Te Deum de acción de gracias
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Te Deum de acción de gracias

Fecha: Lunes 18 de Septiembre de 2006
Pais: Chile
Ciudad: Concepción
Autor: Mons. Antonio Moreno Casamitjana

“A ti, oh Dios, te alabamos;
a ti, oh Señor, te confesamos”
Con estas palabras del antiguo himno de la Iglesia, es tradición en Chile dar comienzo a las celebraciones con que la Patria conmemora un año más de su existencia como nación independiente. Los fundamentos cristianos de nuestra Nación salen a luz en esta manera de reconocer con las palabras de este himno que cuanto somos y tenemos viene de Dios, Padre eterno, aquel que todo lo llena con la majestad de su gloria, dejando en toda la creación un signo, una huella de su “santidad”, es decir, de su divinidad.

Con esta forma de alabanza confesión, que la Iglesia antigua, en griego llamaba exomológesis, la Iglesia continúa hasta el día de hoy, por Jesucristo, los apóstoles, los profetas y los mártires, la oración hebrea que reconoce con gratitud y alegría la obra salvífica de Dios.

Jesús, educado desde niño en la piedad judía, frecuentador del culto sinagogal, la empleaba: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...” (Mt. 11,25). En ese marco de la oración judía, Jesús instituyó el signo sacramental que dejó a su Iglesia como memorial de su muerte por la salvación de todos los hombres: la eucaristía, la acción de gracias por excelencia, en la cual reconocemos que Aquél que en el Monte Sinaí se había manifestado como El que Es, en el Monte Calvario se nos revelado como el Amor. Al cumplir de ese modo la Ley y los profetas, Cristo nos revela que en el fondo de cuanto existe, se encuentra el amor; porque como dice San Juan, Dios es amor. Sólo en el amor cobra sentido el universo entero, y especialmente el hombre, la única criatura, hecha a imagen y semejanza de Dios, que es capaz de comprender ese amor y gozar de él.

En el Sinaí Dios se había mostrado ya como Aquél que posee el secreto de la vida. Israel sabía que sólo desde Dios es posible comprender lo que es la vida, y que esa es la sabiduría que el hombre necesita: para vivir. Ese saber vivir lo agradecía como don de Dios, consciente de que lo distinguía de las naciones que lo rodeaban y, con frecuencia, lo dominaban. Grandes imperios mucho más desarrollados que Israel en lo económico, lo cultural, artístico, tecnológico, militar, pero que carecían de los preceptos y normas, cuya observancia se traducía en un concepto de la justicia basado en el respeto de la vida y de las personas sin distinción de clases, todas de igual dignidad y – cosa sorprendente en ese mundo – con especial atención hacia los más débiles: los pobres, los huérfanos, las viudas.

Esta sabiduría de vida, ese pueblo no la tenía (y ellos lo sabían muy bien) como resultado de su propia elaboración intelectual. No constituía una ideología, ni estaba fundada en una mitología. Le había sido enseñada por un Dios que ellos no habían buscado, ni mucho menos fabricado. Un Dios que les había salido al encuentro cuando no eran sino el desecho humano que quedaba entre los imperios que se disputaban el mundo. Cuando no eran ni pueblo, no tenían nombre, eran simplemente “hebreos”, nombre común para los marginados, cuyo destino era estar al servicio de algún gran estado que los tolerara y explotara. A ellos Dios les había ofrecido: “pongo ante ti la vida y la muerte”, y los había “instruido” acerca de la manera de elegir la vida, les había mostrado el camino que lleva a la vida, les había revelado las claves de una buena elección: “No mates, no robes, no mientas, no adulteres, no seas insaciable respecto a los bienes de este mundo”. Y esto, teniendo presente que ese camino que lleva a la vida, sólo es posible recorrerlo, con el corazón puesto en Dios. Esa es la instrucción primera y fundamental: “Amarás al Señor, tu Dios”. No de cualquier manera, no según un vago sentimiento religioso, sino “con todo el corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. Es decir, confiarás en Dios de tal manera, que pondrás toda tu vida, todo tu ser, en sus manos. Porque El es Dios y ya te ha mostrado que de El no tienes nada que temer. Que El te ha amado primero. Y nosotros, cristianos, podemos decir: ¡y de qué manera! Como lo expresaba Saulo de Tarso, el celoso buscador de una vida perfecta según la Ley, ya convertido en Pablo, estupefacto por el descubrimiento del amor de Dios tal cual se había revelado en Cristo: “el cual, siendo de condición divina, no se aferró a su divinidad, sino que se despojó de sí mismo tomando nuestra condición humana, haciéndose obediente (al mandato de amarnos del Padre) hasta la muerte y una muerte de Cruz” (Filip. 2,6ss).

