Felices los limpios de corazón (Mt 5,8)
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Felices los limpios de corazón (Mt 5,8)

Reflexión espiritual durante el Foro Panel “Corrupción v/s Crecimiento. Construyendo ética”. Cámara Chilena de la Construcción, 17 de junio de 2009

Fecha: Miércoles 17 de Junio de 2009
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Alejandro Goic Karmelic

Muy distinguidas autoridades, distinguidos panelistas de este Seminario, estimadas y estimados directivos y representantes de diversas instituciones, señoras y señores:

Con mucha alegría he aceptado proponer a ustedes una breve reflexión espiritual, al concluir estas interesantísimas meditaciones acerca de un grave problema y desafío de nuestro tiempo.

La inteligencia humana va obrando sin cesar maravillosos avances en la ciencia y la tecnología, pasos gigantes que ayudan a salvar vidas, a mejorar las expectativas de las generaciones venideras. Lamentablemente, así como esos modernos recursos se pueden disponer hacia esos nobles fines, también los frutos del progreso humano, social y tecnológico se pueden utilizar para colmar a unos pocos de poder o de dinero a costa de grandes mayorías y a través de acciones corruptas.


Un corazón que se corrompe…


La debilidad y la tentación acompañan al hombre desde que empieza a interactuar con otros. La Sagrada Escritura nos muestra diversos episodios de corrupción en la historia del pueblo de Israel, muchos de ellos con características de escándalo y generalmente asociados a luchas de poder en lo civil, militar, económico o religioso. Los profetas del Antiguo Testamento son una voz contundente que denuncia a los corruptos. Nos recuerdan que la primera corrupción nace en el corazón humano, y ofende gravemente a Dios cada vez que un hecho corrupto perjudica y denigra a los más vulnerables.

Así, por ejemplo, clama el profeta Amós ante los que gobernaban en su tiempo: “¡Yo sé que son muchas vuestras rebeldías y graves vuestros pecados, opresores del justo que aceptáis soborno y atropelláis a los pobres en la Puerta!” (Am 5,12). Sofonías llegará a decir que las autoridades de Israel “han madrugado a corromper todas sus acciones” (So 3,7).

En la nueva Alianza, Jesús lo dice con igual claridad a los grupos de su tiempo, y a propósito del “dinero injusto” nos recuerda que “no se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). En otro pasaje del evangelio de Lucas leemos: “Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes” (Lc 12,15). San Pablo lo explicará así en su primera carta a Timoteo: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán del dinero, y algunos, por dejarse llevar de él se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores” (1 Tm 6, 7-10). Con la misma claridad y coraje, san Pedro responderá al intento de corrupción de Simón el mago en Samaría: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero” (Hch 8,19).

El hijo de Dios ofrendó su vida por nuestra salvación, una muerte que se consuma a partir de la traición de un amigo cuyo corazón se corrompe. “¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?” (Mt 26,15) fue la pregunta de Judas, y los sacerdotes al oírlo “se alegraron”. Así obra un corazón corrompido, así funciona una sociedad que corrompe y se deja corromper. Las treinta monedas de plata, o su equivalente en moneda nacional actual, son un llamado permanente a nuestra conciencia. La respuesta cristiana brota de las Bienaventuranzas: “felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (…) felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados (…) felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,1-12)


Espiritualidad del vivir honesto


También en nuestro tiempo necesitamos profetas. Hoy necesitamos que se nos recuerde, como hace el Catecismo de nuestra Iglesia, que son moralmente ilícitos “la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro” (CATIC 2409).

Ciertamente que la corrupción política es una de las más graves – cito el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia- “porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social; compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones” (Compendio DSI 411). En efecto, la corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones, porque las usa como terreno de intercambio entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes.

En 2003 el Comité Permanente del Episcopado chileno entregó una declaración titulada “Sanear la vida política y económica y derrotar la corrupción”. En ella decíamos: “Una sociedad no puede mirar con confianza su futuro si centra su atención en el éxito económico, obtenido a cualquier precio. Tampoco puede tener esperanza en su porvenir un país cuyo sistema educacional no transmita vigorosamente los valores sobre los cuales reposa y se construye la convivencia. También las convicciones religiosas que los sustentan. Los necesitamos más que nunca. Los actores sociales públicos y privados deben tener presente el bien común, en especial el bien de los pobres, y conocer las consecuencias que repercuten en la sociedad si se actúa al margen de la ética” (Declaración del CP 21/03/2003, n. 9).

