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HOMILIA DE MONSEÑOR CRISTIÁN CARO, ARZOBISPO DE PUERTO MONTT, EN LA MISA DE EXEQUIAS DE MONSEÑOR VICENTE AHUMADA PRIETO

Iglesia Catedral de Santiago
9 de julio de 2003.

1. “¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del Señor!” (sal 121)

Nos reunimos en esta Iglesia Catedral para celebrar la Pascua de N. S. Jesucristo, hecha presente, aquí y ahora, en su fiel sacerdote, Mons. Vicente Esteban Ahumada Prieto. El nos habría dicho que habláramos de Cristo y de su Misterio Pascual y no de su persona. Pero, San Pablo dice a Timoteo: “Sin con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él” (2 Tim 2, 11-12)

En efecto, Don Vicente vivió en una profunda unión con Cristo, por la fe, la oración, los sacramentos y la caridad pastoral, tanto que el Señor llegó a ser – como él mismo decía- “su otro “, a partir de aquella lejana Navidad de 1928 donde el Señor le regaló la gracia de la conversión.

Por eso, hablar de Don Vicente es hablar de un bautizado y discípulo de Cristo y de un sacerdote del Señor. En su Diario Espiritual (alcanzó a publicar en privado dos volúmenes) aparece ese diálogo constante con su Maestro y Señor.

Agradezco al Señor Cardenal Arzobispo de Santiago el honor y responsabilidad que me confió al encargarme esta homilía y también al Rector del Seminario Pontificio Mayor de Santiago, Pbro. Rodrigo Polanco, quien me facilitó la excelente presentación que hizo de Don Vicente cuando celebramos sus 60 años de vida sacerdotal, el 13 de noviembre del año pasado, en el Seminario.

2.- Nacido en Santiago, el 7 de marzo de 1913, en una familia católica, le tocó vivir años de su niñez en Alemania porque su padre, de carácter estricto, fue agregado Militar en dicho país. Gran influencia tuvo su abuela, que en la práctica hizo de mamá.

Estudió en el Liceo Alemán de Santiago, del cual guardó siempre gran recuerdo, en especial de los sabios y austeros sacerdotes alemanes que enseñaban casi todos los ramos.

En el Seminario muchas veces le escuchamos anécdotas de su paso por el Servicio Militar, donde aprendió a descubrir a Cristo eucarístico en la vida diaria, haciendo de ésta una ofrenda agradable al Padre, (cf. Rom 12, 1) como le gustaba repetir.

Allí comenzó a leer asiduamente la Sagrada Escritura, la lectio divina, hábito que no dejó hasta el último momento. Vibró con entusiasmo con el movimiento bíblico, que antecedió al Concilio.

En los últimos años expresaba su alegría de haberse comprado una Biblia con letra grande para poder leer y orar con la Palabra de Dios.

Había comprendido vitalmente lo que dice Jesús en la primera parte del Discurso del pan de Vida:

“Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo… Yo soy el Pan de Vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed” (Jn 6,32,35)
Hizo del Pan de la Palabra el alimento constante de su fe. A la lectio divina unió, desde muy temprano, el canto del Oficio Divino, sea en la Comunidad del Seminario o solo en su pieza o en los encuentros con las Oblatas.

En 1935 ingresa al Seminario siendo su rector, Mons. Alejandro Hunneus; allí su vocación se purificó, siendo incluso “aponzado” como se decía en ese entonces, por su afición particular a la Liturgia y la Biblia. Gran influencia tuvo en él la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, como lo manifiestan los santos de recuerdo de sus 50 y 60 años de ordenación, que llevan la imagen del Corazón de Jesús. Era una devoción profunda porque experimentó que el Hijo de Dios lo amó y se entregó por él (cf 2, 20)

En esta Iglesia Catedral fue ordenado sacerdote por el Arzobispo Don José María Caro, y celebró su primera misa en la capilla del Liceo Alemán de Moneda 1661, donde también hizo su primera Comunión; le gustaba recordar que es el mismo altar mayor que hoy está en la Capilla del actual Liceo Alemán, en Dardignac.

Después de ser Vicario Parroquial en San Francisco Solano, le tocó fundar la Parroquia Santa Clara, adonde llegó incluso sin tener casa donde vivir, pero se adaptaba a la estrechez, como cuando se redujo de dos piezas al ir de formador en el Seminario. Después fue destinado a la Parroquia Nuestra Señora de Andacollo siendo también Rector del Colegio del mismo nombre.