Esto es lo que ha querido transmitir al mundo, el Papa Benedicto XVI, en su primera Encíclica: “Dios es Amor”.

Estas primeras palabras de la encíclica pertenecen a la 1ª. Carta de San Juan, el cual también lleno de admiración por el gran descubrimiento exclama; “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios; ¡y que realmente lo seamos!” (3,1). Y concluye, es que “Dios es Amor”, “quien no ama no ha conocido a Dios”. El conocimiento de Dios nos eleva a la altura de su amor con el que nos amó primero y nos entregó a su Hijo como víctima por nosotros (4, 7ss).

El Papa reconoce que hoy es difícil encontrar a Dios. Lo dijo así en una reciente entrevista concedida a las principales cadenas de televisión de Alemania en vísperas de la 2ª visita a su patria: “Creer –dice- se ha vuelto más difícil, porque el mundo en el que nos encontramos está hecho completamente por nosotros mismos y en él, por decirlo así, Dios ya no aparece directamente. Ya no se bebe directamente de la fuente, sino del recipiente que se nos presenta ya lleno. Los hombres se han construido su propio mundo, y resulta difícil encontrar a Dios en este mundo”

Pero es claro que lo que se nos ofrece en ese recipiente, por dorado que sea, no basta para saciar la sed del hombre. Las actitudes, los hechos que nos sorprenden muchas veces, y preocupan a las autoridades, especialmente en la conducta de los jóvenes, no obedecen sólo a causas sociales, económicas o políticas sino a la búsqueda de algo que no encuentran en el “recipiente” (rico, sin duda, atrayente) que les ofrecemos, algo que ni saben muy bien qué es. Lo que buscan, lo que el hombre siempre busca es trascendencia. Estamos lanzados a conquistar el universo, y es verdad que eso puede mantenernos entusiasmados un buen tiempo, pero el universo es demasiado chico para el hombre. Esto también lo había percibido ya Israel, que confesaba en ese espíritu de alabanza y confesión: “al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que pusiste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor... todo lo pusiste bajo sus pies... Señor, Dios nuestro, que glorioso es tu nombre en toda la tierra” (Ps 8). Con razón el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, al definir al hombre de cuyos derechos habla, comienza recordando que es un ser abierto a la trascendencia, es decir “al infinito y a todos los seres creados”. Por lo tanto no puede ser tratado como una cosa o como un simple producto más de la naturaleza.

Pero el mundo de hoy ha perdido en gran medida la capacidad de admirarse de lo que Dios ha hecho, convencidos de que podemos hacer y de que estamos haciendo un mundo nuevo, en el que alcanzaremos un día el dominio sobre la vida humana misma.

Sin embargo es claro que la inquietud religiosa no desaparece. Aunque indeterminado - dice el Papa – hay un movimiento cada vez más generalizado de búsqueda de lo sagrado. La misión de la Iglesia es estar ahí presente, perseverante en el testimonio, disponible a todos para acompañar a quienes buscan respuestas a las interrogantes profundas que surgen de la existencia humana en este mundo, y mostrando la fe como respuesta. Una fe capaz de mostrar “que creer es algo bello, que la alegría de una gran comunión universal posee una fuerza que arrastra”, dice el Papa refiriéndose a las reuniones multitudinarias de la juventud en Colonia y de las familias en Valencia, esas extraordinarias experiencias eclesiales con las que el Señor le ha concedido a Benedicto XVI comenzar su ministerio.

