer en comunión, y para remar juntos mar adentro, y echar siempre las redes como Pedro: en el nombre del Señor.


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