Acompañó a Mons. Emilio Tagle, Administrador Apostólico de Santiago, y entre los años 1960 y 1961 fue Vicario General del Arzobispado y, le llenaba de sano orgullo haber trabajado y sucedido al P. Alberto Hurtado como Asesor de la Acción Católica de jóvenes entre 1945-1947. Aceptó tanta responsabilidad, porque “el P. Hurtado se me acercó y me dijo que me quedara con los jóvenes porque ellos eran el futuro de la Iglesia y me tenían mucha confianza”, confidenció después. Tenía gran sentido de Iglesia y obediencia a sus Pastores y acató siempre sus disposiciones.

3.- En tiempos del Cardenal Silva Henríquez fue párroco durante 14 años en Nuestra Sra del Carmen de Ñuñoa, donde puso en práctica toda la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, del cual había sido un precursor, junto a Mons. Manuel Larraín, Obispo de Talca, y a Mons. Eladio Vicuña. También inició la pastoral del ecumenismo realizando el Tedeum ecuménico de las Fiestas Patrias. Y le gustaba realizar una acción evangelizadora de frontera con los cuidadores de autos, los dueños de restaurantes y personas que a veces por sus horarios no se acercan a la Iglesia. Fue gran amigo de Mons. Ismael Errázuriz, Obispo Auxiliar de Santiago y Vicario Episcopal de la Zona Oriente y lo sucedió como Pro Vicario a su muerte.

En esos años se hizo fuerte la vocación contemplativa que siempre estuvo presente en Don Vicente. Pidió permiso al Cardenal Silva e ingresó al Monasterio Benedictino de Las Condes, pero después de seis meses debió retirarse por razones de salud. Descubrió que su vocación era la contemplación en el mundo y en la actividad apostólica.

Este carisma es el que plasmó en la fundación del Instituto de las Oblatas Diocesanas de la Santísima Trinidad, a las cuales acompañó como padre y guía espiritual hasta su muerte. Inspirado en la lectura de los Padres de la Iglesia, concebía el Instituto como la vivencia mística y contemplativa en medio de la ciudad y del trabajo diario.

Ya en 1972 se integra al equipo de formadores del Seminario Las Rosas, junto al P. Benjamín Pereira y otros beneméritos sacerdotes.

Y desde el año 1977, dejando ya definitivamente su querida Parroquia de Ñuñoa llega a vivir al Seminario de La Florida, donde se desempeñó durante 26 años, - bajo los últimos cuatro Cardenales- como director espiritual y profesor de Biblia, Liturgia y espiritualidad, cuyos apuntes de clases publicó en el Libro Historia de la espiritualidad.

Su influjo humano y espiritual sobre los seminaristas y también sobre los formadores – y yo doy testimonio de esto- fue enorme. Hombre culto, amistoso, conservador, su capacidad de actuación y sentido del humor quedaban patentes en los disfraces que inventaba en la fiesta anual del Seminario.
Buen compañero de viaje y de vacaciones, sabía adaptarse a los más jóvenes que él. Su sueño cumplido fue ir dos veces a Tierra Santa. Le gustaba que lo invitaran a comer y cuando pasaba mucho tiempo decía: “No inviten tanto”.

Nos enseñó a amar la vida y a descubrir en ella el paso del Señor y a vivir el bautismo haciendo de la vida un culto espiritual grato a Dios, que culmina en la Liturgia Eucarística.

4.- Don Vicente fue el hombre del Misterio, en particular del Misterio eucarístico. ¡Con qué unción celebraba la Santa Misa! Nunca perdió ni el amor, ni la devoción, ni la voz para cantar y celebrar con todo su ser el sacrificio de Cristo.

Vivió las palabras de Jesús del Evangelio de hoy: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Y nosotros ofrecemos hoy la eucaristía por él confiados en la promesa de Cristo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Don Vicente fue un hombre escatológico. El “Ven, Señor Jesús” del Apocalipsis lo impresionó desde su juventud, inclinándolo un tiempo a la corriente milenarista, en boga, en ese entonces, a través de destacados católicos. Formó a numerosos laicos que han sobresalido en diversos ámbitos del quehacer temporal.