Esa belleza de la fe, de la que habla el Papa, no es la de un sentimiento que inspira ciertos impulsos hacia una bondad más o menos superficial o da lugar a experiencias mentales, pricofísicas o espirituales que hacen “sentirse bien”, superar sentimientos de culpa, etc. Se trata de la belleza que está en la raíz de la vehemente acción de gracias de Cristo, y, que inspira que la Iglesia (en la tierra y en el cielo) canta incesantemente con gozo: la belleza de una vida que se despliega desde el amor verdadero; la perfección de una vida entregada por amor. Eso, díce Jesús, está oculto a los sabios e inteligentes de este mundo, los que creen tener la clave para construir un mundo de acuerdo con sus propios principios, criterios, intereses, sin sujeción a una ley más alta, sino que la perciben los “pequeños”, los “sencillos”, los “limpios de corazón”, los que están en condición de distinguir el bien del mal, lo que hace a un hombre bueno y lo que lo hace malo. Es lo que se llama el conocimiento moral. Este es el que produce el verdadero progreso humano. No se progresa sólo por los conocimientos que podamos adquirir para dominar y controlar este mundo, incluido nosotros mismos, para gozar de los bienes que encierra. Aquí se aplica plenamente el principio bíblico: “no sólo de pan vive el hombre”. Hoy podemos producir muchos “bienes”, pero la debilidad de ese poder se advierte ya en el mismo hecho de que parecemos ser incapaces de conseguir que esa abundancia se convierta en bienestar de todos y así asegure la paz. Por el contrario, la misma abundancia de bienes parece convertirse en un factor de inquietud, de amenaza latente.

Se trata de moral, un término que no implica de ninguna manera una colección de “no”, sino que representa el esfuerzo del hombre inteligente y libre para dirigir sus actos, sus decisiones, sus proyectos, a fines en sí buenos y con medios buenos, es decir que perfeccionan al hombre como individuo y como sociedad.

Esto implica, evidentemente, una convicción que no es exclusivamente religiosa, sino, antes, filosófica y simplemente humana; la certeza de que la verdad existe y que esa verdad conlleva consecuencias morales, es decir, en relación con mis actos.

Es verdad que esta actitud moral nos resulta difícil. La tentación de apoderarse del árbol de la ciencia del bien y del mal es un desafío que el hombre tiene que enfrentar cada día. Los profetas de Israel denunciaban como la mayor de las amenazas para un pueblo el caer en la tentación de llamar bien al mal y mal al bien (Is. 5,20). Cuando se produce esa situación, el hombre mismo está en peligro. El relativismo moral no es de hoy, y hay un ejemplo claro en el Evangelio de lo que puede llegar a producir: Pilato. El representante de Roma y del Derecho Romano sabía que Jesús era inocente e, incluso, hizo varios intentos por salvarlo. Pero no creía en la verdad. Su frase, que se ha hecho célebre, es la expresión de la inteligencia y la voluntad que se rinden. (“¿Qué es la verdad?”). Para él, lo que importaba, lo sólido, aquello sobre lo que se puede edificar una vida o un imperio, era el poder. Consecuente con eso, entregó al justo a la muerte. La condena de Jesús muestra (entre otras cosas) que ni la mejor construcción jurídica es capaz de asegurar la justicia (y la paz) si los encargados de aplicarla no creen en la verdad, sí el pueblo mismo está movido por falsas promesas, manipulado por otros intereses. (Fue una masa popular manipulada la que pidió la muerte de Jesús, doblándole la mano a la justicia).

La Iglesia, dice Benedicto XVI, no tiene por misión realizar por sí misma el orden justo de la sociedad. Esa es la tarea principal de la política. Pero la justicia es, por su naturaleza, ética, lo que conlleva la necesidad de definir qué es la justicia, qué es lo que define una acción justa; lo cual supone el ejercicio de la razón, teniendo en cuenta que, cuando prevalecen el interés y el poder, producen lo que la doctrina moral llama la ceguera ética, e.d., una verdadera incapacidad de ver lo que es justo y recto.

La fe es un don de Dios. Ella tiene como fruto la purificación de la razón, por el encuentro con Jesucristo que afirmó: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, y ante Pilato declaró: “Yo he venido a dar testimonio de la verdad”. De la visión del hombre y de la sociedad que viene de la fe en Jesucristo surge la Doctrina Social de la Iglesia, como un diálogo entre la fe y la razón. Un diálogo que, desde la fe y con el aporte de todas las ciencias, busca la comprensión cabal e integral de la naturaleza humana, de sus exigencias y de su destino.