Pero la corrupción no sólo es grave cuando se desliza en las esferas del poder político. Es igualmente inmoral cuando busca enquistarse en el mundo de los negocios y las finanzas, de la administración de justicia, en la educación, el trabajo y el comercio, en los servicios públicos, la empresa privada. Y una especial gravedad comporta cuando se empieza a gestar y a hacerse costumbre en la vida cotidiana de las personas en sus ámbitos particulares.

No podemos alimentar una sociedad hipócrita que discursea en sus oficinas en favor de la probidad y que el fin de semana compra entradas en reventa o cancela una tarifa personal al inspector de los parquímetros. El soborno y la corrupción se aprenden del modo de vivir de nuestras familias. Del mismo modo, la transparencia y rectitud se forjan a partir de padres consecuentes en su forma de asumir la verdad y en ser coherentes con ella.

Los pequeños engaños cotidianos, los sencillos trucos para alcanzar los objetivos por una vía más fácil, expedita o barata, finalmente terminan costando muy caro. ¿Qué estándares éticos podrán llevar a sus empresas y trabajos los futuros profesionales que compran pruebas y certificados médicos? Lamentablemente una peligrosa permisividad ampara esta cultura del engaño: la toleramos e incluso la celebramos. Una sociedad que aplaude las pillerías de los niños, aunque ellas afecten la dignidad y los derechos de otros, es una sociedad que mal podría sorprenderse frente a los índices de delincuencia. Una cultura del pretexto que busca legitimar el engaño a las instituciones y a las personas, reproduce el método y reproduce el pecado.


Construyendo confianzas


En todos los casos, sin duda la corrupción es una de las causas “que en mayor medida concurren a determinar el subdesarrollo y la pobreza” (Compendio DSI 447). El gran problema de la corrupción es que destruye las confianzas. Y una sociedad sin confianza camina rápido hacia el deterioro de su convivencia. Es cierto que se necesitan adecuadas regulaciones, rigurosos sistemas de fiscalización, una justicia independiente y efectiva que investigue y sancione. Pero, ante todo, una convivencia honesta requiere ciudadanos honestos que actúen en coherencia con sus convicciones, que sean transparentes y probos en todos sus ámbitos. Mucho se engrandecería el “alma de Chile” si esta espiritualidad del vivir honesto pudiéramos cultivarla desde la familia y el colegio, desde las edades tempranas donde se forjan los valores a partir del testimonio de vida más que de los discursos.

Sin lugar a dudas, este Foro Panel es un muy buen aporte para ese propósito. Cuánto bien le haría a cada organización e institución de nuestro país si pudiera regalarse unas horas para reflexionar sobre el bien y la verdad, la honestidad y la transparencia, el respeto a las personas, sobre todo a los más pobres y desamparados. Así, cuando surja el error, el abuso, el delito, seremos capaces de decir las cosas por su nombre, respetuosamente y a la cara de los abusadores, invitándolos a reparar el daño y a enderezar el camino, como lo hacían los profetas. El diálogo transparente es un paso imprescindible. No podemos contentarnos con la simple denuncia o el escándalo. Nos aprestamos a vivir un tiempo electoral en que las denuncias se convierten en un hábito con poco filtro y escasa ética. Es éste un peligro al que debemos estar muy atentos.

Al concluir esta reflexión, quisiera compartir con ustedes mi ánimo de esperanza. Tengo confianza en el discernimiento de las nuevas generaciones que van abriendo caminos en nuestra sociedad, y que admiran el testimonio generoso de padres, abuelos y grandes servidores en nuestra historia reciente. Mi esperanza se funda en Dios, que -como nos ha dicho el Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi- es la más verdadera de todas las esperanzas. ¿Y a Dios quién lo verá? Lo verán los limpios de corazón, nuestra certeza de las bienaventuranzas.

La oración de entrega de san Ignacio de Loyola sintetiza de bella forma este espíritu de abandono, de total transparencia, de una plena honestidad que se regala al Señor:

“Tomad Señor y recibid
toda mi libertad, mi memoria,
mi entendimiento y toda mi voluntad,
todo mi haber y mi poseer
Vos me lo diste,
a Vos, Señor, lo torno;
todo es Vuestro;
disponed de todo a vuestra voluntad.
Dadme vuestro amor y gracia;
que esto me basta.
Amén”.



† Alejandro Goic Karmelic
Obispo de Rancagua
Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile



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