Hombre del Misterio eucarístico, fue también devoto de la Virgen, a quien el Papa llama “Mujer eucarística”. En la escuela de María aprendió a gustar el Rosario, oración a la que recurría siempre, sobre todo en tiempos de enfermedad, cansancio o sequedad. Como encarnación viviente del Evangelio, la Virgen le renovaba el gusto por la oración y la Palabra de Dios, cuando andaba “desencuadernado” como él decía.

A propósito de la Virgen y de su dimensión contemplativa, hay que destacar su espíritu carmelitano.

Con su fidelidad a toda prueba acompañó por años a las Carmelitas de San José como capellán de la Misa Dominical, y en Septiembre del año pasado viajó por un fin de semana a Puerto Montt a la bendición de la primera piedra del futuro Monasterio Carmelita.

Pero no solo las Carmelitas se beneficiaron de su espíritu sacerdotal. También las Monjas de la Visitación y muchas otras. Igualmente, sacerdotes, diáconos y numerosos laicos, hombres y mujeres, experimentaron su amistad y servicio sacerdotal.

Excelente predicador de retiros siempre tenía algo nuevo que dar, producto de su oración y lectio divina.

Así lo experimentaban los seminaristas, en los retiros del Propedéutico o de la Casa de Filosofía o Teología. Y especialmente, era casi obligado que los retiros se preparación al diaconado o presbiterado los predicara él.

Junto a la predicación estaba la dirección espiritual. ¡De cuántos seminaristas fue el Director o acompañante espiritual, como se dice hoy. Y, además confesor.

También sacerdotes y Obispos, como yo mismo, tenemos una deuda de gratitud con él. Siempre había que disponer de más tiempo para ir a verlo porque le gustaba hablar al inicio de otras cosas, así uno se despegaba de uno mismo y se ubicaba en el contexto más amplio del Plan de Dios.

Su conocimiento de la Escritura, de los Padres y de los Santos –cuyos libros clásicos recomendaba- unido a la experiencia de vida hicieron de él un buen conocedor de los caminos por los que Dios quería transitar en cada alma humana. Así son amistad, sabiduría y caridad del Buen Pastor, supo entrar en el corazón de sus dirigidos, animándolos en la vida de fe, de esperanza y caridad.

5.- Don Vicente no fue solo un contemplativo. También un apóstol. El criticaba el “cachimbeo” o activismo sacerdotal pero se tentaba cuando le pedían un curso bíblico, un retiro o una Misa. “A ti te gusta” decía de los otros pero también a veces de sí mismo.

Su caridad pastoral era muy personalizada. Aunque a veces nos reíamos en las reuniones de formadores porque olvidaba los nombres, no olvidaba lo original de cada uno. Pues, –como dice la Escritura- el hombre miras las apariencias pero el Señor mira el corazón. Eso trataba de hacer Don Vicente. Con motivo de sus 60 años de sacerdote, en entrevista concebida a la revista “Iglesia de Santiago” dijo tener como recuerdo imborrable de su paso por distintas parroquias el cariño y afecto que la gente siente por la Iglesia y sus sacerdotes, más allá de sus limitaciones y debilidades.

Y refiriéndose al sacerdocio decía que es una experiencia hermosa, que requiere de una gran vocación de entrega y de servicio. Y añadía: “Los jóvenes que ingresan al Seminario deben estar seguros de su vocación, tener una actitud de humildad para escuchar lo que el Señor quiere de ellos. Y sobre todo, deben tener un gran espíritu de justicia para que sean capaces de dar testimonio de la bondad del Señor a los demás”.

6.- Entremos ahora en la Liturgia Eucarística. Demos gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu, por este sacerdote fiel que nos dio.

En este Año Vocacional, recojamos su testimonio de vida y su herencia espiritual para renovar nuestro propio sacerdocio, como servidores de Cristo, de la Iglesia y de nuestros hermanos. Que su ejemplo anime a muchos jóvenes a seguir el camino sacerdotal y dé perseverancia a los seminaristas.

Justo cuando hemos comenzado la Novena de la Virgen del Carmen y pocos días antes de la celebración de San Elías y de San Benito, que tanto lo inspiraron, el Señor lo arrebató en el sueño, dándole una muerte apacible, como fue su vida. Ha entrado así, en la Vida dichosa y feliz.
Confiados en la misericordia de Dios, podemos cantar con él y como él lo que tanto anheló: ¡Qué alegría cuando me dijeron. Vamos a la Casa del Señor! AMEN.




+Cristián Caro Cordero
Arzobispo de Puerto Montt