Esta condición propia de la Iglesia, iluminada por la fe en Dios creador y redentor del hombre y confiada en la capacidad de la razón para alcanzar la verdad inscrita en la naturaleza misma, no la convierte en un poder en ámbitos que no le corresponden por su misión. “No puede sustituir al Estado”. No es frente a él un “poder de facto”, según un término hoy muy usado y, a veces, dirigido a la Iglesia. Pero tampoco puede “quedarse al margen en la lucha por la justicia”. Su tarea la describe muy bien el Papa Benedicto XVI: “Debe insertarse en ella (en la lucha por la justicia) a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar”.

Es con esta preocupación e inspirados en estos principios que el episcopado nacional ha tomado posición frente a ciertas medidas del supremo gobierno que tocan algo tan importante como es la misma vida humana.

Es evidente la seriedad de los problemas que hoy afectan de manera especial a la juventud, que amenazan la vida física y moral de los individuos y de la sociedad misma. Y no cabe sino apoyar la preocupación manifestada por las autoridades públicas y el interés por encontrar soluciones. Por eso mismo, no podemos guardar silencio frente a medidas que, sin juzgar intenciones, atentan contra esos valores que Benedicto XVI, hablando a políticos, declaraba intransables, porque son contrarios al fin propio de la actividad política: buscar el bien común en la justicia fundada sobre la verdad. Esta afirmación, que pertenece al magisterio común y constante de la Iglesia, debe ser tenía en cuenta por quienes, consagrados a las responsabilidades políticas, profesan la fe cristiana y católica.

Esos bienes intransables de que habla Benedicto XVI son: el valor de la vida humana desde su inicio (en la fecundación) hasta su término natural; la familia entendida como la unión de un hombre y una mujer con carácter indisoluble y abierta al don de la vida; el derecho de los padres a ser los primeros responsables de la educación educadores de sus hijos. Estos principios están en el fundamento del “humanismo cristiano” que San Alberto Hurtado promovió y predicó con tanta fuerza, y con el que no pocos declaran identificarse.

La reciente declaración del Comité Permanente del episcopado nacional nos invita no sólo a revisar urgentemente medidas administrativas recientes que van en contra de esos tres principios que Benedicto XVI define instransables, sino también a discutir y revisar las medidas políticas públicas previstas de aquí al bicentenario de nuestra Patria; en particular las que se refieren a la familia, la salud y la educación. La Iglesia reivindica el derecho a insertarse en la búsqueda de las soluciones justas “a través de la argumentación racional”, como lo están haciendo por ejemplo, políticos, médicos y científicos, no sólo católicos, en Chile y en el mundo, que sienten el deber de defender la vida y de educar a los jóvenes según la verdad que custodia la dignidad humana. La Iglesia llama también a los políticos católicos a representar y defender, dentro de la participación que supone una democracia, la verdad que es la expresión concreta de la fe cristiana y católica que profesan, en esas materias. Finalmente, y también en virtud del ejercicio de la democracia, llama a todos los católicos y a cuántos, sin serlo, comparten los principios del auténtico humanismo cristiano en cuanto a la vida, la familia y la dignidad del ser humano, a expresarse públicamente de manera informada y organizada, con respeto hacia todas las personas, que es la manera de hacerse oír e influir en una sociedad democrática, con el fin de ayudar a las autoridades a tomar las decisiones justas que convienen al bien común, y confiando siempre en la fuerza de la verdad.

Unámonos ahora al canto del Te Deum. Es una oración expresada musicalmente, cantando con instrumentos, como los antiguos salmistas de Israel. Esa es la manera como el hombre reacciona frente a la belleza, frente a lo que el recordado Papa Juan Pablo II llamó el “Esplendor de la Verdad”, es la manera de expresar el amor. Ahora nos dirigimos a Dios, lo reconocemos como Dios en espíritu de alabanza y de gratitud, tratando de hacerlo como lo hacen los pequeños, los niños que, a diferencia de “los grandes”, nunca pierden de vista que tienen un padre y solo aspiran a conocer todo lo que el papá sabe acerca de esa cosa, para los niños tan misteriosa y tan fascinante, que es la vida.

† Antonio Moreno Casamitjana
Arzobispo de la Ssma. Concepción


CONCEPCIÓN, 18 de septiembre de 2006.

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